EXPOSICIÓN
DE SERGIO MONTECINO
No
hay duda de que la exposición de Sergio Montecino en la Sala
del Pacífico es la más importante de las realizadas hasta
ahora por este pintor, y una de las muestras artísticas más
notables del año. Desde que exhibió un conjunto de sus obras
-figuras y paisajes- en la Sala Pro Arte, en 1952, su arte
se ha enriquecido, tanto en su temática como en lo formal
y expresivo. Han fructificado no pocas de las posibilidades
nuevas que entonces podían entreverse y se ha roto en definitiva
el hechizo que lo aprisionaba en una concepción del paisaje
que él mismo había superado.
La
rica sensibilidad visual de Montecino se ha liberado considerablemente,
como para permitirle verificar experimentos cuya audacia no
excluye una fidelidad esencial a sus tendencias permanentes.
Desde luego, nuestro pintor sigue siendo ante todo un colorista
que utiliza el dibujo sólo como instrumento indispensable
para dar forma y sentido a sus manchas de luz y de materia
cromático. Pero, desde hace un año, sus colores se han hecho
más flexibles, modulados e imaginativos, han adquirido una
profundidad expresiva que no siempre tenían; se han mezclado
melodiosamente entre sí: han madurado, y se prestan dócilmente
a los juegos de la inspiración artística.
Esta
vez Montecino nos ofrece principalmente paisajes representativos
de un género que domina mejor que el de la figura humana,
por muchos que sean los méritos que suelan tener sus composiciones
dedicadas a este último tema. Se han acentuado, sin duda,
sus virtudes de lírico del color que crea la ilusión de los
grandes espacios. Así lo demuestran sus Vegas del Rahue y
Río Rahue, que resuelven con felicidad la representación panorámica,
con amplio vuelo de visión atmosférica. El verde dominante,
que a veces era demasiado crudo, admite ahora matices innumerables
que lo alivianan. En los paisajes 11 y 12 hallamos, en cambio,
dentro de una inspiración romántica que también se encuentra
en Alrededores de Osorno, un dramatismo contenido que anima
el claroscuro de las montañas boscosas y transmite un sentimiento
angustioso de expectación. Esa misma tensión interna se intensifica,
por medio de violentos contrastes, en la impresionante Ronda
de Niños, en que se oponen con rudeza verdes oscuros y dorados
compactos, bajo una luz espectral que hace aún más frágiles
las formas infantiles en medio de la pasional naturaleza.
Todavía mayor es el pathos expresivo de Paisaje nocturno encrespada
y densa figuración de aliento cósmico, que nos muestra a una
pequeña luna roja debatiéndose entre nubes frenéticas.
No
menos seductores son aquellos otros lienzos en que el arrebato
espacial cede su sitio al reposo de la intimidad, como La
Lectura, cuya materia ingrávida se concierta con un aire estival
de plácida poesía. A la misma clase de inspiración se ligan
pequeñas telas, como Botes y Rastrojos, organizadas con simplicidad
admirable.
Nuevas
imágenes agrega ahora Montecino a las muchas que ha recogido
ya del Parque Forestal, tradicional coto de caza de nuestros
pintores. Como el mar, este paseo parece tener miles de rostros.
Misteriosa selva romántica en el Nº 17, se transforma en aérea
red de arabescos tendida sobre el cielo en el Nº 20 o en jardín
abandonado de suburbio en otro lienzo. La pupila no se cansa
de transfigurarlo para proyectar en él sus propias vicisitudes.
La
exposición de la Sala del Pacifico revela nítidamente la madurez
de un artista en plena juventud, que aun podrá descubrir,
a través de su contacto con las cosas, riquezas imprevistas.
Luis
Oyarzún Peña, La Nacíón,
3 septiembre, 1953, p. 4.