EXPOSICIÓN
DE GRACIELA ARANÍS
Graciela
Aranís, pintora chilena formada en nuestra Escuela de Bellas
Artes, reside en Suiza desde hace muchos años, y ahora, de
paso entre nosotros, nos ofrece una exposición de sus obras
recientes en la sala del Instituto Chileno-Norteamericano.
La
primera impresión que nos produce su excelente pintura afecta
sólo a la sensibilidad, pues sólo de allí proviene lo que
ella tiene que comunicarnos. No nos trae, en efecto, ni hallazgos
formales ni descubrimientos estilísticos, sino únicamente
-y no es poco- la expresión de una experiencia interior que
se traduce con recato en sus figuras y paisajes. Su atmósfera,
su técnica y su lenguaje nos llevan hacia los comienzos del
presente siglo. Si sólo a eso tuviéramos que atenernos nada
de lo que nos muestra su exposición sería, en verdad, nuevo.
Pero los cuadros de Graciela Aranís poseen indudable calidad
personal y nos hablan con voz inconfundible.
El
despeñadero de la actualidad suele respetar la existencia
de pequeñas islas de placidez, como esta pintura ligeramente
anacrónica, que son estaciones de reposo en medio de la fiereza
de los cambios. A veces es posible cerrar los ojos al mundo
y encerrarse en un jardín a cultivar rosas o a pintar como
Graciela Aranís, sin prisa, sin desesperación, melancólicamente.
Es grato, por eso mismo, contemplar sus obras y participar
fugazmente en su reposo, pues ella extrae con sabiduría la
poesía de lo cotidiano y transforma la urgencia del tiempo
que pasa en momentos deliciosamente extáticos.
Emplea
con refinamiento sus recursos discretos, en finas armonías
y modulados contrastes desprovistos de violencia, hasta lograr
efectos estimables de conjunto, a pesar de la aparente languidez
con que procede. Sus cuadros, mirados con rigor analítico,
suelen parecer inacabados, pero sostienen su equilibrio inestable
gracias a una virtud de encantamiento poético a cuyo servicio
ha puesto la artista su técnica, a la vez limitada y sutil.
Graciela
Aranís sitúa a los objetos dentro de penumbras luminosas,
de transparencias acuáticas. No parece, así, pintora de la
luz aérea que define a la corporeidad terrestre, sino intérprete
de una luz que ha atravesado el agua, adquiriendo con ello
una cualidad diferente a la del cielo. Una de las telas más
interesantes, aunque no más logradas, Ophelia (1951) nos muestra
a la doncella shakesperiana yacente entre las ondas rodeada
por nenúfares indecisos que se han vuelto linfa, penumbra
líquida. En otros lienzos aparece también este verde lustroso
de hojas del agua.
Más
que paisajista, Graciela Aranís es pintora de interiores.
Son admirables el cuadro Nº10, Rincón de Taller (1952) y el
Nº 4, Interior (1948), que dan la medida de su delicadeza,
de su refinamiento plástico y de su habilidad dibujística.
Estas mismas cualidades se aprecian en la mayor parte de sus
retratos, que revelan un sentido de placidez psicológica que
se aviene con su aire nostálgico. La luz terrestre del paisaje
no es tan bien traducida por ella como la luz tamizada de
las estancias y de las aguas o como podría serlo la de las
umbrías de bosques y parques.
Luis
Oyarzún Peña. La Nación,
22 marzo. 1953, P. 10