DIEGO
RIVERA ENTRE NOSOTROS
Sólo
espíritus cegados por la pasión política podrían desconocer
la importancia de Diego Rivera y de la pintura mexicana que
él representa en el paisaje del arte contemporáneo. Cualquiera
que sea el mérito que se le atribuya, es innegable que, desde
1910 en adelante, los artistas plásticos de México han realizado
una obra que se nos aparece, por sus caracteres de imponente
monumentalidad, como una de las escasas creaciones de gran
estilo de la cultura latinoamericana contemporánea. Dentro
de tan poderoso movimiento, Diego Rivera ha sido, como se
sabe, una figura central.
No
podríamos analizar ahora la significación del fenómeno artístico
mexicano ni aquilatar debidamente el indudable valor de la
pintura de Rivera, de quien no conocemos, aparte de las reproducciones,
sino muy contadas obras. No hace falta un conocimiento directo,
sin embargo, para apreciar la trascendencia de la actitud
que singulariza a Rivera y sus compañeros en la historia del
arte latinoamericano. Vitalizados, en efecto, por una revolución
económica y social cuyos ideales compartían, esos artistas
-cosa rara en América- han actuado vigorosamente sobre el
conjunto de la vida nacional, creando imágenes que han sido
formadoras de la sensibilidad de las nuevas generaciones dentro
y fuera de México. Haciendo acopio de elementos provenientes
de diversas culturas, pero reactualizando sobre todo las viejas
tradiciones precolombinas, Rivera, Orozco y Siqueiros, a la
cabeza de muchos otros, crearon un arte original cuya fuerza
pudo transmitirse al pueblo y constituirse en factor efectivamente
operante de la vida nacional.
Nada
puede estar más lejos de la pintura de caballete que el arte
de Rivera. Luchando contra lo pernicioso que advertía en el
subjetivismo pictórico contemporáneo, su pintura mural emergió
como un grandioso universo de formas destinadas a obrar sobre
todos los ciudadanos. Como dice Siqueiros en su ensayo El
Muralismo de méxico, el propósito de la nueva escuela fue
"una determinación colectiva de reconquistar las grandes
formas sociales de expresión que habían desaparecido prácticamente
desde el final del Renacimiento". Dejando aparte el hecho
de que su estilo singular no parece transplantable a todos
nuestros países, nadie podría negar que tal propósito ha sido
generosamente cumplido. Prueba de ello son algunas de las
obras más importantes del propio Rivera, como su fresco La
Creación, en la Escuela Nacional Preparatoria de Ciudad de
México; los murales del ministerio de Educación y los del
edificio de Salubridad; los del palacio de Cortés en Cuernavaca,
con motivos de la Conquista sobre la explotación de los indios
y con alusiones a la revolución agraria, o los célebres frescos
de Radio City, además de los muchos otros que demuestran que
el artista se ha posesionado titánicamente de algunos de los
grandes temas del mundo americano.
Muy
lejos estoy de pensar que semejante género de pintura deba
ser excluyente. De todo se necesita para que haya un mundo.
Grande y universal es, sin embargo, la lección que se desprende
de la obra apasionada de Rivera y de su relación beligerante
con el desconocido universo de nuestro Continente.
Luis
Oyarzún Peña. La Nación,
2 mayo, 1953, p. 4.