LA
PINTURA DE LAS HERMANAS MIRA
No
sin cierta tristeza hemos podido ver las pinturas de Magdalena
y Aurora Mira, colgadas de los muros de su vieja casa del
Llano Subercaseaux, en medio del gentío que acude a las subastas.
Allí fueron pintados muchos de esos cuadros, transidos de
juventud: allí vivieron sus autoras parte de su vida, en esos
salones, estancias y jardines condenados ahora a desaparecer.
Figuras extrañas en la historia de la pintura chilena, las
hermanas Mira son ejemplo viviente de un estilo de vida, al
mismo tiempo patriarcal y refinado, que se dio entre nosotros
y que se ha perdido ya para siempre.
Su
aprendizaje pictórico, en un comienzo, debió haber formado
simplemente parte de lo que algunos entendían entonces por
educación completa dirigida a las jóvenes de alta sociedad.
Pudieron, así, Magdalena y Aurora Mira, haber sido sólo encantadoras
aficionadas a las bellas artes. Pero en las dos había una
inspiración auténtica y reales condiciones técnicas. Bien
ha hecho el Ministerio de Educación en rescatarlas del olvido,
por medio de esta original exposición retrospectiva y por
el interesante estudio ilustrado de Víctor Carvacho que acaba
de publicarse.
Las
dos hermanas seguían imperativos artísticos distintos. Magdalena
se nos aparece, desde luego, como pintora más profunda, reconcentrada
y seria que Aurora, en quien triunfa, en cambio, la gracia
aérea que aliviana a sus flores y las ordena en guirnaldas
festivales. Dentro de sus particulares destinos, ambas poseyeron
una sensibilidad que se adelantaba a su tiempo, y que rompía,
tímida, pero visiblemente, con las convenciones del naturalismo
imperante. No cuesta advertir en aquélla el afán de llegar,
por el retrato, al descubrimiento de lo íntimo, de los matices
secretos de la expresión humana. Valga como ejemplo sobresaliente
la que consideramos su obra maestra: Desconocida, tela que
debe figurar entre las más extraordinarias ejecutadas en nuestro
país. Está pintada con disciplinado ascetismo, con admirable
simplicidad y parece entregarnos una verdad misteriosa, bajo
la forma de una pregunta que el pincel formula y completa
sobriamente con el color y el claroscuro. En Aurora, por su
parte, se revela nítidamente una tan ingenua complacencia
ante las formas visuales, que sus rosas, uvas y granadas pertenecen,
por encima de la aridez naturalista, a la poesía pura del
color.
Largo
tiempo después de haber sido olvidadas, estas obras vienen
a ocupar un sitio privilegiado entre las que caracterizan
a la pintura chilena de fines del siglo XIX.
Luis
Oyarzún Peña. La Nación,
12 septiembre, 1953, p. 4.