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YO
Nací el 10 de enero de 1893.
Una vieja medio bruja y medio sabia predijo que yo sería un gran
bandido o un grande hombre.
¿Por cuál de las dos cosas optaré? Ser un bandido es
indiscutiblemente muy artístico. El crimen debe tener sus deliciosos atractivos.¿Ser un
grande hombre? Según. Si he de ser un gran poeta, un literato; sí. Pero eso de ser un
buen diputado, senador o ministro, me parece lo más antiestético del mundo.
Después de pasar por algunos de esos graciosísimos colegios en que
una doña Mariquita o doña Zoila o doña Carmelita, nos enseñan y nos doctoran en
Silabario y nos amarran los pantalones cada vez que vamos para adentro, pasé al
colegio de los jesuitas.
Ahí sufrí mi primer desengaño. Había creído que los sacerdotes
eran siempre gente dulce, amable y cariñosa, que dan caramelos, santitos y medallitas,
como los había visto en mi casa, llenos de afabilidad y suavidad, llenos de cordero
pascual, y me encontré con unos padres enojones, estrictos, iracundos y muy castigadores.
Habían caído ante mi vista los vellones de oveja, dejando en su lugar a unos géneros
negros y severos.
En vez de caramelos, santitos y medallitas, había pésimas, arrestos
y algo muy misceláneo que consistía en afirmarse en los pilares en los tiempos de recreo
o vigilar la puerta del padre prefecto como los guardas de la Moneda.
Los dos primeros años fui estudioso y aprovechado, después me boté a
flojo, con excepción de los ramos que no eran matemáticas, hasta el cuarto año de
humanidades en que volví por mis perdidos fueros.
Estudié muy bien la literatura, y en el examen obtuve una distinción,
lo cual era perfectamente injusto, pues había sido el primero de mi clase y no cometí un
solo error.
En el examen de Historia obtuve dos distinciones. Ahí aprendimos que
Isabel de Inglaterra fue una mala reina; que Felipe II, aquel hombre repugnante, de alma
negra y estúpido como un histrión, que murió en el Escorial, lleno de piojos y oliendo
a letrina, había sido un gran rey; que la Inquisición era una obra santa, y Maquiavelo
era un bandido.
Los padres jesuitas no se dan cuenta que atacan a Loyola cada vez que
atacan a Maquiavelo.
Ese año tuvimos un charadesco profesor de francés que llegaba tarde a
la clase todos los días y con la cara amarrada.
En mis nueve años de colegio conocí muy bien el espíritu de los
padres jesuitas, por eso sé odiarlos, quererlos y admirarlos. Odiar a algunos por
intrigantes, por chismosos y por espías, porque siempre en sus palabras había algo de
traición, de sombra y de olor a subterráneo. Querer a otros por ser hombres, buenos,
rectos, sin dobleces, almas sin arrugas, amplios y comprensores de todas las cosas de la
vida. Admirarlos a todos porque son una falange macedónica, una máquina infernal,
insuperables en la guerra.
Creo que nadie los ha calificado tan admirablemente bien como Santa
Teresa de Jesús cuando escribía desde Toledo a la Priora del convento de Sevilla, Sor
María de San José, el 26 de noviembre de 1576 y le recomendaba tomaran a los padres
jesuitas como directores espirituales. La carta dice así:
"No será poco bien si el Rector de ahí, el P. Acosta, se
quisiere encargar de la dirección espiritual del Convento como dice; y así para muchas
cosas sería gran ayuda. Más quieren que les obedezcan; y así lo haga,
que, aunque alguna vez no nos esté tan bien lo que dicen, por lo mucho que importa
tenerlos, es bien pasarlo. Busque cosas que les consultar, que son muy amigos de
esto" (1).
Ese párrafo me parece una ironía digna de Voltaire o de Anatole
France. Es admirable.
Ahí está condensado todo el carácter de los jesuitas: su sed de
mando, y su afán de ser consultados para pontificar y darse humos de sabios.
El año siguiente entré a quinto año de humanidades. Estudié
Historia Literaria y supe que Víctor Hugo había sido un sinvergüenza, un cochino, un
asno, un canalla, un cerdo, un borracho, etc., etc. Ante un juicio crítico tan profundo y
convincente no había más que inclinarse. ¡Qué cosas dice ese padre Ladrón de Guevara!
Dios le haya perdonado. ¡Y qué texto el de don Rodolfo Vergara Antúnez! Dios conserve
su inocencia. Allí aprendimos que un padre Tira... creo que Tirabosky, jesuita, había
llenado su siglo con su nombre. Y esto no lo dice el padre Hurtado, digo Ladrón, sino nos
lo decía el profesor, un padre muy simpático y con una meliflua voz de corista de
opereta.
Este padre gorjeaba las clases de Literatura y se sabía muchas cosas
antiguas de memoria.
También ese año entramos a una especie de Academia Literaria en que
se hacían discursos y poesías sobre Prat, el Papa, San Martín, el telescopio, Dios,
Rancagua, Chacabuco, el fonógrafo. El telescopio, que permite ver tantas estrellitas de
colores, el fonógrafo, que nos regala los oídos con tanta música bonita como hay en
este mundo que tuvo que ser creado por Dios, porque de lo contrario ¿cómo se habría
creado solo? etc., etc.
¡Ah! Bendito telescopio, ¿cuántas veces me hiciste ver estrellas?
Ese mismo año, a la mitad del curso, me salí del colegio.
Mi salida de los jesuitas es digna de contarse: Un buen día del mes de
junio el R. P. Rector me mandó llamar. Yo estaba en el estudio cuando llegó un Hermano y
me dijo:
-El padre Rector le necesita; está en su aposento.
-Allá voy, hermano, le respondí. Y llegué a la pieza del padre
Rector. Golpeo. ¿Se puede entrar? Y una voz entre mística e inquisitorial, dice desde
adentro: Adelante.
Estaban allí reunidos, además del Rector, mi confesor y el padre
Prefecto.
Entro. Y el R. P. Rector, jugando con los dedos entre el rosario, con
un caramelo en la boca y bajando los ojos y luego clavándolos en mí de vez en vez, me
dice:
-Hijo mío, tengo contra ti una acusación grave.
-¿Cuál es, padre?, fue mi respuesta.
-Dicen por ahí que tú lees a Zola y le haces propaganda entre los
niños de tu curso.
-Falso, reverendo padre, yo nunca he leído a Zola, únicamente conozco
las críticas de Clarín sobre sus novelas y de ellas he hablado, lo cual es muy
diferente.
-Sin embargo, quien me lo ha dicho no miente.
-Que lo diga delante de mí.
Durante este diálogo el padre Prefecto hacía gestos con los ojos y la
boca, movía la cabeza, golpeaba el suelo con el pie y mi confesor, un padre muy
simpático e inteligente, a quien siempre he querido, me miraba con ojos cariñosos. Luego
se marchó.
Yo quedé ante los otros dos y volví a decir:
-Que lo diga en mí presencia.
-No es necesario, replicó el Rector bajando la vista, cuando se habla
mucho de una cosa algo hay.
-Es que a mí me parece que no se debe hacer caso de las murmuraciones.
-Hay un refrán castellano que dice: Río que suena, lleva piedras.
Aquí mi desprecio llegó a su colmo, y con toda la indignación de que
era capaz le respondí:
-Es el único refrán que nunca puede estar en labios de un jesuita
porque desde que se fundó la Compañía de Jesús hasta el día de hoy que se habla mal
de ella, luego río que suena lleva piedras.
Ante tan imprevista y verdadera respuesta el pobre padre quedóse
patitieso y yo comprendiendo mi papel salí de su aposento, fui al estudio, tomé mi
sombrero y salí del colegio, cuidando antes de avisarle a mi confesor la determinación
que había tomado de no permanecer un día más en el colegio con una calumnia encima. El
padre me aconsejó que aquello no era prudente, que aguardara tranquilo, pero yo no hice
caso y me marché a mi casa.
Y aquí una nota psicológica para Monsieur Le Bon. Yo que en realidad
no había leído a Zola, después de aquello me entró curiosidad y lo leí y pude admirar
sus maravillosas novelas, sus cuadros titánicos que parecen de un Miguel Angel novelista,
y me reí de sus pigmeos enemigos aunque no esté del todo de acuerdo con sus ideas
estéticas.
A los pocos días de mi salida del colegio llegó una carta del padre
Prefecto, que hasta hoy conservo, en que decía a mis padres que yo podía volver al
colegio. Buen cuidado tuve de no volver jamás.
Sin embargo, de todas estas cosas y muchas otras más, guardo para
algunos padres del colegio gran cariño y profundo reconocimiento. Para esos padres que
poseen la dulzura de Cristo, cuyas almas amplias, comprensivas y serenas son como una
página de Biblia, no para los otros, almas obscuras, fanáticos, ridículos e
intransigentes en cuyos ojos fulguran todavía las Hogueras de la Inquisición.
Muchas veces he pensado cómo sufrirán los padres de verdadero talento
y sabiduría entre esa manada de vejigas infladas de estupidez y de ignorancia. ¡Cómo se
revelarán sus almas nobles contra ese ambiente de mentiras en que envuelven a los
muchachos!
Entre esas mentiras voy a narrar unas cuantas tomadas al azar.
Se les cuentan a los niños los milagros de San Ignacio. Uno de ellos
el famoso milagro de la gallina. Que una vez el Santo Padre Ignacio vio a una niñita
llorando porque se le había caído una gallina a un pozo y se había ahogado. San Ignacio
compadecido bendice el pozo, suben las aguas y saca la gallina y la resucita. Yo me tengo
por cierto que esta gallina era hermana de aquel hermano lobo que domesticó el santo de
Asís.
Ese es el famoso milagro de la gallina.
Y así como ese nos contaban muchos otros.
Ahora vamos a la verdad histórica y absoluta. El padre Rivadeneira,
contemporáneo de San Ignacio y que fue su mano derecha, dice en la Vida del santo
que Dios Nuestro Señor no quiso honrar con milagros a San Ignacio ni en vida, ni en
muerte.
Esto puede leerlo el que quiera.
Para comprobar ese ambiente de falsedad y de engaño en que viven los
alumnos, añadiré dos casos más.
1º En cierta ocasión me dieron una estampa que representaba la muerte
de San Ignacio y en la cual aparecía un cardenal administrándole los últimos
sacramentos. Esto es falsear la Historia.
San Ignacio murió sin que se le alcanzaran a administrar los últimos
auxilios religiosos según puede leerse en carta escrita por el padre Polanco al padre
Rivadeneira en que narra la muerte del santo. Como también es falso que haya estado
presente un cardenal, porque si bien es cierto que el cardenal Tarasio se encontraba
allí, era entonces un muchacho y fue nombrado cardenal más de treinta años después de
muerto Loyola.
2º Mucho hablan los padres jesuitas de la obediencia, dicen que San
Ignacio les enseñó a ser hijos de obediencia, pues para ser obedecidos hay que
saber obedecer.
También dicen que San Ignacio predicó, no sólo con la palabra
sino con los hechos, la obediencia de inferior a superior.
Esto resulta cómico. No puede negarse que Loyola predicara la
obediencia, pero sí negamos que la practicara. Y vayan los hechos.
Después de recibir los fundadores de la Compañía la Bula de su
constitución del Papa Paulo III, se tomaron la libertad de discutirla, corregirla y
aceptar lo que les parecía bien y rechazar lo que les parecía mal como lo prueba este
documento de 4 de marzo de 1541:
"Queremos que la Bula sea reformada, id est, quitando o
poniendo, o confirmando, o alterando cerca de las cosas en ella contenida, según
que mejor nos parezca y con estas condiciones queremos y entendemos de hacer
voto de guardar la Bula".
He aquí un modelo de obediencia. Esto prueba que el inconmensurable
orgullo de los jesuitas es herencia atávica.
Y véase ahí cómo el Santo Padre Ignacio obedecía al Romano
Pontífice.
Esto es histórico. Creo que nadie pretende negarlo.
Alguien a quien leía esto me decía que los jesuitas eran temibles
como enemigos. Yo no les temo. Los he conocido algo de cerca... y me tienen muy sin
cuidado.
Sé que ellos, en un gesto grotescamente cómico, han pretendido hacer
célebre a más de un fantoche de la política o de las letras. No aspiro a celebridad de
conventos, a renombre entre sacristanes, ni inmortalidad entre beatas... No pretendo que
mi retrato ande oliendo aposentos de legos, ni que mi nombre pase entre los dientes
postizos de cuatro viejas, de esas que mueren a los ochenta años, de cólera infantil.
¡Por mucho que ensalcen los jesuitas a García
Moreno (es un ejemplo), siempre quedará en la Historia como un tirano vulgar y mediocre!
Quizás me equivoque y hayan también Tiranos Santos, como hay
Crímenes Santos, crímenes que se cometen en nombre de Dios. El Santo Crimen de la
Bendita Inquisición.
Pero dejemos tranquilos a los padres jesuitas y pasemos a otra cosa,
advirtiendo antes que siempre guardo para algunos de ellos gran cariño, como para otros,
todo el desprecio que me queda libre.
Una vez salido del colegio, pude dedicarme con más tiempo a la
Literatura y al arte en general.
Aquel año, por adelantar curso, di once exámenes de los cuales
aprobé diez.
Obtuve en Filosofía primer año, dos distinciones y en Filosofía
segundo año, tres distinciones. Ambas votaciones eran justas, pues había
estudiado la Filosofía con verdadero interés.
En Latín obtuve dos distinciones, lo cual era perfectamente injusto,
pues apenas sabía para tres blancas.
Obtuve en Historia Literaria dos distinciones, lo cual era
perfectamente injusto, pues sabía y contesté para tres distinciones.
Los demás exámenes, alternando entre una negra y tres blancas, los
aprobé todos, menos uno que creo fue Química. Esos no me importaban.
Estas cosas tan de colegial no tenía para qué decirlas, pero como
hube de narrar mi vida de estudiante...
Y ahora entro de lleno en mi corta vida literaria y de hombre.
Empezaré por decir que desde hace cinco años, o sea desde los quince,
leo generalmente seis horas diarias. Al principio leí con desorden, leía por leer,
después poco a poco he aprendido a leer, estudiando y sacando de la lectura observada el
mayor provecho posible.
Siempre he encontrado en mi madre un apoyo entusiasta para mis
aficiones de arte.
Recuerdo una anécdota que para mí tiene singular encanto:
Tenía yo más o menos doce años y escribí una composición en
versos, la primera de mi vida, que se titulaba "Eso soy yo". Como había leído
muchos versos, tenía el oído algo acostumbrado y casi ningún verso cojeaba. Se los leí
a mi madre. Ella se admiró de la armonía, pero encontraba que las ideas eran muy
repetidas y los guardó para corregírmelos.
Al otro día me los entregó corregidos. Yo los leí, y recuerdo que
ingenuamente me reía con ella al ver que, si bien era cierto que las ideas eran más
románticas y poéticas, los versos estaban casi todos cojos. Este era mi mayor placer,
ver que ella tenía ideas más bonitas, pero no podía metrificarlas. ¡Qué blancas
ingenuidades aquellas!
Y ya que se trata de mostrar mi espíritu tal como es completamente al
desnudo, haré gala dé mi sinceridad.
Soy feliz, exceptuando la gran tristeza del Arte y su dolorosa
inquietud.
Me casé a los diez y nueve años. Amo sobre todas las cosas de la vida
a mi esposa y a mi hija, después a mi madre y a mi padre. Creo que esto es una
perogrullada dentro del humano querer.
Tengo completa fe en mí mismo. Tengo tal seguridad de las cosas que
hago que, si el mismísimo señor D'Annunzio me atacara literariamente, lo sentiría mucho
por él.
He publicado dos libros: "Ecos del Alma", poesías de
los diecisiete años, y "La Gruta del Silencio".
El primero es un libro romántico, demasiado retórico y hueco. Sin
embargo, no ha faltado imbécil que cante su superioridad sobre "La Gruta del
Silencio".
Este segundo libro es de todo mi agrado. Ha sido muy discutido. Armando
Donoso, que hizo el Prólogo, le encontró a ciertas partes del libro influencias de
Rollinat, a quien no tenía el gusto de conocer, ni de nombre.
Algunos críticos que leyeron esto de Donoso lo han repetido como
borregos.
Max Jara, con su clara inteligencia de verdadero artista y de maestro,
supo negar muy bien todas esas falsas influencias que algunos niños quisieron adivinar en
mi obra.
Con esto no quiero decir que Donoso no sea artista. Sí que lo es. Pero
en este caso se equivocó, acaso por ese marcado afán de desenterrar influencias de
autores raros; cuanto más raros y desconocidos, mejor.
Yo desafío que me muestren esas influencias.
He perseguido mucho la originalidad por el estudio de mí mismo, por la
auscultación de mis más mínimas impresiones. Y tengo plena conciencia de haberla
conseguido.
Mi poesía, como muy bien lo advirtió Max Jara, no es la poesía de un
influenciado, sino la de uno que ha estudiado y sentido la poesía universal.
En mis versos no hay sensaciones reflejas, recibidas por intermedio de
otro autor, sino recibidas directamente de la naturaleza misma.
Esto lo aseguro y lo sostengo ante quien quiera.
Ahora claro está que todos los poetas por muy originales que sean,
hasta el mismo Baudelaire, Verlaine y Mallarmé, han llegado a su originalidad por medio
del conocimiento de todas las Literaturas. ¡Porque la originalidad absoluta no existe!
Pero yo no he sentido la gran incomprensión de mi libro. Muy al
contrario me agrada sobremanera.
Lo único que deseo para mis libros es el aplauso de unos cuantos, de
esos exquisitos, de esos refinados y quintaesenciados cuyo espíritu alcanza hasta las
mayores sutilezas y observaciones, y el ataque rudo de la noble mediocridad imperante en
estas tierras.
Quiero que mis libros queden muy lejos de la visual de las multitudes y
del vientre de la sana burguesía.
"La Gruta del Silencio" debió aparecer mucho después
que "Canciones en la Noche" que contiene versos del año 1912 que no
están con mi manera actual, exceptuando algunos pocos. Tal vez los tres últimos.
"La Gruta del Silencio" apareció antes por cuestiones
de la impresión.
Este libro lo publico sólo por el capricho de tener unos cuatro libros
a los veinte años. Capricho ingenuo, pero capricho.
Espero que este libro no caiga en manos de Celui qui ne comprend
pas.
Obras en proyecto tengo muchas, pero no quiero hablar de ellas.
Este año, 1913, escribí una comedia en colaboración con Gabry Rivas
"Cuando el amor se vaya" que fue estrenada por la compañía Díaz de la
Haza con gran aplauso del público. No así de la crítica que vio en ella muchas
reflexiones y bellas ideas, pero poco movimiento.
He fundado dos revistas literarias, "Musa joven" y
"Azul".
La muerte de cada una de ellas ha sido para mí un gran dolor.
Cuando Rubén Darío anunció su venida a Chile escribí un entusiasta
artículo crítico sobre su obra, lleno de sinceridad y de fervor, del cual publiqué un
fragmento en el número de "Musa joven" que le dediqué a él.
Allí también apareció una poesía mía, "Apoteosías"
sobre Darío, muy mala y que algunos encontraron muy buena.
En Literatura me gusta todo lo que es innovación. Todo lo que es
original.
Odio la rutina, el cliché y lo retórico.
Odio las momias y los subterráneos de museo.
Odio los fósiles literarios.
Odio todos los ruidos de cadenas que atan.
Odio a los que todavía sueñan con lo antiguo y piensan que nada
puede ser superior a lo pasado.
Amo lo original, lo extraño.
Amo lo que las turbas llaman locura.
Amo todas las bizarrías y gestos de rebelión.
Amo todos los ruidos de cadenas que se rompen.
Amo a los que sueñan con el futuro y sólo tienen fe en el porvenir
sin pensar en el pasado.
Amo las sutilezas espirituales.
Admiro a los que perciben las relaciones más lejanas de las cosas. A
los que saben escribir versos que se resbalan como la sombra de un pájaro en el agua y
que sólo advierten los de muy buena vista.
Y creo firmemente que el alma del poeta debe estar en contacto con el
alma de las cosas.
Y ¿qué más puedo hablar de mis ideas? Creo que todas ellas están
diseminadas en mis artículos y estudios y fácilmente pueden adivinarse en mis versos.
Pero diré que no se crea que desprecio el pasado. No. Repruebo el que
sólo se piense en él y se desprecie el presente, pero yo amo el pasado.
Para mí no hay escuelas, sino poetas. Los grandes poetas quedan fuera
de toda escuela y dentro de toda época. Las escuelas pasan y mueren. Los grandes poetas
no mueren nunca.
Yo amo a todos los grandes poetas. Homero, Dante, Shakespeare, Goethe,
Poe, Baudelaire, Heine, Verlaine, Hugo.
Esas, son las cumbres que se pierden en el Azul. Entre esas cumbres hay
muchas más pequeñas y hay muchos abismos.
Yo amo las grandes cumbres y los grandes abismos. Lo que da vértigo.
Mirando a esas grandes montañas no se ve la cúspide.
Mirando a esos grandes abismos no se ve el fondo.
Por eso los miopes bufan.
Mientras menos ojos nos alcancen, más alto o más hondo vamos.
En mi corta vida literaria he sido muy querido y muy odiado. ¿Puede
darse mayor triunfo?
He tenido muchos enemigos y muchos amigos.
He tenido enemigos que se han dado el trabajo, alentados por la
envidia, de ir a desacreditarme, uno por uno, ante muchos pobres inocentes. Generalmente
les ha salido mal el juego de la mano negra, pues casi todos se quedan compadeciéndolos y
muchas veces me lo cuentan a mí mismo.
A estos enemigos míos les he arrojado, como un pedazo de pan, el
desprecio que me ha sobrado de otros desprecios más importantes.
Cuando las locomotoras resbalan su majestad devorando las distancias,
infinidad de quiltros salen a ladrarles. Tanto me han ladrado a mí los quiltros
literarios que tengo derecho a sentirme locomotora... literaria.
Nunca he, podido comprender la envidia. Acaso sea porque mi gran
orgullo me impide envidiar a nadie.
¡Bendito orgullo
Siempre he tenido la seguridad de que yo haré mi obra y llegaré al
Triunfo; por eso no temo gritar alabanzas con todos mis pulmones a los que creo las
merecen.
Si ellos hacen su obra, yo también haré la mía. Si ellos llegaran al
Triunfo, yo también estoy seguro de llegar.
Qué triste debe ser esto para los que se sienten sin fuerzas, se
sienten impotentes, para los eunucos del arte que se miran y no ven nada... ¡Bien se les
puede perdonar su envidia!
Algunas veces he sentido verdaderos disgustos literarios. Cuando
nombraron príncipe de los poetas franceses a Paul Fort y no a Francis Jammes o a Jules
Rornain.
Cuando Rubén Darío se ocupó en un artículo de la suntuosa mediocridad
de don Alberto del Solar. Y otras veces que no recuerdo.
Lo único que he comprobado hasta ahora es que la estupidez humana es
inconmensurable, infinita, grandiosa, elocuente, avasalladora, apocalíptica.
Que basta ser imbécil para ser amado y respetado y escuchado, para
surgir, para ser diputado, senador, ministro, presidente, director de diario y miembro de
respetables academias. Leer a don Juan Antonio Cavestany.
Que Dostoievski, Zola, Verlaine,
Baudelaire, Poe, France, D'Annunzio, Hermant, Darío, siempre serán unos estúpidos,
mientras Sielikiewiez, Oliuet, Isaacs, Salgari, Braerneii, Nuñez de Arce y Quintana serán
genios. ¡Este párrafo viene a comprobar el párrafo anterior!
Que si algún día se le ocurriera al mísmisimo Dios la
humorada de escribir un libro de versos sin que los mortales supieran que eran suyos, esos
versos serían muy inferiores a los de Homero, Virgilio, Horacio, Dante, Milton y hasta
los de Fray Luis de León, de Herrera, Calderón y Lope. Todos caerían allí. Sería
gracioso desde el mismísimo don Marcelino Menéndez Pelayo,
Faguet y Lernaitre hasta el inofensivo y simpatiquísimo señor Omer Emeth
Y cuando por otra humorada de ser Satanás supieran el nombre del autor
¡qué azoramiento más trágicamente cómico, qué disculpas más resaladas. Claro, el
señor Menéndez Pelayo lo había leído muy a la ligera por estar ocupadísirno en un
profundo estudio sobre Pereda y el señor Faguet había hablado de referencias, pues su
juicio sobre Musset lo tenía embotado y hasta el inocentísimo señor Omer Emeth se
habría pasado por alto las mejores partes, pues en esos días se encontraba muy atareado,
buscando galicismos, para un artículo sobre Hurtado Boine.
¡No habría un solo
valiente que, al menos por despecho, dijera que prefería con mucho las "Fleurs du
Mal" de Baudelaire o cualquiera de los "Poemes Satumiens" de Verlaine!
Los mismos ataques que, en poesía, recibiría Dios
si se pusiera a filosofar, sin su firma. Aquello no serviría para nada por no seguir las
huellas de Aristóteles, de San Agustín, Santo Tomás, Alberto Magno, del reverendísimo
padre Suárez y hasta no faltaría algún mochito que se acordara del padre Ginebra.
Hoy no creo firmemente en nada, estoy convencido que
los filósofos sólo dan palos de ciego y que la verdadera verdad sólo está en la
médula cerebral de Dios Nuestro Señor suponiendo que Dios exista.
Quiero ser un gran Sincero toda mi vida y vivir
convencido de que yo soy tonto para los tontos e inteligente para los inteligentes. |
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