EL
SALÓN OFICIAL DE 1952
Consideraciones
Generales
No
sin razón se ha advertido últimamente una actitud de cierto
escepticismo ante los salones colectivos de artes plásticas
que son, por lo común, excesivamente populosos e inorgánicos,
como ciudades sin orden ni concierto por las que fuera difícil
transitar sin perderse o sin sentirse abrumado. Mejores son,
sin duda, para el conocimiento profundo de las artes, las
exposiciones retrospectivas, consagradas a mostrar descansadamente
la obra de uno sólo o de unos cuantos artistas, o las muestras
de grupos de creadores emparentados entre sí. Mejores y más
interesantes, por cierto, y también más asequibles al examen
del crítico, pero, en todo caso, distintas y encaminadas al
cumplimiento de otra función. Pues habría que comparar una
exhibición del tipo de este Salón Oficial -organizado anualmente
por el Instituto de Extensión de Artes Plásticas de la Universidad
de Chile- con las grandes antologías que recogen lo más significativo
de la poesía que en un momento dado se hace en un país. ¿Con
qué fin? Fundamentalmente, con estos dos, me parece: ofrecer
una visión de conjunto que nos permita orientarnos frente
a lo actual y proporcionar estímulos al creador y al espectador,
por vías diversas, pero convergentes.
Un
salón tan amplio como nuestro Salón Oficial no tendría sentido
si en él no aparecieran conjuntamente los viejos y los nuevos
artistas, las figuras ya consagradas y las que recién emergen.
Tal comensalidad es positiva para el desarrollo más o menos
orgánico de las artes en un pequeño país y no deja de brindar
de cuando en cuando sorpresas favorables. En nuestra breve
historia artística, el Salón Oficial ha sido estimulante y
ha contribuido, tanto a sugerir las bases de un estilo propio
que recién empieza a constituirse como a educar el gusto del
público. Por otra parte, desde que la Universidad de Chile
se hizo cargo de esta muestra anual colectiva, ella ha representado
en el país una posición estética que, sin llegar a los extremos,
se identifica con un espíritu de renovación y vanguardia dentro
de la creación plástica chilena. Tal hecho se ha producido
espontáneamente, como un fenómeno de polarización que no altera
el carácter ubérrimo que el Salón tiene en principio.
A
pesar de la variedad de edades, estilos y méritos, no seria
imposible descubrir entre los que concurren a este Salón de
1952, rasgos comunes, que dan al torneo una cierta homogeneidad,
no sin notables disidencias. Si recordamos primero a la pintura
advertiremos que predomina -extrañamente, en más de un caso-
una actitud de purismo estético que es no sólo la tendencia
hacia una pintura que tiene en sí misma su propio fin, sino
aún más, el afán de practicar un arte que surge de laboratorios
interiores. En el peor de los ejemplos posibles, las obras
que así nacen pueden llegar a ser, cualquiera que sea su forma
inicial, simples academias, ejercicios consumados para lucir
la educada destreza de la mano. No son pocos, sin embargo,
los méritos que tal modo de ser artístico fomenta en quienes
se libran de su imperio absorbente. Desde luego, en la mayoría
de nuestros pintores, un perceptible dominio de los recursos
fundamentales del oficio, que se une a una fina sensibilidad
ante el color, condiciones ambas preciosas para cualquier
inédito desenvolvimiento futuro.
Salvo
en muy pocos casos, en estos artistas se nota una gran mesura,
que se halla en relación con el triunfo casi completo de los
elementos formales puros sobre los otros que llamaríamos pasionales
o vivenciales. Su pintura es, por lo general, desnuda; no
precisamente vacía, pero sí reticente en lo que toca a una
relación profunda e imaginativa del artista con el mundo.
Vale la pena citar de inmediato las excepciones, que serán
más tarde analizadas: Elliott, Roa, Gabriela Garfias, Bartelsman
que, junto a algunos otros, revelan, mal o bien, una posición
diferente.
En
lo demás se impone con exceso un respeto académico ante las
convenciones -viejas o nuevas- del arte de taller, como si
la pintura fuese asunto privativo de profesionales y no la
expresión plástica de la experiencia humana integral. Seria
lamentable tener que decir en el futuro que la pintura chilena
fue incapaz de romper sus decorosos moldes actuales por falta
de un aliento de fantasía rebelde y apasionada, y que languideció
bajo una sobrecarga de sensatez, discreción y compostura.
Para
los escultores no ha sido éste un año particularmente feliz,
pero muchas de las obras expuestas, comenzando por la bella
figura de Raúl Vargas, que obtuvo el Premio de Honor, merecen
detenido examen.
Luis
Oyarzún Peña. La Nación,
27 diciembre., 1952, p. 4