La división de Chile

10 de Julio de 2002

Dicen que las premuras económicas son el factor más decisivo en las divisiones y rompimientos familiares. Infortunadamente, junto con los efectos de una caída en los ingresos, de una cesantía persistente, o de un sobreendeudamiento financiero, viene la incomprensión y usualmente el quiebre de la familia. Las acusaciones se cruzan, el lenguaje se hace más rudo, la comunicación se pierde, se ahonda el problema de origen, y se destruye progresivamente el factor cohesionador familiar. Ciertamente, la receta teórica pasa por la comprensión, el mutuo apoyo, la búsqueda conjunta de sacrificios compartidos y esfuerzos de común acuerdo para salir de la álgida etapa de la crisis. Buen consejo, usualmente poco practicado en medio del tráfago de necesidades, frustraciones y desvelos.

A nivel de nuestra sociedad ocurre otro tanto. Chile lleva ya cuatro años de problemas económicos, enfrentando sucesivas crisis y una aletargada economía mundial. No importa que estemos haciéndolo mucho mejor que nuestros vecinos; tampoco que nuestros indicadores de estabilidad otorguen señales plausibles. Ni siquiera parece importar que en su origen el problema es un tanto inevitable, puesto que siempre se argumentará que podemos reaccionar mejor ante las fuerzas externas. La cuestión radica en el efecto central de esta situación: una sociedad que se divide, y que contempla cada vez con mayor frecuencia el enfrentamiento verbal y físico. La violencia nos vuelve a visitar, junto con la división, la odiosidad, los lenguajes desmedidos, la odiosidad de clase y una enorme carga de agresividad. Todo ello, ciertamente, con un fondo de frustración y de problemas que resultan innegables, pero con resultados que también podemos lamentar más tarde. Acusaciones que nos dividen, una vuelta a un pasado que habíamos declarado dejar atrás, y la división de la familia chilena. En ese estado de cosas, las señales de entusiasmo y confianza se pierden fácilmente; la capacidad de dialogar se va desvaneciendo; el enfrentamiento gana, en medio de mezquindades y de afanes subalternos. ¿No será hora de preocuparnos abiertamente del asunto? ¿No será bueno construir una señal de unidad para avanzar en la salida de nuestros problemas actuales? La familia nacional no se puede divorciar, pero sí puede continuar un largo camino de desgaste, de heridas sin cicatrizar, de acusaciones y odios que engendrarán solamente mayor pobreza y múltiples padeceres para nuestra maltrecha sociedad.

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