(Fragmento de una conferencia leída
en el Ateneo de Madrid, el año 1921 ).
Aparte de la significación gramatical del lenguaje,
hay otra, una significación mágica, que es la única que nos interesa. Uno es el
lenguaje objetivo que sirve para nombrar las cosas del mundo sin sacarlas fuera de su
calidad de inventario; el otro rompe esa norma convencional y en él las palabras pierden
su representación estricta para adquirir otra más profunda y como rodeada de un aura
luminosa que debe elevar al lector del plano habitual y envolverlo en una atmósfera
encantada.
En todas las cosas hay una palabra interna, una palabra latente y que está
debajo de la palabra que las designa. Esa es la palabra que debe descubrir el poeta.
La poesía es el vocablo virgen de todo prejuicio; el verbo creado y creador,
la palabra recién nacida. Ella se desarrolla en el alba primera del mundo. Su precisión
no consiste en denominar las cosas, sino en no alejarse del alba.
Su vocabulario es infinito porque ella no cree en la certeza de todas sus
posibles combinaciones. Y su rol es convertir las probabilidades en certeza. Su valor
está marcado por la distancia que va de lo que vemos a lo que imaginamos. Para ella no
hay pasado ni futuro.
El poeta crea fuera del mundo que existe el que debiera existir. Yo tengo
derecho a querer ver una flor que anda o un rebaño de ovejas atravesando el arco iris, y
el que quiera negarme este derecho o limitar el campo de mis visiones debe ser considerado
un simple inepto.
El poeta hace cambiar de vida a las cosas de la Naturaleza, saca con su red
todo aquello que se mueve en el caos de lo innombrado, tiende hilos eléctricos entre las
palabras y alumbra de repente rincones desconocidos, y todo ese mundo estalla en fantasmas
inesperados.
El valor del lenguaje de la poesía está en razón directa de su alejamiento
del lenguaje que se habla. Esto es lo que el vulgo no puede comprender porque no quiere
aceptar que el poeta trate de expresar sólo lo inexpresable. Lo otro queda para los
vecinos de la ciudad. El lector corriente no se da cuenta de que el mundo rebasa fuera del
valor de las palabras, que queda siempre un más allá de la vista humana, un campo
inmenso lejos de las fórmulas del tráfico diario.
La Poesía es un desafío a la Razón, el único desafío que la razón puede
aceptar, pues una crea su realidad en el mundo que ES y la otra en el que ESTÁ SIENDO.
La Poesía está antes del principio del hombre y después del fin del
hombre. Ella es el lenguaje del Paraíso y el lenguaje del Juicio Final, ella ordeña las
ubres de la eternidad, ella es intangible como el tabú del cielo.
La Poesía es el lenguaje de la Creación. Por eso sólo los que llevan el
recuerdo de aquel tiempo, sólo los que no han olvidado los vagidos del parto universal ni
los acentos del mundo en su formación, son poetas. Las células del poeta están amasadas
en el primer dolor y guardan el ritmo del primer espasmo. En la garganta del poeta el
universo busca su voz, una voz inmortal.
El poeta representa el drama angustioso que se realiza entre el mundo y el
cerebro humano, entre el mundo y su representación. El que no haya sentido el drama que
se juega entre la cosa y la palabra, no podrá comprenderme.
El poeta conoce el eco de los llamados de las cosas a las palabras, ve los
lazos sutiles que se tienden las cosas entre sí, oye las voces secretas que se lanzan
unas a otras palabras separadas por distancias inconmensurables. Hace darse la mano a
vocablos enemigos desde el principio del mundo, los agrupa y los obliga a marchar en su
rebaño por rebeldes que sean, descubre las alusiones más misteriosas del verbo y las
condensa en un plano superior, las entreteje en su discurso, en donde lo arbitrario pasa a
tomar un rol encantatorio. Allí todo cobra nueva fuerza y así puede penetrar en la carne
y dar fiebre al alma. Allí coge ese temblor ardiente de la palabra interna que
abre el cerebro del lector y le da alas y lo transporta a un plano superior, lo eleva de
rango. Entonces se apoderan del alma la fascinación misteriosa y la tremenda majestad.
Las palabras tienen un genio recóndito, un pasado mágico que sólo el poeta
sabe descubrir, porque él siempre vuelve a la fuente.
El lenguaje se convierte en un ceremonial de conjuro y se presenta en la
luminosidad de su desnudez inicial ajena a todo vestuario convencional fijado de antemano.
Toda poesía válida tiende al último límite de la imaginación. Y no sólo
de la imaginación, sino del espíritu mismo, porque la poesía no es otra cosa que
el último horizonte, que es, a su vez, la arista en donde los extremos se tocan, en donde
no hay contradicción ni duda. Al llegar a ese lindero final el encadenamiento habitual de
los fenómenos rompe su lógica, y al otro lado, en donde empiezan las tierras del poeta,
la cadena se rehace en una lógica nueva.
El poeta os tiende la mano para conduciros más allá del último horizonte,
más arriba de la punta de la pirámide, en ese campo que se extiende más allá de lo
verdadero y lo falso, más allá de la vida y de la muerte, más allá del espacio y del
tiempo, más allá de la razón y la fantasía, más allá del espíritu y la materia.
Allí ha plantado el árbol de sus ojos y desde allí contempla el mundo,
desde allí os habla y os descubre los secretos del mundo.
Hay en su garganta un incendio inextinguible.
Hay además ese balanceo de mar entre dos estrellas.
Y hay ese Fiat Lux que lleva clavado en su lengua.