El INTA antes de ser INTA: Dormitorios, conejos finos, silencio estricto en Semana Santa y clases de latín

El INTA antes de ser INTA: Dormitorios, conejos finos y latín

Mucho antes de ser espacio de laboratorios y seminarios científicos, el edificio del Instituto de Nutrición y Tecnología de los Alimentos (INTA) de la Universidad de Chile tenía otro ritmo y distribución: dormitorios para 100 personas, separados por cortinas, en el tercer piso; silencio estricto en Semana Santa; sotanas, latín y un piso moderno para la época. En 1954, Gerardo García Hernández, de 82 años, fue uno de los primeros estudiantes en habitar el flamante Liceo Camilo Ortúzar Montt, seminario salesiano recién construido en medio de viñedos, conejos finos, un vivero de rosas -también finas- de cara a Av. Macul, y frutales cuidados por alumnos de la Escuela Agrícola Sagrada Familia.

“Esto se empezó a construir entiendo que el año 1953, y a principios del 55 quedó listo. Llegué aquí a fines de diciembre de 1954, cuando tenía 12 años. En algún minuto de mi vida, en esa época de la niñez cuando uno parte por querer ser bombero o chofer de micro, sentí que Dios me llamaba a ser sacerdote. Aquí funcionaban  dos colegios, con un régimen de internado: la Escuela Agrícola Sagrada Familia y el Colegio Camilo Ortúzar Montt, que en esa época era el aspirantado y seminario de los salesianos. Alcancé a estar como alumno un mes en colegio antiguo -donde hoy se realizan las elecciones- y nos vinimos para acá, que estaban terminando todavía la pintura exterior. Buena parte de la mudanza la hicimos a pie: era bien gracioso desarmar catres para cargarlos en un camión y venirse caminando al lado del camión para descargar aquí. Son 500 metros de lado a lado. Fuimos la primera generación, los primeros humanos, que ocupamos el edificio. Era nuevo, tenía olor a pintura”, recuerda. 

Dice que la construcción del edificio fue una novedad en el sector, ya que entre Av. Macul, Av. Las Torres y Av. Departamental hasta Av. Tobalaba “todo era una gran viña. Había una laguna también donde se criaban patos y un hoyo para hacer ladrillos. Fue  un despliegue tecnológico, porque había betoneras, camiones que llegaban con materiales. No existía la visión aquí en Macul -en ese entonces Ñuñoa- de una construcción grande. Había pocas casas, era más campo. Entonces llamó la atención”.

¿Cómo se organizaban las dependencias? En el primer piso estaban las oficinas administrativas y de apoyo. La primera oficina en la entrada era la del rector (la “persona encargada de la disciplina”, describe Gerardo). Camino hacia lo que hoy es el Centro de Diagnóstico CEDINTA se encontraban el comedor, la cocina y la lavandería. Un galería se abría al patio.

En el segundo piso se distribuían las salas de clase para cerca de 100 alumnos y en el tercer piso los dormitorios. “Era un gran salón, una gran habitación, con dos dormitorios para 50 personas cada uno. Había piezas individuales separadas por cortinas, igual que una sala de hospital antiguo. Nos pedían que la colcha fuera blanca y las ropas las dejábamos en una caja tipo baúl a los pies de la cama. Los curas tenían espacios especiales separados también con cortinas. El piso era de un material nuevo en esa época, un piso negro de baldosas de asfalto. Fue de los primeros en Chile en usarlas”, dice.

“El seminario era muy especial, porque el 80% o 90% de los que estábamos aquí teníamos intenciones de ser sacerdotes, pero había diplomáticos extranjeros que tenían sus niños aquí también, porque el trabajo diplomático es bien contrario a la unidad familiar. Los venían a buscar a veces el fin de semana. Teníamos las clases normales típicas de un colegio, matemáticas, castellano, historia, geografía. La única diferencia era que en vez de francés estudiábamos latín y había una clase de religión adicional. Veíamos historia de la iglesia partiendo desde los inicios, desde la creación del mundo para adelante. Todo lo que había de estas paredes para afuera era ´el mundo’, uno de los peligros para la vida de la fe. A fin de año venía una comisión de profesores del Instituto Nacional a tomar los exámenes”, relata

Otra peculiaridad era que en Semana Santa se guardaba estricto silencio y en abril se suspendían las clases por una semana para que todos ayudaran en la vendimia, ya que se conservaron las viñas en el patio central hacia Av. Tobalaba. Cada día, después del almuerzo, se armaban grupos que caminaban por cerca de media hora por una galería al aire libre frente al casino (en la foto). “Eran círculos de como 10 estudiantes con un cura al centro que iba contando historias. Hablaban de evangelización en la Patagonia, eso estaba muy de moda en esa época. Como iban de un lado al otro, unos iban caminando para atrás y luego para adelante”, explica.

Gerardo se fue en 1956 cuando murió su  papá. “Yo creo que en el año 70, coincidiendo con el cambio político fuerte que hubo en Chile, los salesianos dejaron de ocupar este edificio. Y quedó un poco como elefante blanco”.  

Según relata el Dr. Mönckeberg en el libro "Contra viento y marea: Hasta erradicar la desnutrición", a inicios de los 70 estaban en búsqueda de un edificio para poder asentarse y realizar "investigaciones multidisciplinarias" para comprender y remediar el problema de la desnutrición infantil en Chile. Eran tiempos de expopiaciones y tomas. "En medio de este complicado escenario tuvimos una conversación con mi hermano Guillermo Mönckeberg, sacerdote salesiano. Durante ésta surgió una gigante luminaria: la concregación había construido, veinte años antes, un gran edificio para albergar a los seminaristas, sin embargo, como ellos fueron bastante menos de lo previsto, el inmueble quedó sobredimensionado. A los directivos de la congregación les preocupaba que, habiendo tenido un elevado costo, el edificio estaba prácticamente abandonado y en franco deterioro. Decidimos visitarlos para decirles qué hacer", describe en el libro.

"Era un enorme edificio de concreto y de tres pisos", continúa el relato. "Tenía aproximadamente diez mil metros cuadrados construidos, con una infraestructura que se asemejaba a la de un colegio y un terreno de tres hectáreas que lo rodeaba. Estaba ubicado al final de la calle José Pedro Alessandri, en Macul. A primera vista impresionaba por su abandono, sin cierres perimetrales, con muros malogrados y vidrios rotos. Servía de pasillo para los habitantes de una población marginal situada a sus espaldas, la población El Cobre, quienes acortaban camino para aceder a la movilización de la calle Macul. Mirando la fachada del edificio me dije éste debe ser el Instituto de Nutrición y Tecnología de los Alimentos (INTA) (...) El problema fue el precio, que alcanzaba a varios millones de dólares".

El monto de la venta se resolvió de un modo inesperado. Encariñado ya con las posibilidades del edificio y preocupado por no poder concretar su adquisición, el Dr. Mönckeberg habló con otro  hermano, Jorge, entonces alcalde de Ñuñoa. Este le sugirió conversar con "el compañero Checo", líder de la población El Cobre. Se juntaron en un restaurante y el Checo escribió en una servilleta una petición: "Un tarro de pintura blanca, un tarro de pintura roja, dos brochas, cinco tabletas de madera para encuestadores y una huincha para medir de diez metros". Tres días más tarde, el compañero Checo entró al edificio "con un grupo de quince pobladores y, aparatosamente, comenzaron a recorrer las diferentes salas pintando un número en cada puerta". 

Preocupados por el giro que podía tomar esta acción, desde la congregación salesiana pidieron al doctor que les avisara a esas personas que el edificio estaba siendo transferido a la Universidad de Chile. Luego solicitaron que lo ocuparan "dentro de quince días, dejando para conversaciones posteriores el precio y la forma de pago. Tiempo después, en pleno régimen militar, la universidad llegó a un acuerdo sobre ambos puntos pero, la verdad, nunca supe cuánto fue exactamente el precio fijado", concluye el médico en el libro.    

Gerardo recuerda que “en los salesianos había lamentaciones, varios años después, de tan barato que habían vendido”. Él siguió con su vida, lejos del camino sacerdotal: “Pensé prefiero ser un buen católico, un buen cristiano, y no un mal cura. Los años me dieron la razón. Siempre seguí cerca de la iglesia”. Curiosamente su esposa María Angélica Ulloa también tiene recuerdos ligados al instituto: como secretaria de Dirección del Hospital San Borja Arriarán, en los años 60, veía de cerca la dura realidad de la desnutrición infantil y el impacto del trabajo del Dr. Mönckeberg. 

María Angélica relata que “lo conocí mucho porque iba a reuniones en el hospital o nosotros veníamos acá. A mí como secretaria me daban una lista de mujeres que eran cuidadoras de niños desnutridos del sector de Alameda o Santiago Centro, de la periferia que hoy llaman campamentos, pero antes les decían poblaciones callampa. Iban comisiones a ver el estado de los niños en sus casas. Cuando estaban muy mal los llevaban a casas de acogida, era como hospitalizarlos en otra casa. Era muy  triste, era una miseria horrible. Yo me preocupaba de apurar los cheques antes de que ellas llegaran al hospital, porque si alimentaban a los niños, tenían que tener la plata para poderlos alimentar. El INTA se creó justamente por ese tema, por la desnutrición infantil”.