EXPOSICIÓN
DE CARLOS ALEGRÍA
Continuando
su programa de divulgación de los valores plásticos nacionales,
la Sala del Ministerio de Edificación exhibe ahora un conjunto
de cuadros del pintor Carlos Alegría. Nacido en 1882, el estimable
maestro se formó en la enseñanza de Pedro Lira y, posteriormente,
en París, bajo la rígida férula de la Escuela de Bellas Artes.
Dotado de un temperamento sensible, pero no ciertamente audaz,
alcanzó Alegría a recoger sólo unos cuantos elementos externos
de la revolución impresionista, que no llegaron a modificar
hondamente su estilo. Son, sin embargo, tales medrosas fugas
hacia la libertad del color lo que hace atrayentes ante los
ojos contemporáneos a algunas de sus composiciones.
Se
desarrolló artísticamente Alegría en un momento difícil de
nuestra historia plástica, cuando recién empezaban a filtrarse
las innovaciones europeas de fines del siglo pasado en un
ambiente que no conocía sino los convencionalismos académicos.
Quien no poseyera un genio poderoso, por mucho que fuera su
talento particular, tenía que sufrir las limitaciones del
tiempo. A Carlos Alegría pertenece el mérito no escaso de
haber buscado, entre los primeros, la pintura de plein air.
Llegó a ella, no obstante, con las manos atadas por prescripciones
difícilmente superables. De ahí la debilidad de muchos de
sus paisajes, impregnados de un romanticismo sin vitalidad.
La pincelada no se atreve a interpretar con brío las formas
naturales y tiende a transformar la serranía en parque. No
hay identificación con la materia. Son estimables, en cambio,
las dos marinas que ahora se muestran, y que constituyen buenos
ensayos atmosféricos con delicadeza en el color. Cuesta de
Valparaíso posee un encanto de estampa romántica: sobre las
hierbas doradas por el estío, unos paseantes descansan a la
sombra de clásicos ramajes, mirando el puerto lejano y la
bahía.
No
es feliz Alegría en sus más ambiciosas figuras, salvo en el
retrato de doña Inés Echeverría de Larraín, ejecutado con
mano sensible y con espiritualidad. Menos todavía lo es en
sus desnudos, pobres de color y de dibujo apenas discreto.
Frente a esas pinturas se acrecienta el valor de composiciones
rápidamente ejecutadas -como Magdalena y Juventud-, que recogen
con delicioso recato la seducción de un instante del rostro
humano. En ellas, la debilidad misma de la arquitectura pictórica
contribuye a crear el encanto poético que las hace perdurables.
Son
dignas de mención otras cuantas telas, como Granadas -buena
academia realizada con gran economía de medios-, Puente de
París- -mancha minúscula de fluido impresionismo- y La Lectura.
No
hay un poderoso aliento creador que anime las obras de Carlos
Alegría. No hay en ellas real descubrimiento de la naturaleza,
ni una fuerte pasión por lo humano ni invención fantástica.
Pero, en todo caso, expresan una sensibilidad delicada, íntima,
que, sin llegar a la maestría, puede provocar en algunos instantes
felices un encantamiento verdadero.
Luis
Oyarzún Peña. La Nación,
15 agosto. 1953, p. 4