Historia
               

MACFacultad de Artes

EL MAESTRO JUAN FRANCISCO GONZÁLEZ

Los veinte años transcurridos tras la muerte de Juan Francisco González han acrecentado su gloria de pintor y su prestigio de maestro incomparable. Este hombre, de quien dijera entonces otro gran artista, Pedro Prado, que pudo "despertar a unos hombres de entre los vivos", sigue, con su memoria y con sus obras, despertando vocaciones y, sobre todo, sigue enseñándonos ese arte difícil, entre todos, el arte de ver, que fuera la razón y el deleite de su existencia. Después de haber contemplado y vuelto a contemplar sus rosas, o las aguas, las murallas viejas, las flores sin nombre que él nos legara, nuestra pupila enriquecida no puede sino ver con doble y más profunda vista el espectáculo de nuestro mundo. Aun sin haberlo conocido en vida sentimos que todavía nos forma y que nos acompaña cuando, cediendo a la noble tentación trashumante, queremos vagar sin rumbo por calles y caminos, sin otro deseo que ver y ver sin término las pequeñas, las insignificantes, las grandes cosas que a cada instante suceden frente a nuestros ojos habitualmente ciegos.

¿Cómo no sentirlo maestro y compañero nuestro cuando las hojas del otoño, que él tanto amara, alfombran los huertos, o cuando de pronto nos detenemos frente a una tapia cuyo deterioro regala al ojo cálidas armonías? Pero, ¿cómo no sentir, sobre todo, el eco de su genio animador, ya legendario, cuando nos dicen que este hombre humilde creía jubilosamente en sí mismo y creía en la belleza del mundo y era capaz de transmitir con pasión su humildad reverente y su capacidad de goce a quienes se le acercaban? Nadie podía, a su lado, permanecer insensible, pues él sabía despertar en cada uno el entusiasmo oculto, aquel fervor sin el cual nuestra vida se descolora y pesa sobre nuestras espaldas. "En su compañía, nuestras palabras, antes débiles, fluían ávidas, precisas y reveladoras; las penosas caminatas por los polvorientos caminos trocábanse en algo alegre y fácil como una danza; la comprensión ante todo lo que nos rodeaba se hacía real y profunda", nos dice Prado. ¿Cómo no sentir nostalgia de tal hombre? Al parecer, hay en todos los seres humanos una necesidad, imperiosa como la del pan, que nos lleva a buscar el contacto de caracteres que irradian sabiduría y fuerza. Nos sentimos tristes sin ellos, y sin ellos algo esencial les falta a las naciones, pues varones como don Juan Francisco representan en su más alta forma aquella inspiración que eleva a la vida por encima de la uniformidad y el tedio.

No es posible ser un maestro verdadero sin ese don simpático, don de animación de la naturaleza y de la naturaleza en el hombre, que Juan Francisco González poseyó con tan hondo, regocijado y vital arrebato. Dentro de la imprevisibilidad inherente a todo ser humano real, algunos son todavía más absolutamente imprevisibles, insólitos y extraordinarios que otros. Don Juan Francisco fue uno de ellos. Surgió sencillamente, en nuestro país, en época precaria para la vida de las artes, como un astro no contemplado en carta sideral alguna. Pero, como emergió aquí, entre nosotros, quisiéralo él o no, querámoslo o no nosotros mismos y aunque su singularidad se resista a toda generalización, él nos refleja o, mejor, realiza inevitablemente algo oculto de nuestras propias posibilidades, que con él cobran vida.

Vale, pues, la pena preguntarse cómo era este hombre de excepción y qué amaba, para descubrir con él y a través de él algo precioso e indescifrable de nosotros mismos. Tratemos de comprenderlo, aún más allá de sus cuadros, en la última fuente de su ser, para ver, siquiera un poco, por sus ojos. ¿Cómo sentía el mundo este pintor de rosas y campánulas, este observador de los mercados, amante de las casas viejas, vagabundo de nuestros cerros, este contemplador sin fatiga? ¿Qué buscaba entre los árboles, entre los artistas, entre los humildes? Sabemos qué daba: entusiasmos, impulsos, inquietudes inextinguibles, visiones, deleite del color. Pero, ¿qué buscaba él mismo para sí, más allá de toda relatividad y contingencia? Difícil, imposible es sin duda la respuesta. Ni siquiera él, con toda su agudeza, hubiera podido dárnosla. inevitable es, sin embargo, para nosotros que lo recordamos hoy, a cien años de su nacimiento y veinte después de su muerte, correr el riesgo de equivocarnos. Y ¿cómo no sugerir que este artista vital y apasionado buscaba un nuevo pacto con la naturaleza? Habría, sí, que definir tal cosa, para suponer con precisión cómo y por qué lo buscaba y qué era lo que buscaba en ella. Lo vemos en su taller, pintando; lo vemos con su caballete a cuestas, ávido de sensaciones, recorrer suburbios, aldeas desamparadas, callejones rurales, acechando con ojo de felino los movimientos del otoño y las transiciones de la luz en el cielo; lo vemos percibir el paso de la vida en los troncos, en las hojas, en las flores, en los rostros humanos; lo vemos pintando, segura la mano y trémulo el sentido. ¿Qué encuentra? ¿Qué busca? Halla vibraciones de savia que producen innumerables consecuencias de color; savias que se entrelazan y crean la unidad de la naturaleza, con golpes sucesivos de refulgentes reflejos; halla en si mismo y fuera de si mismo una fuerza que él ama, que adora incluso, y que mueve a su mano con su pincel pesado de pintura, pero que excita sobre todo en él a un corazón ansioso. ¿Qué busca? Nada sino -creemos- responder con un acto de creación a la pregunta creadora de la vida. Crear él mismo frente a la naturaleza que lo asedia, pues él es también naturaleza. Este hombre la busca y la encuentra porque se siente suyo o, mejor, igual a ella, tan grande, tan opulento como ella.

De ahí que la pintura de Juan Francisco González produzca a veces -al margen de toda calificación de escuela- una especie de vértigo. Se siente que el pintor recogía imperfectamente -pero, ¡con qué fuerza- un aliento de vida universal, un estremecimiento magnético que su propia exaltación sensible despertaba. Sin abandonar el mundo de las formas naturales, vivimos con él la embriaguez del color materialmente unido a pigmentos vibrantes, un color que no vale por sí mismo sino en cuanto es una respuesta material y viviente al llamado de lo que existe.

Dice la verídica leyenda que Juan Francisco González, generoso hasta el exceso, se sentía dueño del mundo, de todas las grandes cosas gratuitas que no nos atrevemos a poseer: la luz, el aire, otoños y primaveras, aguas, océanos, amaneceres, crepúsculos. Era, en verdad, hermano de toda naturaleza y cada camino de nuestra tierra lo invitaba confidencial e imperiosamente a seguirlo hasta el fin. ¿Quién la conoció mejor? ¿Quién pudo ser más real propietario de nuestros bienes? Nos legó una parte de sus tesoros, mas, por encima de eso, nos invita a imitarlo, a despertar de su sueño a nuestra curiosidad, a nuestras ansias de efusión, de aventura, de contemplación amorosa de la realidad.

No se descubre un país inventariándolo, sino amándolo. Juan Francisco González nos regala así una geografía viviente, animada por soles y lluvias y nos da, en retratos y escenas populares, algo substancial de nuestra humanidad chilena, que tras él podremos sentir más hondamente. Pero algo más nos da, aunque no sea sino en el recuerdo que habrá de mantenerse vivo: la encarnación humana de una fuerza que es la misma del Sol y de la Tierra, fuerza que en él se expande en comprensión y bondad, pues, ¿cómo no pensar que debía ser pura esa mirada suya que se detenía horas observando los pétalos y los estambres temblorosos de una florecilla silvestre?

Enseñaba a ver y, en la visión, a sentir nuestro incógnito parentesco con todo lo que vive. No es extraño, entonces, que, llevado por tan poderoso aliento pánico, en muchas de sus telas predomine esa vinculación entrañable con el cosmos sobre las aéreas perspectivas que abren -impalpables- los ojos. A veces el titán, ebrio de luz, se ciega.

Y, por último, quiero nombrar otra de las virtudes que han hecho perdurable y universal, no sólo válida para el arte, la enseñanza de Juan Francisco González. Él pudo transmitir una ansiedad, una sed. Pudo contagiar de ardor y de entusiasmo a sus discípulos, que fueron incontables, y pudo lograrlo, no sólo porque él mismo era una personalidad ejemplar, sino también porque encendió en ellos una pasión creadora que los hacía libres. Enalteció con fervor su propio trabajo y lo ensanchó de modo que pudiera alimentar el fuego de trabajos distintos, para que cada uno fuera, por su parte, un hombre en quien se ligan armoniosamente la vitalidad oscura del impulso y la transparencia sin mancha de la mirada.

Luis Oyarzún Peña

 

 

 

 
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