Historia
               

MACFacultad de Artes

CENTENARIO DE VAN GOGH 

Hace cien años nació Vincent Van Gogh, en la aldea de Groot-Zundert, en el Brabante holandés. A los 16 años entró como auxiliar en el establecimiento de un comerciante en cuadros, y cuatro años más tarde, la célebre casa Goupil lo envió a su sucursal de Londres. Pero como el temperamento del joven artista no se avenía con los afanes mercantiles -alguna vez escribiera que todo comercio se funda en la codicia y el latrocinio-, no mucho después lo encontramos como maestro primario en la campiña inglesa, y como predicador laico en la región carbonífera de Borinage, en Bélgica. Carácter tan heterodoxo y lanzado hacia metas extremas, no podía ser mirado con buenos ojos por las autoridades eclesiásticas, que lo despidieron. Entonces, empezó a pintar, y en 1886 se instaló con su hermano Theo en París, en donde conoció a Seurat Toulouse, Lautrec y la atmósfera del impresionismo. La gran ciudad le resultó, al poco tiempo, irrespirable, y luego de celebrar una exposición, se retiró a la Provenza. Allí convivió un año -tempestuoso y fecundo- con Gauguin. Sus ataques de locura y su internación voluntaria en un manicomio no le impidieron pintar algunas de sus obras más extraordinarias, pero le llevaron -siempre fiel hombre de gestos radicales- al suicidio, en 1890. Su vida había sido apasionada, intensa, exhaustiva, y así lo es también su obra, uno de los más vivientes y bellos documentos de la experiencia espiritual humana traducida en formas y colores.

Se ha dicho que Van Gogh fue un vástago rebelde del Impresionismo; pero tal juicio, aunque exacto, nos inclina a disminuir la magnitud de su insurgencia. Como Cézanne, sintió Van Gogh todo lo que había de invertebrado en el sensualismo impresionista, y como él, también, obedeció a la necesidad de reconstituir la solidez de la pintura, avanzando, por medio de una abstracción creciente, hacia un nuevo y lejano clasicismo. Hubo en ambos un exigente apetito de ordenación formal; pero, mientras Cézanne lo satisfizo con un esfuerzo puramente plástico que condujo finalmente a la revolución visual de este siglo, aquella apetencia se ensanchó en Van Gogh de tal modo, que llegó a identificarse con el ansia de un orden trascendente, con la inextinguible sed de lo absoluto. Las formas abstractas no sólo significaban, así, para él, los nuevos

fundamentos del lenguaje pictórico, sino, más que eso, las bases de una nueva visión y de un nuevo contacto con el mundo. Una pasión espiritual ardiente de humanidad, alimentaba la pasión expresiva de Van Gogh. Como Rimbaud por medio de la poesía, anhelaba locamente trastrocar, transfigurar la vida a través de la pintura, pintando, como el Giotto, un sentimiento distinto del hombre ante las cosas. Por eso, el trato aún más superficial con sus cuadros nos transmite algo del vértigo de esa ambición excesiva y los estremecimientos de un alma en tensión máxima, lo que el poeta Hugo von Hoffmansthal llamó "maravilla frenética erizada de inverosimilitud". En la pintura de Van Gogh todo es vibración, irradiación apasionada. Vibran el color, la luz y las líneas, realizando un esfuerzo supremo para vencer la gravedad material, que se opone a la ascensión libre de su ímpetu. Con vigor expresivo pocas veces igualado, la mano de Van Gogh traza líneas jugosas, líneas rudas que giran sobre sí mismas como llamas; líneas que se rompen, se desgarran y se zarpan de dientes, como se ve en la célebre Noche Estrellada del Museo de Arte Moderno de Nueva York, en donde el conflicto interior se expresa en las líneas dentadas que delinean el ciprés, las montañas, los arbustos y el cielo, y en la luz que se retuerce en espirales dramáticas.

El historiador alemán Richard Hamann dice que Van Gogh quiebra y cantea las formas como un grabador "como si en vez de pincel usara un cuchillo". Esta imagen puramente técnica puede tener también significación caracterológica, pues Van Gogh pinta, en efecto con crueldad, violentamente uniendo a la fascinación de la belleza una cólera espiritual, que no comprenderíamos sin recordar que la pintura representa para él un compromiso total consigo mismo. De ahí su actualidad perenne y la hondura de su influencia, que va mucho más allá de los límites de la pintura. La pasión creadora llega aquí hasta el extremo de los colores y las formas, y nos entrega, por lo mismo, al hombre entero, a un hombre inflamado de sed, que hace que los colores ardan y llameen, que empasta fieramente la tela, que pinta con el pincel, con la espátula y con los dedos, con vitalidad de primitivo o de demiurgo que aprieta la tierra entre sus manos. Vale para él lo que él mismo escribía de Delacroix: "Cuando pinta, es como un león que devora carne". Y lo que él se dice: "Uno debe luchar cuando el hierro está al rojo".

Sostuvo una relación apasionada con la naturaleza. De pocos tanto como de Van Gogh puede decirse que su arte fue un diálogo con la naturaleza creadora, un diálogo que equivale a una lucha entre un titán y un dios. Ambos se miran, se escuchan, se acechan, se aman, se torturan hasta la muerte, hasta que el titán sucumbe entre los brazos de su enemigo. Van Gogh fuerza a la naturaleza, la violenta, pero no se aleja de ella; al contrario, quiere penetrar en su verdadero ser y siente que para eso tiene que volver a crearla, liberando sus ojos y su cuerpo de toda costumbre, de toda convención. Tiene que desnudarse para verla. "Dijérase que su fuerza expresiva ha estrujado esqueletos de animales y plantas en un crisol, para engendrar nuevas combinaciones de colores", dice Hamann.

No sólo la naturaleza, por otra parte, sino cualquier asunto pictórico -un café nocturno, la figura de un amigo o de una prostituta, un par de zapatos- es infinitamente excitante, y esa excitación debe ser directamente traducida por las pinceladas vibrantes del cuadro. Pues, si bien se mira, todo es motivo de asombro, de perplejidad, de encantamiento. Gauguin y Van Gogh tienen eso de común: querer mirar el mundo y unirse a él, con ojos bárbaros, con los primeros ojos humanos. Tratan de redescubrir -de volver a tocar- las raíces de la vida, el espíritu en cuyo seno germinan las formas, por medio de la visión artística, y por ella también reconstruir un orden humano impregnado de salud natural. Van Gogh es revolucionario social justamente porque es amigo del orden verdadero: "Vivimos en licencia y anarquía absolutas", dice. Y en otra parte: "Quiero pintar hombres y mujeres con ese algo de eterno que se acostumbraba a simbolizar con la aureola y que nosotros podemos dar con la irradiación y vibración de nuestros colores". "¡Ah, retratar con el alma del modelo en uno...!".

La pintura de Van Gogh es metafísica como representación del hombre y su atmósfera, porque nace de un asombro primario ante la existencia y sus elementos originarios: la luz, la corporeidad, el color, el alma. Revolucionariamente, por el color más llameante, quiere Van Gogh pasar de lo íntimo a lo externo -y viceversa- y restablecer la unidad viva de lo creado. Sobre el abismo que separa al universo frío y convencionalizado del hombre raído por sus propias costumbres, pone Van Gogh, como el pintor japonés de su ejemplo, una humilde hoja de hierba, que lo lleva a dibujar "todas las plantas, y después las estaciones y los grandes aspectos del campo, enseguida los animales y luego la figura humana...".

Luis Oyarzún Peña

 

 

 

 
Sitio desarrollado por SISIB - Universidad de Chile