Modernización y cambio cultural De lo señalado hasta aquí puede inferirse, en primer lugar, que la disputa que estamos perfilando adquiere plena visibilidad social en los años inmediatos al centenario -de esa época, por lo demás, datan el auge del cinematógrafo, la masificación del teatro, el aumento sustantivo en la educación de la mujer. En segundo lugar puede inferirse que se trata, en gran medida, de una disputa por orientar (o frenar) el proceso de modernización. Nos interesa, por ende, asomarnos a este último proceso desde una doble perspectiva: desde un punto de vista sociológico y desde un punto de vista fenomenológico. La acelerada modernización que se da en el país en las primeras décadas del siglo veinte se manifiesta en el plano económico, político y social, pero también -sobre todo en las ciudades- en la vida cotidiana, en el uso del tiempo libre y en las costumbres. Son años, durante el ciclo salitrero, en los que tiene lugar un desplazamiento progresivo de trabajadores desde el campo hacia la ciudad y el norte del país. Paralelamente se incrementa la inmigración de alemanes y europeos al sur. La emergencia y visibilidad de nuevos actores sociales (artesanos, obreros y fundamentalmente estudiantes y capas medias) van configurando un escenario cultural y político distinto. La escuela, el liceo y la universidad son los espacios en que se articula -con creciente presencia femenina- la mesocratización del país y el imaginario fiscal. Por primera vez la mayoría de los intelectuales y escritores tienen apellidos que no figuran en las gestas de la Independencia, ni en la lista de los próceres del siglo diecinueve. En Santiago, como señalamos en el primer capítulo, los tranvías eléctricos, las obras de alcantarillado, los teléfonos, el cine, el alumbrado público, la masificación de la zarzuela y del folletín, el primer vuelo en aeroplano, los automóviles y los primeros vehículos de transporte con motor a gasolina, son algunas de las novedades del período. El cinematógrafo, como se desprende del aviso que reproducimos (publicado originalmente en un número de la revista Zig-Zag de 1910), tuvo un carácter emblemático con respecto a la modernización (como hoy día lo tiene, por ejemplo, el computador y la informática respecto a la globalización) y trajo consigo un cambio importante en el uso del tiempo libre en las grandes ciudades. El cine (mudo) simboliza en esos años la vida moderna. A partir de 1910 se realizan en Chile varias películas, la mayoría cortometrajes, algunos documentales de actualidad o costumbristas, pero también argumentales de corte nacionalista e histórico-romántico. Todos, por supuesto, muy rudimentarios. En 1915, a raíz de la primera guerra mundial, llega al país el cineasta italiano Salvador Giambastiani, que será hasta su muerte gran promotor de actividades cinematográficas. La joven Gabriela Bussenius (vinculada sentimentalmente a Giambastiani) realiza la película La agonía de Arauco, estrenada en 1917; además de ser la primera mujer que participa en la incipiente cinematografía chilena, crea y dirige las revistas Pantalla y bambalinas, y Cine Magazine.(63) La actividad cinematográfica y el teatro se retroalimentan. Se filman películas en base a textos teatrales (adaptación del juguete cómico Don Lucas Gómez); actores y dramaturgos destacados de esos años incursionan en la pantalla (Pedro Sienna y Antonio Acevedo Hernández, entre otros); algunas salas teatrales de Santiago funcionan como cine (el caso del teatro Variedades asociado al biógrafo Kinora). Pero lo nuevo no sólo habla a través de la ciencia y de la técnica canalizadas en la industria de la entretención, también se hace patente a través de gestos, actitudes y estilos intelectuales. Se expresa en algunas mujeres que participan plenamente en la aventura creativa e intelectual -más allá de una presencia ocasional en tertulias y salones- (Amanda Labarca, Gabriela Bussenius, Iris Echeverría y Gabriela Mistral, entre otras). Habla también a través de un tipo diferente de intelectual, un intelectual rebelde y cosmopolita que se abre a las nuevas estéticas europeas (Vicente Huidobro), o un intelectual también rebelde e iconoclasta que articula lo nuevo con lo nacional popular (Pablo de Rokha); se manifiesta, además, en un periodismo distinto, de estilo desenfadado y desmistificador ( Joaquín Edwards Bello); habla, por último, a través de la bohemia y de la efervescencia estudiantil, ácrata o popular, esa efervescencia que vociferó el cortocircuito entre el conventillo, la cuestión social y la belle époque criolla (Víctor Domingo Silva, Carlos Pezoa Véliz, Domingo Gómez Rojas, Alejandro Venegas y Luis Emilio Recabarren, entre otros). El cambio cultural se dio asimismo en las costumbres. A raíz del alboroto que provocaron en la sociedad santiaguina más tradicional los primeros clubes de señoras, Joaquín Díaz Garcés delineaba en una crónica la transformación experimentada en la vida de las mujeres ("Actividades femeninas" en Páginas de Angel Pino, 1916). Constataba un cambio desde aquellas señoras de la época del mate en leche, del brasero encendido, de la alucena aromática en los dormitorios" a la época de las "señoras del cocktail, del bridge y del voto femenino". Desde los tiempos en que las damas "oían la misa a diario, iban a una que otra toma de hábito y se llenaban de dulces de almíbar", hasta "hoy día" (1916) "en que encontramos oxígeno en el pelo, inyecciones en el cutis, literatura en la cabeza y corsé en todo el cuerpo. El salto -señalaba Díaz Garcés- ha sido violento". No cabe duda que en los primeras décadas se dio un acelerado proceso de modernización en distintos planos (con excepción tal vez de la institucionalidad política), y que este proceso conlleva un nuevo escenario cultural. No en balde, el año veinte fue percibido en el imaginario de entonces, como un año emblemático de la modernidad. Durante esas décadas ocurrió un fenómeno que ocurre con todos los procesos de modernización acelerados : la modernidad fue multiplicando su tejido a expensas o en tensión con la sociedad y la cultura tradicional.(64) Cuando hablamos de modernidad nos referimos tanto a la modernización económico-social como a la experiencia vital de quienes viven estos procesos. Se trata de una experiencia vital contradictoria, puesto que la modernización y el cambio ofrecen para los individuos oportunidades nuevas, pero conllevan también, sobre todo para las comunidades más tradicionales, grandes peligros y desafíos. La disputa cultural entre un pensamiento social operante y una postura contestataria -que hemos documentado y examinado latamente a lo largo de este capítulo- se encuentran en el vértice de esta tensión, tensión que sólo se irá aminorando en la medida que el cambio cultural y lo nuevo dejen de serlo (y se vayan integrando a la tradición), con lo cual el conflicto se renovará pero ahora con otras características y en otra dirección. |