EL
SALÓN OFICIAL DE 1952
II
Sería
difícil clasificar en tendencias perfectamente nítidas a los
pintores representados en el actual Salón oficial. En general
puede afirmarse que el mundo plástico contemporáneo se halla
aquí presente a través de filtros que señalan tal vez lo característico
-y casi inexpresado- de la modalidad pictórica chilena, si
es que ésta existe. Decíamos anteriormente que en este salón
no se hallan gestos de audacia constructiva o imaginativa.
De este modo, los movimientos de renovación artística del
presente siglo, que de una manera o de otra aparecen en nuestros
pintores, han sido prudentemente asimilados, con un cierto
miedo íntimo que desvitaliza buena parte de su sentido. Acaso
en virtud de la característica que señalábamos en nuestro
articulo anterior: el refinamiento cromático. Bien natural
es, por otra parte, que las escuelas revolucionarias, cuyo
punto de origen se halla lejos de nosotros, no puedan ser
en este país reproducidas sin perder mucho del salvajismo
de sus formas. No hay rebeldía imitativa, ni tampoco descubrimientos
a posteriori. La distancia -que no es, por cierto, distancia
física, sino divorcio en el espíritu- crea en el dominio de
las artes actitudes que aún con lenguajes aparentemente novísimos,
conducen al academismo. Es perfectamente posible, así, practicar
un academismo surrealista, cubista o no figurativo, cuando
se toma sólo la exterioridad de estas tendencias, que en Europa
surgían impulsadas por una necesidad interior, y que entre
nosotros no se reproducen por lo general sino como un fruto
de habilidad o estudio.
Sin
embargo, hay en el actual Salón tres o cuatro pintores que
expresan -demasiado imperfectamente tal vez- una diferente
manera de enfrentarse con los problemas de su arte, los cuales
son, en último término, problemas de sí mismos y de su relación
viviente con el mundo. No importa fundamentalmente su lugar
en la topografía de las artes. Creo que lo que en esencia
pide un espectador interesado que se coloca frente a un cuadro
es una expresión personal, es decir, la manifestación de algo
que comprometa vitalmente al artista y que él comunica, por
medio del lenguaje plástico, sobre la tela o sobre el muro.
Tal
compromiso puede tener múltiples orígenes, y puede hacerse
presente por vías innumerables pero, en todo caso, su profundidad
es la medida de su universalidad. Algo realmente visto con
pasión, algo entrevisto con ansiedad en el mundo de las formas
externas o en el mundo íntimo, un paisaje que se apodera del
alma y de la mano, un ramo de flores que expresa la embriaguez
de las fuerzas vitales, una figura humana que encarne el dolor,
la explotación o la dicha, son algunas de las fuentes perennes
del gran arte. Son ellas las que no se vislumbran en la mayoría,
sino en unos pocos solamente, a veces con imperfección extrema
muy por debajo de los standards de pintores más hábiles, qué
utilizan su oficio sólo para hacerse insubstancialmente presentes
ante la mirada del curioso o ante el juicio de sus iguales.
La
primera gran excepción del Salón me parece George Elliott,
pintor anglo-chileno que exhibe sus obras por primera vez,
y que se ha hecho acreedor a un tercer premio de pintura.
Uno de sus óleos, sobre todo Puerto del Norte de Chile, resulta
inolvidable. El paisaje es aquí pasionalmente aprehendido
y crea, con una magia particular, la ilusión del artista y
el misterio de su relación con la tierra. Yo no sé si él ha
mirado o no esos cerros del norte que se desploman sobre el
aceite nocturno e inhospitalario del mar, pero en todo caso,
en este lienzo Elliott crea unas materias impregnadas de sentido,
por medio de elementos plásticos perfectamente ajustados.
Posiblemente, si lo medimos con metros escolares, pinta mal
y seria incapaz de vencer los obstáculos de una academia;
mas, y en esto radica la principal diferencia, se nota que
tiene algo que decir y sabe cómo decirlo, desde que anima
una geografía intensamente expresiva de las formas y su pincel
parece empapado en la substancia de sí. Menos acabados son
los dos paisajes restantes, aunque también hay en ellos una
penetración intuitiva en el mundo, en una materia dramáticamente
viva -carros semejantes a manos o vísceras, cielos sulfurosos-
que llega hasta nosotros por el canal de la pintura.
Luis
Oyarzún Peña. La Nación,
2 enero, 1953, p. 4