CRÓNICA DEL FORASTERO: DESCENSO A LA PROFUNDIDAD DE LA MEMORIA.
Por Adolfo de Nordenflycht
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Hay al menos dos aspectos de la escritura de J. Teillier que nos permiten proponer una lectura de Crónica del forastero (1968) en el marco de este Seminario centrado en el motivo -para otros, tema- de la catábasis. Tales aspectos son la mitografía y el genealogismo poéticos postulados por Teillier como dinamizadores de la articulación teorético-programática de su metalengua, autodenominada "poesía de los lares" en un conocido artículo aparecido en el Boletín de la U. de Chile de diciembre de 1965, en el que se propone determinar un estatuto a su práctica poética y la de otros poetas que publican desde los años 50 en Chile, bajo el subtítulo "nueva visión de la realidad en la poesía chilena". Para situar estas nociones en el contexto de la poética de los lares, me voy a permitir ordenar brevemente las afirmaciones más sustanciales sostenidas por Teillier en el citado artículo y el prólogo que él mismo escribió para su antología Muertes y maravillas (1971) con el título de El mundo donde verdaderamente habito. considerando que ambos textos enmarcan teóricamente a Crónica del forastero . Para Teillier, la poesía entraña lo distinto de lo convencional y alcanza una dimensión en que se la concibe como "creación del mito", de un "espacio y un tiempo que trascienden lo cotidiano, utilizando lo cotidiano". Esto es, como una norma que haría surgir de sí misma un universo de significados que le es propio, configurando una realidad orgánica que será historia verdadera en la medida que establece un vínculo con los elementos formales estables de la experiencia. que permiten una relativa calificación de objetividad. Conforme a esta concepción, al poeta le corresponde, ante todo, el rol de preservador del mito. Función originaria y ancestral que lo sitúa como sobreviviente de una antigua edad perdida, al tiempo que lo margina de la sociedad y del mundo actuales, que son experimentados por el poeta como una realidad degradada. Sin embargo. es esta misma situación de marginalidad la que potencia la transformación de la poesía en una auténtica experiencia vital, a través de la cual se accede a un mundo más armónico, una suerte de edad dorada, cuyo recuerdo colectivo permanece en el inconsciente. Con esta última afirmación, Teillier viene a asociar la actividad poética con el ámbito onírico y el trabajo de ensoñación, pero -y lo advierte con determinación- ello no significa renunciar al control de la lucidez provisto por el conocimiento del oficio poético y por el conocimiento del orden cultural en que se genera su escritura.
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Ahora bien, en tanto producción y preservación de una realidad mítica, la poesía no está. supeditada al discurso de las ideologías ni políticas ni religiosa, aunque ello no implica su reducción a la sola existencia estética que comporta lo bello e idealizado. Por el contrario, la poesía se constituye en una universalidad fundada en el poder cuasi omnímodo de las imágenes organizadas desde el "centro emotivo verbal" que construye el poema. En la escritura teilliereana la imagen poética se articula conforme a una arquitectonía específica y caracterizadora que conduce a comprenderla como el eje en que se fundamenta el verdadero rostro de la realidad que el poema revelaría: un proceder que ha sido denominado "realismo secreto" y que abriga la reinserción del hombre en el seno del mundo natural y de cosas de nuestro trato y uso cotidianos. Frente a una realidad histórica marcada por la disolución de las relaciones más entrañables por la estandarización de los objetos, por el desarrollo tecnológico y el economicismo que amenazan con el holocausto, por la despersonalización y la inhumanidad de las grandes urbes, el poeta asume la responsabilidad de conservar para los hombres el valor de un mundo en que las cosas están dotadas de vida y así son admitidas en nuestra confianza. Un mundo "lárico" -el término es tomado de Rilke- que el poeta rehace en su texto. "En nuestro país -afirma Teillier- el poeta debe dar cuenta primero del mundo que lo rodea a trueque de convertirse en un desarraigado". Este esfuerzo de arraigo comporta una doble y simultánea operación: Por una parte una integración al paisaje al cual e¡ poeta pertenece y que le pertenece, y por otra, la comparecencia de los antepasados que actúan en el proceso integrador como figuras míticas capaces de revelar en la realidad invisible un rango más alto de realidad, y por ello posibilitando reconocer lo que aún perdura en ella de auténtico a pesar de la ruinosa y desoladora cotidianidad. Como indica Rilke. "Para nuestros abuelos... cada cosa era un arca en la cual hallaban lo humano v en la cual agregaban su ahorro de humano". En este sentido puede hablarse del larismo teillieriano como una poesía genealógica que salva la paradoja entre la aparente ahistoricidad del mito y la historicidad concreta de las existencias humanas. Esta operación se consolida en el llamado "realismo secreto" para el cual el mundo circundante es visto como "depósito de significados y símbolos ocultos", una realidad impregnada de trasfondos arquetípicos, que posibilitan al lenguaje transfigurar la anécdota en mito.
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La noción de mito no es avanzada por Teillier más detalladamente, limitándose a señalar que se trata de "un espacio y tiempo que trascienden lo cotidiano utilizando lo cotidiano". No obstante, en la medida que lo relaciona fuertemente con el trabajo del lenguaje, se puede sostener que en su concepción el mito constituye propiamente la expresión de la dimensión emotiva del ser (humano) colectivo, hasta el punto de adquirir una forma simbólica activa que genera de sí misma un universo de significaciones propias suyas, una realidad determinada y orgánica que se objetiviza en imágenes reales, manifestando así el autodespliegue del espíritu. Esta inteligibilización de la poesía trae aparejada una consecuencia indisoluble para el sujeto de la escritura en lo que toca al "punto de hablada" y la calidad semántica de su discursividad, aspectos que Teillier intuye como particularidades de la poesía de los lares, en tanto renovación de la tradición poética chilena anterior. "Los poetas -dice- ya no se sitúan como centro del universo, con el yo desorbitado y romántico al estilo de Huidobro (... ), Neruda o Pablo de Rokha, sino que son observadores, cronistas, transeúntes, simples hermanos de los seres y las cosas". De aquí que el discurso poético, se quiera coloquial, comunicativo, en el que la imagen surge del propio contexto del poema que emplea frases y giros corrientes salvados del prosaísmo y la mera descriptividad, para alcanzar su especificidad justeza en el oficio del texto. La hermandad con los seres y las cosas, la integración al paisaje y la persistencia secreta del ancestro abriendo en profundidad humana lo real. son a mi juicio las claves de un metarrealismo en el que los objetos existen dentro de una temporalidad subjetiva, que al decir de uno de sus primeros críticos constituye "uno de los aportes fundamentales de Teillier la lírica nacional". A partir de esa poética de la realidad secreta se organizan los motivos y las actitudes recurrentes de su producción: el descentramiento del sujeto (obliterado o marginado), la convicción de lo humano como carencia. la nostalgia por el dominio perdido, la consustancialiciad de la muerte y la maravilla. la imaginación de los mitos de la aldea, la paradoja de una realidad que se sueña a sí misma, la amenaza de la temporalidad y el drama de la memoria. Aspectos que conforman los movimientos y contramovimientos de la práctica teilliereana, sístole v diástole de su escritura.
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Dejemos hasta aquí lo que corresponde a las propuestas programáticas de Teillier por los años en que escribe y publica Crónica del Forastero, que corresponde al séptimo de sus libros y antecede inmediatamente a su antología Muertes y maravillas que vino a darle el reconocimiento definitivo como un poeta en plena madurez y el primero de su generación". No obstante Crónica del Forastero no fue bien acogido por la crítica, que lo estimó muy ambicioso y en cierta medida fracasado, poniendo de manifiesto que el discurso lárico y el larismo teilliereano parecían requerir de cierta brevedad y concisión que el poema extenso -como es el caso de este casi millar de versos distribuidos en veinticuatro secciones- hacía insostenible, a de caer en el franco prosaísmo. Sin hacernos cargo de estos juicios, por el momento, lo que nos interesa de este extenso poema es precisamente la arquitectura argumental que lo sostiene. La organización de la superficie textual se concreta en el componente narrativo que regula una sucesión relativa de secuencias en que se despliega el retorno del sujeto discursivo a la aldea natal, la casa paterna, los lugares cae la infancia y adolescencia. Se trata, entonces, de una variante del motivo del viaje de viaje propuesto en un tipo de relato que corresponde a lo que Frye llama "narración sumaria", técnica en la que la acción humana provista de por la diégesis es esencialmente una acción ritualizada que posibilita el desplazamiento y la movilidad de un episodio a otro con una rapidez discursiva imposible para el realismo narrativo convencional, pero muy funcional en el contexto lírico extenso: y así lo encontramos en otros poemas contemporáneos como La tierra baldía de Eliot. El hombre aproximativo de Tzará, Altazor de Huidobro, Anábasis de Saint John Perse, la Odisea de Kazantzakis, por mencionar algunos. Pero en la medida que todo viaje de retorno supone una modelización secundaria del universo ancestral, su relación con la realidad se establece en la dirección del principio mitológico sobre el que se dispone la construcción de la identidad del espacio de la escritura como un proceso de la función de lo imaginario, como una invención de lo visto, de lo vivido y lo sentido, única posibilidad de su registro. Tal vez sea conveniente citar al propio texto en la totalidad de su sección VI:
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"Las campanadas
escapan del pecho del reloj de péndulo. Huyen del pozo y resuenan en la memoria. La memoria, esa lechuza ciega a huyendo a refugiarse en un árbol hueco." |
En efecto, se trata del viaje de la memoria por los dominios de la memoria, de su propia constitución o invención en el hacer memoria. Ya en el título del poema hay una alusión a una tipificación textual que dice relación con la escritura memorialística: la crónica -y sin extendernos en la función seminal que tiene para nuestra literatura latinoamericana corresponde a una forma simple (como las denomina Jolles) de relación o exposición de sucesos centrados en un personaje o un lugar, con carácter testimonial. destinada a su registro en el tiempo (de ahí su etimología). De manera que es una forma escritural que -junto otras- remite a la función psíquica manifiesta en el acto de recordar. No obstante el retorno a lo pasado, la reversibilidad temporal es imposible en la propia línea del tiempo: de ahí que la función imaginante en su trabajo eufemizador de lo inevitable postule como sal forma a prior un paradigma espacial, que en el caso de Teillier atraviesa el viaje temporal al pasado como un movimiento en el espacio cultural del descenso al mundo de los antepasados, construyendo así un acto de negación del poder de equivalencia irreversible que es el tiempo mortal. Ese acto reactivo es el auténtico poder de la memoria (en tanto función de la imaginación). poder general de la vida. sin el cual ésta no sería más que ciego devenir. La instalación del poeta en el corazón de los acontecimientos antiguos, en el universo mítico de los ancestros, se cumple simultáneamente conforme a dos coordenadas espaciales, según el modelo que se encuentra en una larga tradición: el viaje de superficie (en este caso en ferrocarril desde la capital al pueblo sureño natal) y el viaje en profundidad, el descenso al lugar de las sombras tutelares de los antepasados y el dominio perdido del sujeto (la infancia). Una suerte de Descenso al Hades que el poema recrea en una particular versión alusiva. Ambos desplazamientos se entrelazan completamente en el entretejido de las diversas voces del poema, haciéndose casi indiscernibles en la unidad alcanzada por el empleo de la técnica de la narración sumaria. Por razones de tiempo nos limitaremos a considerar sólo aquellos aspectos que nos parecen más pertinentes para revelar como se recogen algunos de los mitemas más caracterizadores del descenso, según la tradición clásica, en el texto teilliereano. El poema se abre con la sentencia "No hay que silbar en la oscuridad" puesta entre comillas y sobre la cual se inaugura la reflexión del sujeto. La negación del silbido, residuo arcaico que, como apunta Jung, es un modo de llamar a la deidad teriomórfica, al animal totémico o deificado (y por ello es prohibido socialmente), es correspondido en su negatividad por la ausencia del perro guardián ya desaparecido. Se debe regresar solo al espacio de la casa de los ancestros. "Se sale y se entra a salas". En estos primeros versos no sólo parece aludirse al deificado perro infernal (lo que resulta evidente más adelante cuando se sostiene: "Tu has muerto tu perro ha muerto. Pero si cierras los ojos vendrá a encontrarte a orillas del río"), sino igualmente se alude al tránsito en solitario del poeta que sale y entra a mundo de los muertos, con directa reminiscencia órfica. Como para que no haya lugar a dudas de que se trata del mundo de los muertos, el poeta afirma enseguida: "La casa se abre / y es una fosa donde dormir / amparado por las hojas / un manantial interminable / para el desierto mediodía. / Mi rostro quiere recuperar la luz que lo iluminaba / en el verano traído por la corriente del río". Donde el manantial interminable y el río asociados a la "fosa" se cargan del sentido que les ofrece el intertexto del mito clásico, en el sentido de ser las aguas que deben cruzarse para ingresar al mundo de los muertos: allá (al otro lado) el poeta ve seres innombrados que repiten los gestos rituales de la cosecha como hace cien años y donde surge un caballo que se acerca a oler la trilladora mohosa, simbolizando caducidad de lo nuevo (los objetos que Teillier valora como "irreales", por mecánicos), queda sobredeterminada por la presencia del animal de conocido simbolismo etónico-funerario, animal ligado al tránsito de los muertos y a las profundidades. "Frente al umbral / -continúa el poema- recibo la volcada copa de vino añejo / del sol de un nuevo día. // Los gallos me despiertan / y sus cantos prometen ayudarme a alzar la casa". Es evidente, en el nivel de la imaginación descriptiva, que se trata del amanecer, pero los términos que se utilizan conllevan una carga simbólica asociada a los ritos del descenso al mundo de los muertos. En efecto, la libación ofrendada a las sombras y el vino derramado son bastante evidentes, pero también el carácter psicopompo del gallo que conduce a los muertos hasta su eventual resurrección. De este modo, el alzamiento de la casa es la memorización imaginada de las presencias de los antepasados, el acceso al mundo de las sombras. Por ello, en la segunda sección se nos dice del parentesco y del parecido (o desa-parecido); parecido gracias al cual el sujeto se torna huésped de sus antepasados, y por eso al verse reflejado en el agua del canal de regadío ve un rostro que, simultáneamente, es y no es el suyo. Surge un primo muerto y finalmente es el propio abuelo quien se mira en el agua. Intuye aquí el poeta el arcaico misterio del parecido, que en consonancia con el proyecto lárico leemos como la imagen visible del ancestro en otros seres a los que infunde su propio ahorro de humanidad, como quería Rilke. Es el misterio del parentesco, las leyes sagradas de Antígona. Leyes de la profundidad, presencia de los muertos y de nuestra propia muerte, la que a todos nos alcanza:
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"La muerte esa manzana llevada por la bruja ahora golpea los muros sin dejamos dormir La muerte será una hoguera junto a la cual nos agruparemos Quizás alguna vez he muerto. Y era otro ... Todos seguimos alguna vez nuestro cortejo y hemos resucitado tantas veces en el moscardón que ronda las casas". |
La confianza en una eventual resurrección, aunque sea bajo la forma del moscardón -según señala la tradición mapuche de reencarnación- impulsa al poeta a ingresar definitivamente por los espacios del mundo de los muertos, desdoblándose en un desconocido forastero que surge del sueño y atraviesa la puerta de roble. No cabe duda que este pasaje del poema guarda una relación intertextual con la reflexión nervaliana sobre el ensueño que sirve de introducción a Ayurelia, como asimismo con el texto virgiliano del descenso de Eneas. En ese tránsito actuado por la memoria y el sueño se reúnen los antepasados junto al río y "las nubes son sus sombras". Al término de la sección se retorna el tópico de los "visibles sólo para la memoria" que como en el arquetipo homérico del descenso comparecen solicitando la ofrenda para poder hablar.
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"Los visitantes
miran la mesa vacía y tratan de decirnos que hace falta derramar la ofrenda del vino en sus tumbas". |
Así, desde los primeros inmigrantes colonizadores de la frontera, van compareciendo los seres y los objetos que poblaron ese dominio perdido de la aldea con sus generaciones y sus pequeños acontecimientos locales (juegos, amoríos, festejos, paseos. etc.), que descuellan únicamente por contraste con la cíclica repetición de siembras y cosechas que regula las temporalidades agrarias. En efecto, a lo largo del poema, la aldea se revela como el espacio imaginario de la profundidad en que confluyen experiencias vivenciales ya desaparecidas para constituir un conjunto con variables complejas, que se hacen comunicables por la familiaridad que ellas tienen con nuestra cultura. Ese borde entre la vida social de los individuos (sus familias, sus trabajos, sus empresas, sus ocios, sus anhelos, sus ilusiones) y la existencia de lo terrestre (el espacio agrícola con su rito de siembras y cosechas) posibilita un dominio escritural en el que el yo es la aldea de los antepasados y la aldea es el yo ("¿Quién soy yo? -Quién pensabas tú que yo sería'?/ -Déjate de jugar a los recuerdos. Aquí estás después / de años y años. De tantos días con olor a ropa mojada / y tedio infinito en las salas del liceo. De viajes / de un pueblo a otro"), De modo que el discurso cronístico del forastero que vuelve a la aldea, al mismo tiempo que desciende al pozo de la memoria y al mundo de las sombras, se moldea como un discurso mítico del que ha sido eliminado el sujeto personal en tanto centro sustanciador de la realidad; y es esta última, las propias visiones, la que se rememora a sí misma limitándose el sujeto hablante a dar cuenta de ese proceso de autorreflexividad infinita de la realidad, que comparece en el viaje al mundo de las sombras del que finalmente se emerge para encontrarse solo en medio de un bosque y recuperar, o mejor dicho, percibiese rehecho en la propia existencia, construido, mediante el viaje casi iniciático de la memoria, en su auténtica identidad. El poeta cierra su texto con una ambigua estrofa, que viene a corresponderse al "salir como se entra"' del principio del poema. Al final se sabe si se sale o se entra. Si lo que importa es estar vivo y entrar a la casa en el desolado mediodía de la vida (como nos lo ha advertido casi dantescamente), dicha vida no se sostiene más que en la eterna rememoración que es la escritura vuelta canto:
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El poeta, como "El Desdichado" nervaliano, es quien atraviesa dos veces al Aqueronte. Ésa es su victoria y al mismo tiempo su derrota ante lo real, pues la profundidad a que se desciende, el mundo de los muertos, es la propia profundidad de la memoria: forma de conocimiento o reconocimiento cuyo valor descansa en la función de preservación de las potencialidades traicionadas o proscritas por el individuo maduro, pero que nunca son olvidadas por completo. El poder liberador que tiene este pasado reprimido hace que la regresión rememoradora transforme la orientación hacia el pasado en una orientación hacia el futuro (de ahí tal vez que análogamente algunos textos épicos clásicos que incluyen el descenso a los infiernos, lo sitúen como una secuencia medial de la trayectoria del héroe). Esta preservación creadora de la memoria individual y colectiva se cumple -como hemos sostenido, basándonos en Durand- en la función imaginante que reabsorbe a la memoria. No es intuición del tiempo, sino una forma -tal vez la única- de escapar de él. puesto que al retornar, "reencontrar el tiempo perdido" es negarlo, sintetizando la representación reviviscente y la afectividad presente. De- este modo, no sometida al tiempo, reduplica los instantes desdoblando el presente, haciéndose creativa y asegurando la perennidad de una sustancia ante las fluctuaciones del devenir. Al permitirnos volver sobre lo pasado, la memoria autoriza su reparación, organizando una totalidad a partir del fragmento: instaurando el orden al cosmos del poema) en el caos (el azar de la existencia), No en vano Mnemosyne se reconoce como madre de las musas. La memoria preside la función poética. El viaje a la profundidad de la memoria, modelizado parcialmente en el texto de Teillier por los mitos del descenso, no busca situar acontecimientos pasados como una genealogía temporal, sino alcanzar el fondo mismo del ser, la realidad primordial que permite comprender el devenir en su conjunto, con sus angustias y sus temores, con sus Ilusiones y sus amparos. Así. la escritura. esas sombras sobre la blancura de la hoja, es el lar. Tal vez esta "crónica" sea el poema más ambicioso de Teillier, pero ello porque aquí se explora, metapoéticamente, la realidad secreta del propio mecanismo que posibilita la realidad secreta en que se concentra el esfuerzo de su poesía lárica. Si el texto nos propone la salida de nuestro universo cotidiano hacia el espacio de la profundidad del universo de los antepasados y las sombras, es para descubrir lo que se disimula en las profundidades del ser, en esa región subterránea que determina a lo visible: un saber que, como Orfeo, Odiseo. Eneas, se obtiene en el más allá. Así, la Crónica del forastero se nos propone como un desciframiento de lo invisible, una geografía y una genealogía de lo sobrenatural que se substiende a lo cotidiano.
En
AA.VV. El Descenso. Centro de Estudios Elénicos.
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