INTRODUCCIÓN
Si
nos detenemos un momento a contemplar cierto clima cultural
contemporáneo, pareciera que de un tiempo a esta parte la
mirada no logra entusiasmar ni entusiasmarse. Efectivamente,
la caída de las ideologías, la puesta en entredícho de algunas
expresiones de la modernidad y una suerte de crisis permanente
llenan, en gran parte, los espacios y registros . Huelga decirlo,
las vanguardias se han marchado. La utopía ha sido desbancada
y la conciencia de la finitud -siguiendo a Heidegger- señala
que el horizonte está vacío. En este sentido, podríamos repetir
con el espaciñol Juan Cueto la cita de Valéry: "Lo malo
de nuestro tiempo es que el futuro ya no es lo que era".
Ni
el futuro ni otras muchas cosas.
Desde
que la mirada autorreferente -introducida subrepticia o abiertamente
en cierta clase de discursos y apuestas- tuviese su apogeo,
ha pasado su tiempo. Hoy se suele repetir casi como un lugar
común- que el espejo en que el moderno narciso se contemplaba
hasta la saciedad no sólo está trizado sino roto. Y sin embargo,
la mirada continúa anclada en sí misma mientras vagabundea
por los abismos. El espacio vacío se ha llevado varios sueños
consigo. La razón absoluta, la eterna juventud, el progreso
ilimitado no seducen. La radical novedad de la apuesta moderna
ha tenido como su natural continuación a la así llamada posmodernidad.
"La modernidad se disuelve en el aire", se ha dicho.
Pareciera ser cierto. Y aunque tomemos dicha afirmación con
beneficio de inventario, el blues de la incertidumbre, está
aquí. Sólo que en forma de paradoja. En efecto, el adiós a
la ilustración (entendida ésta como origen de una cierta visión
de la modernidad) deviene posmodernamente en su radicalización
histórica.
En
este concierto recogemos la mirada de Luis Oyarzún, quien
poseía una especie de lúcida conciencia para detenerse en
algunos aspectos de cierto derrotero cultural que hunde sus
raíces en el tiempo, pero que habría de generalizarse en los
años ochenta. Pues si bien es cierto que la pregunta por el
arte moderno se manifiesta ya en Baudelaire (el primero en
utilizar la palabra modernidad en el sentido actual), de Oyarzún
podemos decir que acierta en nuestro medio cuando describe
la peculiar extrañeza y desencanto del artista contemporáneo.
Efectivamente,
Oyarzún da cuenta de la singular paradoja que habita en la
ruptura de los cánones clásicos con que se media la creación
artística. Por un lado, la extrañeza del artista frente al
mundo y su obra crea una suerte de resistencia frente al "culto
romántico de la individualidad creadora". Por otro, dicha
resistencia genera "una nueva impersonalidad, que permite
al yo salir de sí mismo, en el olvido, superación y vencimiento
de los límites individuales". Oyarzún penetra con especial
finura y lucidez en este dilema cultural, describiendo uno
de los aspectos centrales de lo que más tarde devendría en
la polémica modernidad-posmodernidad. Aquello que Habermas
llamara "el paradigma de la subjetividad" se resuelve
para cierta corriente en la Sentada disolución del sujeto.
Igualmente, Vattimo -principal teórico del
"pensamiento débil"- habla de un "más allá
del sujeto", lugar en el que el ser se identifica pura
y simplemente con el lenguaje, En este sentido, Oyarzún se
mueve con precaución, señalando que en el análisis del arte
contemporáneo "hay que comenzar siempre de nuevo, con
destino de precariedad". Sin embargo, recoge las afirmaciones
de Jorge Elliott, para quien la impersonalidad de ciertas
corrientes del arte contemporáneo poseen una carga de "patetismo
falaz", suerte de "ebriedad sin exigencias que no
alcanza a ser dionísiaca, porque no es significativa de nada
y porque excluye toda clase de tradición y pensamiento".
Aparece quizá aquí una especie de crítica a la "intención
comunicante totalizadora", puesto que "ningún hombre
puede contemplar en plenitud su propia cultura, como antes
el viajero los límites de su comarca desde lo alto del campanario
de su aldea. Ni siquiera panorámícamente podemos abarcar el
contexto total del mundo al cual pertenecemos. Sin embargo,
nunca hubo más necesidad de tal cosa. He ahí una de nuestras
más singulares frustraciones. Querer ver el conjunto y no
poder coger con la mirada sino un pedazo del total. Hay pesadillas
parecidas".
El
imaginario de la modernidad se diluye con la aparición de
la diferencia, y la crítica generada en el seno de la conciencia
moderna produce sus propios fantasmas. Atento, Oyarzún escribe:
"No hay ni puede haber Reino de Mil Años ni felicidad
cumplida para el hombre".
De igual forma, habitar el mundo a la manera
de cierta posmodemidad, sin pretensiones de universalidad,
pero con ese desencantado toque de ligereza y autoconciencia
de "vivir en la sociedad de la información", se
revela como una actitud igualmente problemática. La cultura
se ha vuelto un video de sí misma que repite, incansable,
signos y símbolos fríos. La pluralidad de sentidos que subyace
en las propuestas estéticas de la sensibilidad contemporánea
hace decir a Oyarzún que un único eje ordenador se ha perdiclo.
Sin embargo, esto podría significar que el arte contemporáneo
cierra su propio círculo y se encamina hacia nuevos senderos
ya no simplemente modernos, afirma el pensador. Ni simplemente
posmodernos, podríamos agregar nosotros. En efecto, la intención
de crear sin crear, de no decir nada porque no hay nada que
decir -tan propia de cierta mirada cultural- tiene como resultado
siempre un producto del cual forzosamente el artista debe
hacerse cargo, ya, sea como autonegación, recuperación irónica
del pasado -como ocurre con la estética "cult"-
o incluso como prescindencia snob que se sabe snob. Por este
camino la posmodernidad ha ido lejos, más lejos de lo que
Oyarzún pudo vislumbrar. La cita de la cita, el interminable
remake de cierta cultura no hace, sin embargo, sino transitar
por un sendero ya previsto que contiene en su seno la crítica
y la crítica de la crítica. De allí entonces la paradoja del
deja-vu contemporáneo frente al cual no cabe la alegría al
estilo del eterno retorno nietzscheano.
Sin
embargo, junto a la extrañeza propia del artista contemporáneo
habita también en él una especie de identificación. Desde
que el arte se adentrara en el interior de sí mismo se ha
producido una suerte de búsqueda no sólo estética sino antropológica,
"La pintura, la escultura, la arquitectura, el cine hacen
el alma visible -afirma Oyarzún-, la rescatan del abandono,
de la distracción, del olvido. En las épocas críticas, el
alma humana es más irritable, pues está más dispersa en sus
concreciones materiales y por eso la buscamos en ellas con
mayor denuedo". De las épocas críticas se pueden repetir
los conocidos versos de Holderlin: "allí donde habíta
el pelígro crece tambíén lo que salva".
De lo que se trata en el arte contemporáneo,
dice Oyarzún, es de "fabricar unas cosas que delatan
la caligrafla interior en un acto de trascendencia cargado
de afectividad". En este sentido habla Oyarzún de aquel
principio de resonancia espiritual de las artes que quiere
ligar lo singular con lo universal, hacer eterno lo inestable
y fugitivo. "El arte viene a ser como un sueño sostenido
en relación simbólica con las cosas. El sueño nos muestra
espejismos que terminan siendo nuestras realidades".
Ciertas
corrientes del arte contemporáneo construyen descontruyendo,
afirma Oyarzún. Sin embargo para él, esta anulación del sujeto
sólo podrá ser fructífera si apunta hacia la exploración de
los rincones del artista en tanto que ser humano. La apuesta
de Oyarzún es clara: el artista se busca a sí mismo en lo
otro. Y la extrañeza es anhelo de identificación en la pregunta.
Al respecto podríamos parafrasear a Pound: El arte contemporáneo
es una medición de temperatura del clima cultural de una época.
Y la nuestra es una época de paradojas en la que "el
ser goza ocultándose", tal como lo señalara Heidegger.
Oyarzún rescata esta afirmación y al propósito añade que el
artista se ha convertido en un ser que ausculta "tierras
incógnitas, sobrantes y oscuras". Y sin embargo allí,
en el tránsito por la tierra baldía, el arte es representativo
de una personalidad. El arte contemporáneo es símbolo del
estado en que nos encontramos. Símbolo y síntoma, "como
grieta expresiva desde la cual el hombre se mira, asombrado,
a sí mismo".
La mirada de Oyarzún trasuntaba en efecto
esa búsqueda propia de la pregunta contemporánea transformada
en "pasión de ver" como dijera Jorge Millas en el
homenaje rendido con ocasión de la muerte del pensador, cuyo
texto reproducimos en este libro. Esa mirada destilaba a veces
un dejo melancólico; a veces fluía lucidez y otras tantas,
finura para captar aquello que no es fruto ni de la vulgaridad
ni del resentimiento. De allí su juego poético con el tiempo,
por ejemplo. No iba "en busca" del tiempo perdido
porque tal cosa resulta casi banal. "Helena, cuando se
miró en su espejo y vio las marchitas arrugas que la ancianidad
había grabado en su rostro, lloró y se preguntó por qué había
sido dos veces robada", escribió Leonardo, y Oyarzún
lo recoge en el lugar exacto, sin mayor cuestión ni queja.
Pero sí como una práctica de melancolía.
El tiempo es sólo el transcurrir y sin embargo
la memoria hermana el presente con el pasado en el sentido
descrito por T.S. Eliot: El tiempo presente y el tiempo pasado/quizás
estén ambos presentes en el tiempo futuro/ y el tiempo futuro
contenido en el tiempo pasado. Cierta perplejidad y asombro
frente a la presencia de lo eterno contenido en lo fugaz hacen
a oyarzún sentir al modo de Terencio que nada de lo humano
le es ajeno. Cada asunto tiene su tiempo y de él puede recogerse
lo que es capaz de producir empatía. De este modo, Oyarzún
reconoce a Juan Francisco González como su maestro, y éste
sólo es contemplado a través cle su pintura y de las descripciones
de Pedro Prado.
Con
igual penetración observa la obra en tanto que sí misma. Así,
describe la capacidad de Matisse para plasmar en sus cuadros
el espíritu de la música, reconocida por Oyarzún (en el sentido
griego y nietzscheanco) como origen de las artes. El vitalismo
del color en su obra pone de manifiesto que el decorado no
es trivial, sino que corresponde a la ftierza del matiz, modo
de ser en que la vida se muestra. De igual modo, tanto le
interesa la lucha de Diego Rivera contra el subjetivismo en
la plástica, como los comienzos de Nemesio Antúnez, Matilde
Pérez y una buena parte de la memoria plástica de este país.
La obra de Oyarzún nos sugiere una doble lectura. Por una
parte, interesan sus consideraciones estéticas y la mirada
más concreta de las crónicas de arte recogidas en este volumen.
Por otra, la "pasión de ver" de Oyarzún nos permite
observar cierta contemplación de lo real que es un ejercicio
de admiración y de apuesta. Una apuesta que no pretende encamar
ninguna esperanza del mundo (tal como consignara Pedro Prado
respecto a Los Diez), pero que sin embargo está lanzada dentro
del contexto de la estética contemporánea. Una mirada que
recoge la polémica en torno al sentido del arte en nuestra
época, pero que lejos dle habitar de antemano en el desencanto
de cierta posmodernidad o en el dogmatismo de cierta modernidad,
mantiene una especie de ruta singular y, más aún, afirma -recogiendo
sus propias palabras- que "de todo se necesita para que
haya un mundo".
Emilio
Morales de la Barrera.