LA
ESPIRITUALIDAD DE PEDRO PRADO
Pocos
hombres producían un mayor deslumbramiento que Prado; eran
tantas las calidades diversas y hasta opuestas que en él se
unían alrededor del más auténtico fervor espiritual, que nunca
se terminaba de descubrirlo ni de hallar, a través de él nuevas
cosas, nuevas relaciones en el mundo. Lo había mirado todo
con ojos amantes y ávidos hasta lograr establecer sin más
esfuerzo que el del alma que encuentra su destino, una honda
tierna alianza de comunión con los objetos, que le ofrecían,
a cambio de su posición apasionada, esa gracia particular
que ellos ocultan a los ojos que se niegan a ver.
Esa
alma sensible en extremo mantuvo siempre una última firmeza;
no se dejó arrastrar, como otras que le eran semejantes, hasta
el límite de la desesperación. Había en él una armonía de
contrarios. Más de una vez, mirando su noble rostro que el
mal del cuerpo devoraba, percibí el sufrimiento mortal de
este hombre tan armonioso, tan sereno, tan sabio. Parecía
que una oculta llama se hubiera desatado en él y que no hallara
salida. Una materia espiritual volcánica lo mantenía tenso,
alumbraba sus ojos, daba a su voz esa gravedad íntima que
en nadie más he escuchado, ese acento de revelación personal
que creaba entre él y sus oyentes una comunicación religiosa.
Su voz venía en tales instantes de esa profundidad para la
que no valen los términos de luminoso u oscuro, profundidad
cercana a eso, extremos del mundo en donde el espíritu es
el fin singular e indiviso. En tal estado de inspiración,
Pedro Prado hablaba en un monólogo dialógico que no requería
respuestas verbales, pues ya escuchaba, antes de las palabras,
el pensamiento, el alma de sus amigos.
A
veces estábamos en el huerto de su vieja casa de Santiago.
Paseábamos en tardes de otoño bajo el parrón de grandes hojas
doradas, húmedas, casi purpúreas. Las malezas que dejaba crecer
libremente en el jardín habían perdido ya su vigor y se reclinaban
en las tapias de adobe que él amaba mirar. Creo que prefería
esa estación del año en que la tierra se parece a la casa
abandonada de sus poemas, pues más que los racimos opulentos
lo fascinaban los últimos pámpanos cuya fuerte dulzura tiene
algo de la sabiduría de quien ha conocido y aceptado el sufrimiento.
Como en su poesía, descubría Prado en su conversación los
imprevistos enlaces de las cosas, revelaba la vida de los
pequeñosobjetos.
Como miraba con transparencia, no sólo veía a las criaturas
aisladas; también alcanzaba su vista a sorprender las formas
que dialogan, los gestos sutiles que ligan a esas criaturas
y crean la familia del mundo, la hermandad de la Creación.
Pienso
que en pocos tan bien como en Prado he sabido lo que es esa
"piedad hacia las cosas" de que habla Gabriel Marcel.
Sentía tiernamente la trascendencia de los pequeños seres
que participan con nosotros de la angustia y la grandeza de
nuestro mundo caído. jardines ruinosos, casas deshabitadas,
fuentes vencidas, una hoja de parra suspendida ya sin fuerza
del húmedo sarmiento de otoño, viejos muebles, las últimas
flores que la enredadera de la pluma guarda después de su
segunda floración, una cesta de mimbre olvidada bajo un alero
después de la vendimia, el sinnúmero de las cosas era para
él como una familia menor que está también bajo la guarda
del corazón humano.
Tenía
Prado la ansiosa certidumbre de otro mundo más alto, en el
que a veces alcanzaba a perderse con vértigo. No por eso disminuía
en él la nostalgia de lo irreparablemente perdido, pues descubría
con la clarividencia de los grandes poetas espirituales el
eterno precio de la experiencia humana. ¿No es cada hecho
personal de nuestra vida mensajero simbólico que nos envía
la amorosa atención divina? Persona tan admirable, tan extrañamente
dotada de la capacidad de adivinar lo invisible en lo más
próximo, oyó desde la infancia voces, se oyó a sí mismo y
supo desde temprano que su soledad sólo adquiría su pleno
misterio, su pleno peso en unión -y como en choque- con esa
urgente Presencia.
El
clarividente aun en la última hora anhela. No hay vida cerrada,
completamente hecha y madura, sino para quien está por entero
en esta tierra, sin otro destino que el de realizar lo terreno
de su naturaleza en la perfecta conquista de lo que le es
semejante. Mas ¿quién es totalmente de esta tierra? En lo
definitivo de sí mismo, Prado era aéreo, un elfo nostálgico
que recorre en vuelo como Alsino los cielos que circundan
al alma humana, en apasionada búsqueda del cielo verdadero:
"toda
calle del mundo se salía: seguí por ella, sin saber qué hacía;
por ellas sigo indefinidamente...".
Luis
Oyarzún Peña. El Mercurio,
2 Feb, 1952. P.3