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LUIS OYARZÚN O LA PASIÓN DE VER

Ver, esta palabra simple, nombre de un acto humanotambién simple misterioso, da título a una colección de las más bellas meditaciones poéticas de Luis Oyarzún. Que yo elija ahora esta palabra para evocar su memoria y exponernos al soplo vivificante de su espíritu, no es decisión arbitraria ni casual.

Al par que su obra, su propia vida la justifica como clave de existencia. ¿Quién de sus amigos no lo recuerda en la actitud de moverse incansablemente entre las personas y las cosas, llamándolas a ser ellas mismas ante su mirada de niño curioso, de descubridor insaciable, de observador simple alegremente sorprendido? Era dificil seguirlo en este vuelo sin reposo de la mirada, que podía detenerse atentamente en una pequeña hierba del camino, para reconocer su imprescindible presencia, y remontarse después a la lejanía, atraída por la no menos imprescindible presencia del paisaje total. Era también difícil acompañarlo -y, no obstante, ¡qué deleitoso esfuerzo!- en la atención a los gestos humanos, a los finos matices de la expresión ajena, a esa revelación profunda del prójimo a través de la presencia corporal. Era un ansia de ver la suya, que se aplicaba por igual a la naturaleza y el hombre, fundiendo en la unidad de un solo espíritu contemplativo al artista, al naturalista y al filósofo.

Mas no eran tanto la extensión ni la intensidad, sino la cualidad de este mirar insigne lo que constituyó el sino del espíritu avizor de Luis Oyarzún. Porque -pensemos un poco tras la huella de ese espíritu- el acto de ver es, al fin y al cabo, la forma primera y primordial de la existencia humana. Sólo somos en cuanto algo distinto y distante aparece frente a nuestra mirada como siendo a una con nosotros. Y no se trata, claro está, sólo de la mirada de los ojos. Ella importa mucho, y ya Aristóteles lo reconoció en su decir hoy famoso y anticuado: "la facultad de la vista nos hace conocedores de muchas diferencias de toda especie... ya que es por este medio principalmente con el percibimos los sensibles comunes...... En verdad, el de los otros sentidos es también un acto de ver: vemos algo al escuchar el canto del pájaro, al sentir la piel suave del durazno, al invadirnos el olor penetrante del espino, al percibir el sabor de la sal. Vemos, es decir, surge ante nosotros algo como presencia, algo que no estaba allí y que de pronto se constituye como testimonio de existencia, al mismo tiempo nuestra, en cuanto nosotros sentimos, y ajena, en cuanto la sentimos. Olvidamos ahora toda la ciencia de paciencia que se requiere para dar cuenta filosófica de estas cuestiones. Atengámonos sólo al hecho de los hechos: el acto humano de existir que es acto de conciencia inmanente, es a la par y sin posible simplificación, un acto de conciencia trascendente: acto de ver que otra cosa más, que otras cosas más, existen con nosotros, es decir, que no agotamos el ser y, al contrario, éste nos rebasa por todas partes. Todos los humanos vemos, pues, en mayor o menor medida, y sólo en cuanto vemos somos nosotros mismos.

UNA MIRADA LIBRE Y ORIENTADORA

Pero hay formas y grados de ver, por lo que hay también formas y grados de existencia. Con sus cinco sentidos sanos y abiertos, la conciencia del hombre suele ser una conciencia oscura y embotada. Otras veces, con menos sentidos, puede alcanzar un alto voltaje de existencia, que es función normal de la amplitud e intensidad del acto perceptivo. De una manera general, este acrecer contemplativo del sujeto encuentra su límite en el límite normal impuesto a la función reveladora de los sentidos por su natural servidumbre a los fines de la vida práctica. Tanto vemos, cuanto necesitamos ver. Nuestra imagen del mundo -nos enseña Bergson, por eso- es corrientemente la de una realidad simplificada, esquematizada por los requerimientos de la acción.

En casos excepcionales, sin embargo, la mirada sobre el mundo se hace libre, suelta sus ataduras y como una luz dotada con la virtud de desintegrar la pantalla que la envuelve, inunda las cosas, liberándolas a ellas mismas de sus velos. La contemplación adquiere entonces la cualidad especialísima de realizarse plenamente en su función reveladora, profundizando y exaltando en el mayor grado posible la existencia del contemplador.

Luis Oyarzún perteneció a la estirpe de estos contempladores de mirada libre y liberadora, con una conciencia exaltada de lo real, que no puede sino significar una exaltada conciencia del propio ser, una pasión. Su afición a ver fue de verdad un afán metafísico. El mundo que veía y liberaba su mirada no era sólo un espectáculo, es decir, una piel de colores y formas, sino la transfiguración de una realidad que lo convocaba, el misterio del ser que desde su trascendencia lo subyugaba como el abismo. La pasión de ver fuee para él una pasión de ser. Pasión devoradora y de extraña naturaleza dialéctica, en que la conciencia, como los náufragos, se aniquila a sí misma en cada braceada de salvación, pero que al propio tiempo se salva en cada experiencia de aniquilamiento.

Toda la poesia metafísica de nuestro gran poeta da testimonio de este trance, que cada humano vive, sin saberlo ni sufrirlo, y que sólo en algunos alcanza a la plenitlid desconocimiento revelador. Ver para ser. Y, en efecto, por momentos el contemplador iluminado por las cosas no reconoce en sí mismo sino la realidad de sus miradas sobre el mundo. "¿Quién soy -exclama- sino unos ojos que contemplan estas oleadas implacables que me envuelven, que a veces me rechazan como si yo friera un intruso en su mundo, esta lluvia deshecha sobre los hombres, este viento que truena friera de mi buhardilla suspendida sobre un jardín de flores?" Soy, existo -nos está diciendo- en cuanto me encuentro con otra cosa que yo mismo, en cuanto veo. Pero esas cosas que están fuera de mí son también mi límite, su ser es mi no-ser, mi propia negación. ¿Cómo aspirar, entonces, a ensanchar mi existencia no ya viéndolas en su ser, sino siéndoles?

La pasión de ser, que irrumpe tantas veces, y con tantos disimulas dialécticos en la Historia de la Filosofía, se muestra desnuda y acomete, resuelta y libre, saltando todas las barreras, en la voluntad del poeta. No hay, posiblemente, en la lírica chilena (con la sola excepción de Pedro Prado) una expresión más patética y más sabia, más profunda y sincera de esta ansiedad metafísica de ser en el ser del mundo, que este desafío poético de Luis Oyarzún a su propia finitud: "cae la nieve sobre las montañas y puedo respirar su llamarada blanca. Su respiración hace entrar en mi cuerpo un soplo de los cielos. ¡Oh, mis sentidos te tocan, resbaloso misterio que me arrastra en infinita carrera por tu frente, mientras la suelta espuma azota los sepulcros! ¡Qué más, qué más, fortuna máxima, si me abrazo contigo en la profundidad de mi pecho, respirado designio, nacimiento absoluto! ¿Quién se levanta como resucitado entre los cielos y mi alma? ¿No es mi vida la misma que más allá de mí crea esa rosa y la marchita, la misma que reúne y dispersa los pájaros, la que silba entre los árboles, la que pone las hojas y las pisotea en el otoño? ¿No puedo acaso abandonar este balcón desierto?".

¡Este balcón desierto! El balcón del contemplador, su vida, está desierta, metafísicamente desierta, cuando el acto de la visión descubre que la existencia rebasa por todas partes su ser finito, llamándolo a su seno.

EL VER ESPIRITUAL

Y es una llamada irresistible, que no puede sino poner el alma en tensión religiosa. Religiosidad muy peculiar, por cierto, que funde con originalidad profunda en un solo abrazo de sí mismo y de la naturaleza, la visión panteísta del mundo, la concepción orientalista del nirvana y la vocación cristiana de ininortalidad personal.

El temor y temblor de la pasión existencias de Kierkegaard que más de una vez menciona Oyarzún en sus escritos adquiere, por eso, más vastas resonancias, "¡Cómo hablarte, Señor -exclama en otro momento- si no eres Tú la llama que calcina mi mano! Cómo pensar contigo, juntar contigo mis párpados, cómo podría mi nariz respirarte. Ser como Tú el que gira y aumenta sin fin. Cómo escuchar tus razones salvajes. Cómo encontrar un arma de alegría monstruosa, disparar hacía adentro y transformar la bala en ojo. Ser el agua de tus canales infalibles, soplar con ese cuerno que hace temblar de felicidad a los despojos inertes. Cómo dar un salto mortal y sostenerse sin apoyo ninguno, cómo beber en las propias venas el líquido transfigurador y no correr en busca de los contravenenos, cómo reconocerte en el preciso instante en que eres visible".

La elocuencia sobrecogedora de esta prosa impecable, al par lírica y lógica, profunda y exacta, capaz de expresar con lucidez la oscuridad del misterio, no es sino la consecuencia del acto de ver, llevado por él a la más alta espiritualidad posible, a partir del ejercício gozoso de los sentidos.

Esa espiritualidad consiste, por lo pronto, en el tránsito de la visión personal, con toda su propia claridad y riqueza, a la visión todavía más clara y más rica de la inteligencia. La inteligencia, que sin ser necesariamente racional y lógica (aunque muchas de las tareas que le conciernen es indispensable que lo sea) es siempre especulativa, especular, en cuanto pone y mueve ágilmente los espejos capaces de ensanchar la visión de las cosas.

Luis Oyarzún tenía de esta naturaleza del ver espiritual la más nítida conciencia. No sin razón puede reconocerla y describirla con exactitud cuando se acerca al espíritu gemelo de Leonardo da Vinci. Y lo que dice de aquel clásico descubridor de las formas vivas podemos hoy aplicárselo a él mismo. "Siendo el hombre escribe nuestro amado Luis- en su condición terrena el resultado de una unión indisoluble de espíritu y materia, la visión de lo real... sólo puede ser ganada a través de un concurso de sensibilidad y razón. A perfeccionar este arte de ver se dirige lo más sustantivo del esfuerzo de Leonardo. Su método consiste... en crear las condiciones que hagan a ese auténtico ver posible... Leonardo quiere ver la realidad -y quiere verse a sí mismo- en sus múltiples maneras, sin prejuicios, sin la sombra de la erupción que empaña la mirada al racionalizarla o al dar de antemano una respuesta a la pregunta que el espíritu se formula frente a las cosas. La actitud primera de Leonardo es, pues, de asombro ante lo que existe, y este asombro, sostenido durante su vida entera, es el más peculiar de sus rasgos y la más influyente de las condiciones de su grandeza".

PASIÓN DE SER

Pero hay algo más que la potencialización inteligible de los sentidos en el asombro de Luis Oyarzún ante el mundo. Como su pasión de ver es una pasión de ser, la contemplación de las cosas es para él una experiencia de amor. Aunque la inteligencia ayuda a develar lo que ya no pueden hacer resplandecer los sentidos, y convocar enérgicamente a lo real para que se muestre y advenga con más plena presencia, lleva también al límite la aporía del conocimiento humano: sólo podemos conocer, lo que, en cuanto conocido, es objeto y, por consiguiente, cosa distante y distinta de nosotros mismos. El conocimiento es una experiencia de encuentro, más no de identificación. La identificación misma sólo puede pretenderse -aunque no por supuesto realizarse plenamente- en la relación de amor. El amor no es ya, en efecto, la mera visión que pone las cosas ante nosotros, ni tampoco la contemplación inteligente que la reinstala desde dentro de ellas mismas en sus relaciones con todas las demás cosas. Es todo eso, desde luego, y algo más; es la embriaguez de sentirse ser a una con ellas, en su singularidad irremediable e ireemplazable, y de trasladar hasta ellas, siquiera como desvelo el propio centro de nuestra existencia.

Sobre todo, claro está, con respecto a los seres humanos. Oyarzún es un tanto tímido ante ellos: teme herirlos, él, el amoroso; teme ser herido, él, el fuerte de espíritu. Pero busca generoso su contacto, y no desdeña dar y recibir la compañía, que su pasión de existencia reclama como propiciatorio de su identidad personal. Algunas veces no es fuente viva, sino roca dura, el corazón que toca con su dulzura y con su gracia. Algún palurdo lo zahiere, pero él apenas protesta, y entristecido, no atina sino a retirar su mano franca, para seguir incansable búsqueda de las gentes. Es también el amor el sentimiento que lo lleva a la conciencia del sufrimiento humano, y a registrar, en sus reflexiones diarias, el cariz empírico y colectivo que éste adopta bajo la forma de la miseria. "Se me impone escribe- el que una vida personalmente bella no puedo realizarla con prescindencia de las otras vidas, de la belleza y dignidad que los demás hombres alcancen... La miseria es un hecho antiestético y tiránico y deshumaniza al hombre en sentido deprimente". Pero como esta comprensión del problema social nace del amor y no del resentimiento comprendió también que la pasión por la justicia degenera fácilmente en odio antihumano, en tozudez ideológica, en amor propio y frenesí de poderío, que convierte el dolor humano en pretexto para una nueva forma de antropofagia y de explotación del hombre. Ese es el sentido profundo de su dístico de los últimos días, aplicado a sí mismo como epitafio premonitorio: "Se sabe que prefiere causas bellas, a buenas causas de cualquier laya". Él lo sabía, desde el fondo de su condición amorosa: las buenas causas suelen ser causas de perdición de lo bueno. Las buenas causas se pueden convertir en causas contra la existencia, porque turban la mirada, cuando no la enceguecen totalmente.

Pasión de ver, pasión de ser, pasión de amor. Por eso Luis Oyarzún, el contemplador regocijado, es también el amante jubiloso. "Mas, no podrían los ojos ver ni la razón contemplar -nos dice, y él sabía eso- si el hombre no poseyera una vocación de amor por lo creado, sin la cual no se abren los ojos ni puede el entendimiento fluminarse".

Él poseía esa vocación, ese don de amor de que nos habla. Sus ojos no sólo tocan lo que va encontrando por todos los caminos del mundo, desde Caleu a Pekín, desde la selva araticana a las cumbres de Chartreuse, pasando por Puerto Rico y Ouro Preto. No sólo lo tocan sus ojos, sino que lo traspasan y lo fijan en el recuerdo con ese temor, tan propio del amante, de que el bien actual de la presencia ajena se transmute de pronto en bien perdido.

Sólo con mucho amor puesto en la mirada descubridora, sólo con una pasión de ser que busca compartir afanosamente la existencia de las cosas más humildes, puede llegarse el éxtasis poético de algunas páginas de Luis Oyarzún. "¿No es divina esta luz que devora sin herir, luz que está aquí sin una nervadura, estremecida por hojas y por vuelos, al parecer jamás nacida, pues ya está en el valle cuando uno despierta, al comenzar el verano? Una cigarra cantando hace más real este presente que toda criatura parece poseer aquí para su goce. Los canelos han preservado el agua fresca, delicia de nuestra sed. El oído vuelve a nacer con esta música del primer estío entre las colinas. ¡Ah, placer de la piel devuelta a la inocencia, placer de los ojos que ven otra vez la luz dorada en el fondo del manantial, en donde todo descansa lentamente, los musgos que brillan, la arena removida que se levanta sin prisa y sin ruido!".

La pasión de ser se aplaca así en el éxtasis del ver profundo y amante, en donde parece producirse por instantes la fusión con el mundo. La fusión no se prolonga, sin embargo. Los seres encontrados, a punto de consumirse en el nirvana amoroso, se retraen, vuelven sobre sí. Oyarzún, el contemplante enamorado, retorna su inexorable humanísmo afán de conciencia personal. Las cosas tan amadas son mudables, y a través de ellas, sopla continuamente el tiempo, desmoronándolas. ¿Amará, pues, el caos primigenio, adonde todas ellas vuelven, y será su anhelo la inmersión en el soplo mismo de lo Uno que hace y deshace las formas perecederas?

LA TENTACIÓN DEL NIRVANA

Es grande la tentación del Nirvana, pero el contemplador lúcido, ávido de ser, retrocede ante el apagón universal y la pérdida de sí mismo en la Conciencia inconsciente del Universo. "Yo no quiero dejar de ser lo que soy -proclama-, no quiero entregarme sin condiciones y para siempre, perdiéndome en una vida universal que no es sino mi muerte. Por eso tendré que romper un día los límites, los míos y los del mundo que hoy conozco, y entonces habré de estar en to as partes, ebrio en lo Uno, lejos de mí pero llorando en la dicha, nadador en el sueño, sin memoria, sin tiempo, en un espacio infinito".

El temblor y terror de Unamuno pasa por estos pensamientos, aunque no alcanza a animar la blasfemia del vasco, y, un poco en sordina, apenas insinúa un ¡ay! lastimero. Y es que, en definitiva, nuestro hermano no quiere obnubilar la claridad filosófica de su mirada total. Ve perfectamente que la tensión existencias entre la conciencia y el cosmos no tiene otra distensión posible que la de una diástole y sístole metafisica, por la cual el ser individual, ora se expande para perderse, ora se contrae para perder el mundo.

Es esta misma diástole y sístole priginada en un ver profundo que se ha convertido en pasión de ser- la que explica la conciencia desgarrada en una obra y en una vida que por la otra cara fueran tan gozosas, radiantes y optimistas como las de Luis Oyarzún. Porque a contrapelo de estas meditaciones poéticas, el panteísta que había en él pasó entre nosotros con alma de niño jocundo, con perspicacia de observador festivo, lleno de alegría y maestro del humor. ¿Cómo adivinar que el brillo de su mirada sorprendida ante "el martín pescador vestido de almirante con sombrero apuntado y ceremoniosa banda carmesí y que otea el horizonte con el catalejo de oro", y ante la "gallareta... que no se cansa de reír con trino de viejo contralto destemplada" -¿cómo adivinar, digo, que esa mirada penetraba más allá de la fiesta de los sentidos, para tocar el misterio del ser, volviendo sobre sí misma y prolongándose en su propia conciencia en un temblor metafísico? Pero no hay que adivinarlo: sólo hay que ver su obra y su vida como él mismo vio las cosas, con mirada profunda y total.

Esa es la mirada con que a partir de hoy y para siempre en la cultura de Chile, debemos esforzamos en fijar, para que no pase por la segunda y terrible muerte del olvido, su espíritu ejemplar. La primera muerte, que es para la tierra que lo engendró y cobijó definitiva, no podemos remediarla, y la pérdida que nos impone es irreparable. Ya no tenemos con nosotros a Luis Oyarzún, a él, a él mismo en carne y alma, individuo real, único entre todos los hombres y todas las cosas, así se sigan repitiendo los hombres y las cosas por los siglos de los siglos. Quienes no lo conocieron ni lo amaron, como lo conocimos y amamos nosotros, ya no podrán hacerlo ni siquiera a través de su excelsa poesía. En esto no podemos engañarnos. Del hombre queda en verdad la obra, pero la obra es apenas un destello de fuego real de la vida, un leve temblor de ella suspendido en el vacío. Mas de ese leve temblor se trata, de esa tenue marca que el soplo del espíritu súbitamente sustraído a este mundo, ha dejado en nuestra playa de cosas perecederas. No lo dejemos también desvanecerse y salvémoslo de la segunda muerte. Y que así se cumpla respecto a él lo que pidió una vez para Leonardo: "Todas estas grandes interrogaciones decía- siguen viviendo porque no tienen respuesta definitiva, pero más apasionante es aún la presencia de aquel hombre que se interrogaba y a quien podemos mirar como quien contempla una cima que, aunque inaccesible, nos eleva con el solo acto de mirarla".

Jorge Millas S

 

 


 

 
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