La belleza de la universidad pública

Santiago, 13 de enero de 2005.

Repensar el rol y el deber ser de la universidad pública resulta esencial cuando estos conceptos parecen difuminarse en nuestro país.

La Universidad de Chile, cuyos orígenes se funden con los de la República, recoge, producto de estas circunstancias, algo más que la tarea de que la ciencia y la cultura se impusieran como bienes públicos indiscutidos y que el conocimiento y la educación superior se irradiaran en el marco de una sociedad estratificada y desigual.

Fue precisamente su carácter laico, abierta a todos los grupos sociales, tolerante, pluralista y autoexigente lo que provocó un cambio sustancial en la sociedad chilena. Por estar estrictamente apegada a los méritos de las personas, por sobre sus orígenes, la Universidad de Chile pudo amalgamar adecuadamente el progreso y la movilidad social, permitiendo la creciente participación de chilenos de las más diversas creencias y proveniencias en la tarea común de abrir nuevos horizontes a nuestro país.

A partir de ese modelo, la universidad pública ha sido entendida como aquel marco institucional abierto a todos los que tengan mérito para ello, que permite el desarrollo libre del conocimiento, con el mínimo de presiones, y siempre en apertura intelectual hacia los que piensan diferente; y como una institución dedicada únicamente a la labor universitaria, sin fines de lucro, sin discriminación de acceso a estudiantes o académicos, y cuyo espíritu está radicalmente fundado en la libertad y la excelencia académica.

La universidad pública es también una escuela de ciudadanía, la plaza donde los jóvenes se ejercitan en la vida autónoma, no ya en el resguardo de los ambientes protegidos de la familia, sino en un marco abierto en que encuentran la diversidad y aprenden a respetar al que es diferente, donde conocen la riqueza plural de su país -que la creciente segregación social les oculta-, y en que aprenden a asumir las reglas del juego republicano. Allí donde los demás compiten amparados en intereses o ideologías, la universidad pública crea un espacio de colaboración, y forma en la responsabilidad, el respeto y la solidaridad: esa es su grandeza.

Así comprendido, lo público pertenece a todos y a nadie; se relaciona con la condición ciudadana de las personas; está sometido al control de la comunidad; se orienta al bien común.

En esta dimensión, lo público es diferente a lo privado. Una universidad privada no es pública, al margen de sus acciones en pro de la comunidad. Y es que ellas representarán siempre las ideas, directrices intelectuales y propósitos de sus respectivos propietarios o controladores, sean éstos grupos ideológicos, religiosos, políticos o económicos.

También puede haber universidades estatales que no sean públicas. Por ejemplo, cuando bajo la dictadura quedan al mando arbitrario de un interventor, o cuando su control lo toma una burocracia corporativa, que ahogue la libertad del espíritu; o cuando la comunidad universitaria se enclaustra en un lenguaje y en prácticas incomprensibles para la ciudadanía; o cuando en esa comunidad no existe una fe, un discurso y una acción articulados sobre la misión de la universidad y sus desafíos y exigencias,  y se da paso a la picardía, a la mediocridad y a las formas solapadas de corrupción, que identifican el bien de la institución con el bien personal, y que llevan a la desmoralización, al olvido de los intereses públicos, y al relativismo de los principios. En todos estos casos hay un secuestro, una privatización y, por tanto, la liquidación de lo público. Y nadie está facultado para privatizar la universidad pública, ni por medio de dinero, ni esgrimiendo causas nobles, ni por intereses personales o corporativos.

Quien haya tenido la oportunidad de respirar el aire de una universidad pública sentirá en su espíritu, más allá de sus convicciones políticas o ideológicas, aquella belleza abstracta y resplandeciente de la acción que no responde a amo alguno. Esa sensación de vivir en un ambiente en que se contribuye a preservar la independencia intelectual de la nación, en que se educa para la libertad y para hacer a los ciudadanos responsables de sus propios actos, y en que se premia el mérito y se promueve la cohesión social.

Respirando ese aire refrescante, sometiéndose a esas exigencias y gozando de la belleza del conocimiento y de la cultura se deben seguir formando las futuras elites dirigentes del país. Esto es lo que hace necesario e insustituible a la universidad pública, y plantea el desafío de hacer conciente su justificación y sus raíces. El resultado es un país más lúcido y solidario.

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