EXPOSICIÓN
DE LA ASOCIACIÓN CHILENA DE PINTORES Y ESCULTORES
La
Asociación Chilena de Pintores y Escultores congrega a no
pocos de los mejores artistas plásticos nacionales y ha cumplido
hasta ahora una importante labor de perfeccionamiento gremial
y de difusión artística. Sus exposiciones anuales, sin embargo,
no persiguen tanto el dar cuenta de los progresos de sus miembros
como el ofrecer una visión de conjunto de sus tendencias predominantes.
Nacida en calidad de institución de avanzada estética, la
Asociación ha llegado, al cabo de los años, a fundar -o confirmar-
una especie de tradición nueva, que se identifica con la enseñanza
de la Escuela de Bellas Artes. No son desestimables sus virtudes;
sus limitaciones han sido más de una vez señaladas. La primera
de aquéllas es, acaso, el refinamiento colorístico: la más
importante de estas últimas, la debilidad arquitectónica,
unida a un cierto esteticismo que suele complacerse demasiado
en los menudos experimentos de taller.
Bien
se ven tales méritos y angosturas en la discreta exposición
de este año, que ha sido tal vez organizada con excesiva prisa.
Entre las obras descollantes hay que citar en primer término
una de las acuarelas de José Balmes, naturaleza muerta finamente
modulada y desdibujada en el límite mismo de la abstracción.
Se trata de un juego sutil con el color; los objetos están
apenas sugeridos, con la intención de realzar las relaciones
puras de las superficies coloreadas que se funden en transiciones
casi imperceptibles. No están en cambio, ni con mucho, a la
altura de sus óleos las acuarelas de Reinaldo Víllaseñor,
quien no ha logrado resolver esta vez los problemas que surgen
de su colorismo sordo y de sus atmósferas y cielos angustiosos.
Aunque graciosas, no representan tampoco lo mejor de sus obras
las que expone Juan Egenau. Son, sin duda, buenas piezas de
decorativismo ilustrativo, pero el color es débil, sobre el
fondo bien definido del arabesco.
Entre
los mayores, Raúl Santelíces muestra una naturaleza muerta
de color ingrato y monótono, junto a una figura que expresa
su conocida tendencia a lo monumental. Los óleos de Sergio
Montecíno, después de su notable exposición reciente, resultan
insignificantes. Nada nuevo agrega, por su parte, a lo que
se conoce de esta pintora, la composición de María Luisa Señoret,
simple academia que le permite establecer armonías cálidas
bajo una luz cenital. La naturaleza muerta de Carlos pedraza,
pintada sobre notas graves, nos ofrece unas granadas opulentas,
sumidas en un campo de exuberancia material que se desborda
en empastes demasiado generosos, bajo la indecisión vibratoria
del fondo. Se querría mayor nitidez, mayor pureza plástica.
El paisaje -buena prueba del virtuosismo de este pintor extraordinario-
está evidentemente por debajo de sus mejores lienzos.
Al
lado del óleo de Roser Bru -hábil ilustración del Parque-,
el paisaje de Ximena Cristi no logra compensar, con su vigor
sensible, el esquematismo del color, que un poco más allá,
en Dinorah Douditschisky, se afirma en lo afichesco.
Iván
Lamberg nos presenta uno de los retratos sensibles y hondamente
dramáticos que le son característicos. Las flores y los frutos
de la composición de Aída Poblete están pintados con liviandad
y gracia, y sugieren cretonas o telas estampadas. Héctor Cáceres
se limitó esta vez a darnos una austera naturaleza muerta
en tonos ocres que pone de manifiesto algunos de sus grandes
méritos y oculta otros. Olga Morel y Rebeca Castro nos ofrendan
paisajes y flores.
De
tantos artistas -algunos de ellos tan sobresalientes- habíamos
querido más. Salimos de la Sala del Pacífico un tanto defraudados.
Habrá ocasiones futuras que nos den los placeres visuales
que ahora obtuvimos sólo a medias. Bastaría con ir a los talleres
de estos mismos pintores.
Luis
Oyarzún Peña La Nación,
21 septiembre, 1953, p. 12.