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ARTE MODERNO: PRESENTIMIENTOS Y PREGUNTAS

El arte moderno se nos aparece, pues, bajo un creciente imperativo de cambios, cada vez más radicales y más rápidos, que se intensifican desde el Impresionismo en adelante, hasta llegar a la declarada impermanencia de los happenings (sucesos, eventos), que intentan representar, dramatizar o provocar el cambio puro en su continuidad, en su espontánea improvisación y en sus simultaneidades.

Por eso mismo, sería difícil elegir de la masa imponente de las obras artísticas contemporáneas -pintura, escultura, cine-, como en el pasado, un repertorio ideal de obras maestras. "Nada envejece tan rápidamente como los signos de la pintura no figurativa de vanguardias", declaró no hace mucho uno de sus epígonos, Georges Mathieu, no sin cierta amargura.

De un siglo a esta parte, estamos descubriendo continuamente nuevos métodos, materiales, organizaciones y sentidos, nuevas significaciones en suma, que sacuden la balanza del gusto estético y llevan a imprevistas identificaciones eventuales. Dijérase que el arte se cansa de sí mismo y, al experimentar nerviosamente, no teme el proclamarse a veces no-arte o no-estético, como es el caso de algunos de los más recientes representantes de la Escuela de Nueva York. El experimento se expresa a golpes de sismógrafo y traduce las conmociones de la sensibilidad contemporánea. No puede tender naturalmente, entonces, a la concepción y ejecución de obras maestras, sino a la expresión siempre móvil de sí mismo, aun independientemente de cualquiera relación directa con la personalidad que lo crea. El culto romántico de la individualidad creadora suele conducir a su oposición dialéctica, a una nueva impersonalidad, que permite al yo salir de sí mismo, en el olvido, superación y vencimiento de los límites individuales, para entrar en efusiones semirreligiosas y colectivas, como en los happenings. Buena porción del arte informalista se halla cargada de esta intención comunicante totalizadora, que exige una participación igualmente activa del ente llamado contemplador, que ahora deviene tan actor como el autor mismo.

Uno de nuestros ensayistas, Jorge Elliott, ha juzgado duramente esa actitud, que denomina patetismo falaz, según él condenable por llevar a una suerte de ebriedad sin exigencias, que no alcanza a ser dionisíaca porque no es significativa de nada y porque excluye a toda clase de tradición y pensamiento.

En las frases de Jackson Pollock: "Cuando estoy dentro de mi cuadro no me doy cuenta de lo que estoy haciendo", se revela ese abandono del yo consciente. Sólo el cuadro podría saber lo que va siendo, y como tal cosa es imposible, el crítico dirá que el pintor, falaz y patéticamente, se ha puesto al margen de los horizontes de la mente humana. Sólo después de un período de familiarización -dirá Pollock- podrá ver el pintor, retrospectivamente, lo que trató de hacer.

La obra comienza, pues, por producir extrañeza a quien la crea, pero como a ello se une una especie singular de identificación psicológica o parapsicológica, puede darse -para el creador y el contemplador al mismo título- una apertura vivencial del tejido de significación que la obra contiene. ¿Armonía preestablecida entre lo que el artista desea y lo que resulta de su quehacer? Sostiene Elliott que el experimentalismo plástico, cuyas consecuencias son casi siempre imprevistas para quien lo pone en práctica, ha sido adoptado por los artistas en gesto de servil imitación de las conductas de la ciencia positiva. Podríamos pensar más bien que en uno y otro campo de experimentación surge de imposiciones características del espíritu moderno, que se bifurcan en cuanto a sus métodos, fines y rendimientos, pero que provienen de un tronco común.

¿Armonia preestablecida? "Sí", contestaría Pollock. "Efectivamente, así es". Hay operaciones creadoras felices y otras que no lo son, lo cual no depende de actos de voluntad, sino de una conjunción de circunstancias imprevisibles, como las que determinan los "días felices" y los "nefandos".

A este propósito, señalaba Herbert Read la influencia ejercida en la mentalidad artística contemporánea por dos factores intelectuales y efectivos disímiles y en cierto modo convergentes: elementos filosóficos orientales, como los que integran el Budismo Zen, y el Psicoanálisis freudiano, completado por las hipótesis de Jung acerca del inconsciente colectivo y la importancia de determinados arquetipos. insinúa Read que causas culturales comunes habrían llevado a la eclosión de los tres fenómenos: arte contemporáneo, predominantemente no figurativo; difusión de filosofías orientales entre las elites de Occidente y psicoanálisis. Todas entrañan tentativas de ruptura con el mundo de la experiencia acostumbrada, en un afán de llegar a descubrir o expresar aquello que se nos oculta en nosotros mismos o en la realidad trascendente que se asoma desde dentro de nosotros.

Desde un Van Gogh o un Gauguin, ciertos artistas han dado vida a cuadros y esculturas que asumen el carácter de una revelación del mundo interno. Es el costado expresivo -a veces expresionista- de la creación plástica. El cuadro o el volumen adquieren una vida propia. Ya en las culturas arcaicas nos hallamos con intenciones parecidas, que determinan consecuencias prácticas, como que los objetos del hombre primitivo son siempre animados y poseen, aparte su carácter instrumental, potencialidades estéticas y religiosas. De ahí el respeto que rodea a estatuas o relieves, imágenes que concentran fuerzas ocultas, palabras que tienen libertad y poder, que no se pueden pronunciar en vano y sin peligro de aniquilamiento, delirio o locura. Hay palabras capaces de romper el equilibrio del mundo. Esa experiencia de participación nos lleva a sentirnos sustancialmente ligados con lo que nos es ajeno, nos lleva a descubrir nuestro propio retrato en otro rostro.

La aplicación de estas ideas a la comprensión valorativa del arte contemporáneo conduce, sin duda, a considerables alteraciones de las perspectivas axiológicas e históricas y a una visión discontinua de la experiencia estética, que sería siempre un nuevo comienzo.

De ahí la resistencia que ellas suscitan por parte de quienes ven, o quieren ver, en la historia de las artes una unidad de desarrollo.

"Hace cien años -escribe el crítico italiano Giorgio Kaisserlian- la profesión de crítico de arte era, sin duda, mucho más fácil que en la actualidad. Efectivamente, algunas ideas generales inconclusas permitían identificar, sin lugar a dudas, la obra de pintura o de escultura considerada como bella. Esto es, se creía en la necesidad de la imitación de la naturaleza y en la normatividad de un sentido renacentista de las proporciones y de la armonía. Los grandes pintores románticos, como Delacroix, no eran aceptados todavía completamente, mientras un arte oficial, mesurado y académico, imperaba indiscutido entre el público culto. En menos de cien años esta situación ha cambiado radicalmente, y hoy en día incluso los críticos más tradicionales se guardarían mucho de apoyar un arte que no mostrase cierta vivacidad y un mínimo de "carga" emotiva. Pero en estos tiempos, cuando se trata de pintura experimental, todo está permitido. ¿Cómo poder orientarse, entonces, sin criterios, en esta vaguedad de perspectivas?".

Las obras maestras -que hoy, en sentido riguroso, no existen- adquirían así un carácter de normatividad, que han perdido para el creador contemporáneo. Ahora el arte se hace a la medida de toda la historia y prehistoria del hombre y no dentro de los cánones renacentistas. Hemos perdido, así, la noción de un solo y privilegiado eje ordenador, de raíz grecolatina, que determinaba el sentido histórico de las artes figurativas -y de las otras-, otorgándoles continuidad. En caso de existir en nuestros días, esta continuidad podría hallarse sólo en factores adjetivos, como el dominio representativo del espacio natural o la maestría artesanal y técnica, pero no debemos olvidar que culturas enteras no pretendieron la conquista de tales objetivos ni realizar tales valores. Nos hallamos en la época del Museo Imaginario de que habla André Malraux.

"Actualmente todos los artistas occidentales -agrega Kaisserlian- pertenecen a este mundo desmesurado: pequeñas estatuillas negras han inspirado a los escultores de Occidente más que las obras de Miguel Ángel, y ciertos pintores y calígrafos japoneses han determinado un gran movimiento en la pintura occidental de nuestros días -el grafismo informal-, mientras que, por el contrario, durante esos años, Giotto, Masaccio y Piero della Francesca no han ejercido ninguna influencia".

Somos los primeros hombres que tienen la posibilidad de constituir museos imaginarios universales que dan otra visión y otra medida del hombre, gracias al creciente conocimiento de las culturas exóticas o extintas y a los medios cada vez más perfectos de reproducción audiovisual de sus expresiones. Llegamos a ser así, por poco que lo queramos, los primeros ciudadanos virtual y realmente universales, los primeros que han vivido en un mundo ecuménico o que tienen la posibilidad de hacerlo. Los últimos cien años han descubierto casi todo lo que se sabe de las culturas distantes, de las obras prehistóricas, del arte infantil y la mente que lo crea o de los reductos escondidos de la psique. Estos hallazgos se han producido gracias a las investigaciones antropológicas y arqueológicas, pero también en parte han sido motivados por el notable cambio de las valoraciones estéticas que el mismo arte moderno ha introducido. ¡Qué poco pudo saber Goethe de las artes prehistóricas, a pesar de haber sido uno de los primeros en intuir su valor!

Vivimos en un mundo desmesurado y a veces nos quejamos de que nuestras expresiones artísticas posean tal carácter, olvidando que la desmesura comienza en nosotros mismos. Pero la queja, siempre renovada, desde antiguo, suele justificarse desde el punto de vista de otra de las funciones que el arte ha cumplido histórica y psicológicamente: una tarea de concreción ordenadora de la experiencia sensible, que ciertas tendencias artísticas asumen mejor que otras y que se manifiestan tanto en la creación de las formas expresivas como en su contemplación y consumo. He aquí un polo contrario a toda desmesura, puesto que significa estilización ordenadora que se emparienta más con la ciencia que con la efusión romántica, lejos de todo lo superfluo, postizo o excesivo, como ocurre con el neoclasicismo geometrizante, concretista o constructivista. De ahí la tendencia a un arte y una belleza absolutos, fundados en la geometría o en la plástica pura, tan antigua como su opuesta y también presente en el orbe primitivo.

Volviendo a la idea anterior, diremos -con Kaisserlian- que "hoy, en realidad, todas las obras de arte del pasado y del presente nos son contemporáneas". Por eso, los peligros de un relativismo amorfo en el caso de la crítica son demasiado evidentes. Quien sabe si nos ayude a comprender en uno de sus aspectos el sentimiento de extrañeza que el arte contemporáneo en general nos procura, la aguda observación del mismo crítico, cuando distingue dos planos distintos de la existencia: "el de la vida de todos los días, en el que nos movernos normalmente y en donde conocemos alegría y sinsabores, plano considerado como anónimo y banal, y el del empeño auténtico que, entre el riesgo y la angustia, nos trae los signos puros del arte".

¿No significa eso que, de algún modo, el llamado arte moderno o contemporáneo está cerrando su propio círculo y agotando sus posibilidades expresivas, para abrirse hacia nuevos e imprevistos desarrollos, que ya no son simplemente modernos? Pues de ningún modo en la historia de la cultura -y aun de la naturaleza- se vuelve lisa y llanamente a situaciones anteriores. Los cambios sociales son, es obvio, irreversibles.

"El ser se nos muestra escondiéndose", insinúa Heidegger, al modo de Heráclito. El arte y la filosofía intentan, siempre en vano, revelarlo. Cada nuevo estilo es una tentativa irrepetible. Acaso la celeridad de los cambios contemporáneos y el rápido envejecimiento de las formas sean indicios de la urgencia con que sentimos esa necesidad de revelación. Tanto en la acción como en el conocimiento, pareciera que el ser, a punto de ser conquistado, se nos escapa. Su presencia huidiza es continuo desafío, como que se nos muestra en este esconderse y problematizarse, y de esa manera, y con tal carácter, impregna a la creación artística, a toda creación humana.

Aquí vuelve a ofrecérsenos el tema de la esencial trascendencia de las formas artísticas. En efecto, ¿por qué, más allá del regodeo de los sentidos, nos interesan contemplativamente algunas formas visibles?, ¿por qué nuestro interés no se limita a lo decorativo y se dirige, en cambio hacia planos más profundos de la sensibilidad?, ¿cómo podemos penetrar en un terreno extrasensible partiendo de estímulos visuales?, ¿cómo pueden nuestras pupilas intuir en las cosas su sentido interior? Sería imposible contestar estas preguntas sin insertarlas en un vasto contexto metafísico, pero sin duda ellas están en la entraña de la significación espiritual de las artes, desde las apariencias y más allá de ellas que son su materia y forman su lenguaje. A través de la extrañeza inicial y de la identificación que la sigue, un cuadro puede transportarnos al alma ajena y hacérnosla propia en una instancia de autorrevelación.

Y si en nuestra cultura, progresivamente crítica, esta búsqueda de sentido es más imperiosa que en otras más orgánicas, ello proviene tal vez de que el alma ajena y la propia se nos han hecho más enigmáticas, a pesar de la claridad de las acciones que la ciencia, la técnica o la política puedan proponernos. Interrogamos a las cosas que creamos para saber acerca de nosotros mismos. Las cosas creadas son nuestra huella, el surco en que recogemos -en lugar de sembrarlas- misteriosas semillas perdidas. La pintura, la escultura, la arquitectura, el cine hacen el alma visible, la rescatan del abandono, de la distracción, del olvido. En las épocas críticas, el alma humana es más irritable, pues está más dispersa en sus concreciones materiales y por eso la buscamos en ellas con mayor denuedo.

Una naturaleza muerta de Cézanne es apenas un ínfimo pedazo de realidad. Unas cuantas manzanas, una botella, un vaso, un mantel arrugado no significan gran cosa bajo el ángulo de las esencias y, sin embargo, podemos penetrar no sólo en el alma esquiva del pintor mediante esos objetos, sino también, en instantes privilegiados, en toda una época con sólo mirar esas nonadas. ¿Por qué ocurre tal cosa?

Quizá esté el esbozo de una respuesta en el afán de cosificación simbolizadora que está en la raíz de los procesos de invención artística. Se trata de fabricar unas cosas que delatan la caligrafía interior en un acto de trascendencia cargado de afectividad. El espíritu, en cuanto intelecto, tiene la vocación de trascender y trascenderse y desde el confuso mundo del yo individual nos lleva a abstracciones, esencias, visiones generales. En cambio, la psique, más enraizada a la médula singular del yo y a las situaciones fugaces de la existencia, tropieza con más dificultades cuando tiende a trascenderse, por el inevitable vehículo de lo sensible. ¿No proviene de ese forcejeo, como de Jacob con el angel, el aire de eternidad en lo fugaz que alcanzan ciertas pinturas? La mirada quiere eternizar las cosas perecederas, como en las imágenes del Budismo Zen. Es lo que Herbert Read llamaba el "principio fundamental de las artes", el principio de resonancia espiritual que, recordando las enseñanzas de un viejo pintor chino, se da en la capacidad de ligar lo singular con lo universal y en la de hacer eterno lo inestable y fugitivo. El arte viene a ser como un sueño sostenido en relación simbólica con las cosas. El sueño nos muestra espejismos que terminan siendo nuestras realidades.

El arte contemporáneo, en algunas de sus modalidades vecinas al informalismo, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, suele constniir desconstruyendo, desformalizando expresivamente. Puede sostenerse hoy, sin incurrir en disparate, que cada cosa mirada desde cierto punto de vista puede ser estética e ingresar al campo expresivo de las artes. Con ello el pensamiento estético, dentro de la filosofía, amplía considerablemente su registro -aun a riesgo de diluirse- y pasa a ser una teoría general de las formas simbólicas. Por eso difícilmente puede darse una crítica de las artes actuales que no tome en cuenta el hecho de que éstas son síntoma de algo que trasciende al arte. De ahí vienen no pocos de los escollos con que tropieza, los cuales se inician con el hecho cierto de que las palabras son siempre insuficientes e inadecuadas para expresar la experiencia estética visual o sonora. Sólo algunos estéticos racionalistas pudieron sostener que el verbo puede traducirlo todo. La verdad es que si ponemos a un gran escritor -un Baudelaire, un Valéry, un Claudel, un Ortega, que escribieron abundantemente sobre las artes plásticas a revelarnos su experiencia visual, sus palabras nos servirán como metáforas, apenas como alusiones o como construcciones paralelas a la experiencia visual. Pues, ¿cómo podríamos explicar o describir ese jarro de agua o esa mirada, sin entrar de lleno en la literatura, abandonando el suceso pictórico?

En el intervalo entre la realidad perceptiva y la representación simbólica se abre un área de tensión, de indeterminación e incertidumbre, que separa aquella realidad perceptiva de la representación de ella misma. Este intervalo se carga de posibilidades expresivas que dan margen a la individuación creadora. Si no hubiera distancia o diferencia entre el objeto y su representación, daríamos con la visión angélica. La nuestra, en cambio, está alterada por deseos y afanes y por las motivaciones de cada día, que afectan y dan dirección a todo lenguaje. No hay, entonces, realismo artístico que pueda llegar a tener valor representativo universal, desde que se trata de objetos percibidos, sentidos y expresados partiendo de la singularidad del sujeto y su circunstancia. En este sentido, no puede haber un arte realista absoluto que, idealmente, resultaría sólo al alcance de la capacidad divina, que suprime la distancia entre la representación y su objeto, por encima de toda dialéctica.

Es ilustrativo a este respecto el caso de los pintores impresionistas, que se preocuparon de transcribir directamente lo visto, de acortar el intervalo entre la representación y su objeto perceptivo, investigando las leyes que rigen la aprehensión de la luz, de los colores, planos y volúmenes. En esa virtud, deben ser calificados de realistas radicales y, sin embargo, durante mucho tiempo fueron incomprendidos por la mayor parte de sus contemporáneos. Su pulcritud representativa disonaba con los principios reinantes en materia de representación "realista". Los epígonos del naturalismo resultaban siendo tan idealistas como los abstractos o los imaginistas más desenfrenados, y desde luego más que Cézanne, vilipendiado por ellos en nombre del realismo. La "realidad perceptiva" depende de la dirección de la mirada.

Si el siglo XX, como se ha dicho, carece de una vital corriente realista -descontando al "realismo mágico"-, ello no se debe a que hayan disminuido las habilidades representativas de los artistas, como suele asegurarse, sino a un cambio en el orden de los intereses expresivos. A la confianza antes prevaleciente en la solidez del mundo externo, ha sucedido en la filosofía y en las artes una preocupación mayor por las realidades internas no visibles. Resulta, así, más dificil la tarea del pintor, puesto que la vida interior no está hecha necesariamente de imágenes visuales, sino de preimágenes, temores, deseos, presentimientos, nostalgias, que predominan en la afectividad, a menos que la psique se haga visionaria, como suele ocurrir en los sueños o bajo el efecto de los alucinógenos. En un M\'fcnch o un Ensor, por ejemplo, el mundo interno explota en una proyección exterior que psicologiza paisajes y figuras hasta llegar al delirio. Las imágenes de tres dimensiones dejan de ser portadoras de lo real externo y pasan a ser testimonios de lo interior.

No hay, entonces, arte que pueda ser representativo sin ser expresivo de una personalidad. Es esto último más característico de las sociedades críticas que de las orgánicas, en las cuales la persona llega a integrarse de una manera teóricamente perfecta con la función que ella cumple dentro de lo social, hasta el punto de que, en el límite, persona y función se identifican y puede definirse a la persona por su función. Lo personal puede integrarse en el todo colectivo sin que sufra en su valoración para sí misma. En cambio, en las sociedades críticas persona y función se distancian, así como se produce un divorcio entre experiencia ínterna y expresión, cosa señalada y estudiada con admirable profundidad entre nosotros por Félix Schwartzmann en sus obras El Sentimiento de lo Humano en América y Teoría de la Expresíón. Los gestos expresivos se hacen difíciles, tensos y a veces herméticos y las funciones sociales dejan de ser representativas de la persona en su integridad.

Esta ya no se siente bien identificada con lo que hace, que la deja insatisfecha, como al artista, desde el Romanticismo, lo dejan siempre descontento sus obras. El ya no se siente, como el clásico o el académico, totalmente expresado por lo que crea. Queda en él, en el fondo, un sobrante no iluminado -"el ser goza ocultándose"- y por eso mismo se pide al arte cada vez más que sea proyectivo, alumbrador y adivinatorio de aquellas tierras incógnitas, sobrantes y oscuras. Se pide con eso que cumpla una función mayéutica.

En tal contexto, es comprensible que épocas como la nuestra sean más propensas al culto de las personalidades creadoras que al cultivo de sus obras, que no alcanzan a ser maestras y ejemplares.

No se me escapa el que, dentro de la vastedad del tema, este análisis es unilateral, fragmentario y más subjetivo de lo conveniente. Desde el ángulo del funcionalismo social que emnarca el desarrollo de las artes, los factores estructuras de orden económico dan una base en muchos casos cierta y al parecer más exacta al análisis de los fenómenos estéticos. Por otra parte, un estudio rigurosamente formal nos permitiría ahondar en otras direcciones también reales e influyentes. Pero si entráramos por esos caminos nos saldríamos de los límites configuradores de este ensayo.

Luis Oyarzún Peña.

 

 

 
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