I. Hacia una nueva situación
Sin duda el golpe de estado del 11 de septiembre de 1973 ha
marcado un punto de referencia obligada en la lectura que la crítica ha realizado sobre
la poesía que hizo aparición tras "la heroica gesta". El estado de las cosas
que "ocupó" el panorama general de la nación modificó en amplios sentidos la
práctica de la poesía en todos los puntos nacionales de producción, incluso
multiplicándolos. El exilio de muchos de los integrantes de la promoción de poetas que
se ha dado en llamar generación emergente de los años sesenta, y el intraexilio
sufrido por los demás, incluso la pérdida de libertad, determinó no sólo el quiebre de
un espacio poético que estaba signado por la participación y la comunicación entre sus
miembros, sino también por el ingreso del anteriormente pausado y "normal"
relevo generacional a la irregularidad; en fin, el quiebre de una tradición establecida
desde principios de siglo a nivel práctico: de comportamiento cultural.
El nuevo estado de las cosas observó la aparición, bajo
difíciles condiciones, de una nueva promoción poética que intentó romper el silencio
general, resquebrajándolo. El solo hecho de levantar la voz públicamente a través de un
texto poético era, consecuentemente con el estado de represión imperante, un peligro y
al mismo tiempo una declaración de libertad. La poesía de la década del 70 se encuentra
en constante referencia al discurso oficial represivo y al silenciamiento del ambiente.
Esta relación estableció un lenguaje poético aparentemente "nuevo" que
recorre, en una primera instancia, el arco que dibujan las posibilidades que existen entre
la poesía de testimonio y los discursos donde se presenta la autocensura. De mucha
ayuda resulta, para la clarificación de este contexto, el panorama crítico que presenta
Soledad Bianchi en su artículo "Un mapa por completar: la joven poesía
chilena.".(1)
La situación generada tras el golpe de estado de septiembre
de 1973 sigue siendo determinante para la comprensión del giro que algunos poetas de la
década del 70 ejercían en el panorama de la literatura nacional, estableciendo el
contexto que perfilará posteriormente las obras que aparecen durante la década
siguiente. Con la intención de alejarse de la retórica contingente que ocupaba parte del
espacio de la creación (en tanto retórica) y de cierta representación maniqueísta de
la realidad, aparece la ruptura artística que proponen las obras neovanguardistas.
Antes del golpe de estado comienzan a darse a conocer en Valparaíso, alrededor del Café
Cinema, las obras de los poetas Juan Luis Martínez y Raúl Zurita, las cuales tendrán
gran influencia posteriormente. En Santiago se crea el grupo multidisciplinario
"Colectivo de Acciones de Arte" (CADA), que conforman el poeta Raúl Zurita y la
narradora Diamela Eltit, entre otros, que marcará el panorama general de los discursos
artísticos intentando intervenir en el "cuerpo doloroso" de la realidad, a
través de medios plásticos, visuales, conceptuales y poéticos, para revelarlo en toda
su complejidad, intentando borrar con esa práctica fronteras no solamente genéricas sino
también las que parece haber entre Arte y Vida (2). En
esta praxis se encuentra también, en mi opinión, la obra de Rodrigo Lira, recopilada -al
menos en su soporte textual- tras su suicidio en 1981 en el libro Proyecto de obras
completas (Santiago, Minga/Camaleón, 1984), con un prólogo del poeta Enrique Lihn, que
constituye un interesante marco no sólo para la obra de Lira sino también para su
contexto. Ante un entorno social ominoso y un panorama literario adverso, el discurso de
Lira presenta un voluntad moderna parodiadora y, de tanto en tanto, carnavalesca, de
poseer la realidad, iniciando en su acercamiento el espacio de la "ceguera", el
texto "de la lengua trabada": la focalización muy cercana produce la
imposibildad de (no) decir lo que (no) se ve. De otro modo, en la obra de Diego Maquieira,
diversos discursos poseen el texto-escenario, produciéndose así el cruce y la
desidentificación total de las intenciones organizadas por el "poeta-director
teatral", el "coreógrafo" de las voces del texto, encubierto bajo la
sonrisa del homo ludens.
En los años posteriores, la mirada que recorre los
intersticios de la realidad, colapsa a partir de la contradicción entre su voluntad de
observación y el enfoque minimalista que la impide. En dos posiciones aparentemente
contradictorias, se ubican las obras de Andrés Morales y de los poetas llamados "los
bárbaros". En la obra del primero, la controlada convulsión del intento histérico
de ordenar un panorama sin posible jerarquización desde la distancia adoptada, lleva al
"punto muerto" una representación muda y solitaria de la parálisis del sistema
comunicativo, utilizando la superficie de la coerción endecasilábica. "Los
bárbaros" -Guillermo Valenzuela, Sergio Parra, Víctor Hugo Díaz y Malú Urriola-
intentan, por el contrario, recuperar, en la fragmentación de los restos del
"terremoto social" de 1973 el lenguaje de la tribu, disperso en los diversos
códigos citadinos, logrando, sin embargo, más bien, dispersar el propio lenguaje de sus
textos.(3)
Los poetas que aquí se presentan dejan de ocupar esa zona
marcada discursivamente por la poesía de las décadas anteriores, para hacerse cargo de
un contexto que difumina las "marcas" y las "heridas" de ese
"cuerpo". En sentido inmediato, no pertenecen ya a la situación generada tras
el golpe de estado de 1973, sino a un contexto aparentemente "transitivo" donde
los actores de la oficialidad intentan destensar esas "marcas", aflojarlas hasta
que desaparezcan, eliminar las diferencias entre los discursos mayoritarios -que,
oponentes, se proyectaban sobre ese "cuerpo del dolor"- para así multiplicar
sus dos "miradas" en la infinitud de ellas. De pronto, la posibilidad de
observar desde tan diversos lugares, a la vez tan poco diferenciados, deslumbra y
paraliza: las oposiciones se disuelven, para el bien de la "paz social", en la
posesión oblícua de una multitud de miradas que intentan borrar los signos sobre un
"cuerpo", ahora, "anestesiado".
En este clima de indeterminación tanto cultural como
estética de los últimos seis años, aparentemente parece sustentarse cualquier objeto
artístico emergente en esa situación, determinada e indeterminada a la vez. Sin embargo,
como tantas veces se ha insistido sobre la historia de las ideas y las producciones
estéticas, éstas eligen representaciones que no están directamente ligadas a la
realidad en términos de reflejo, de estructura determinante a superestructura
determinada, como quería el primer Lukacs; las imbricaciones entre realidad y arte son
definitivamente mucho más complejas que una simple jerarquización basada en la
dependencia de uno con respecto a la otra. Precisamente, éste es uno de los conceptos
fundamentales que hay que tener presente tras ingresar en el territorio de esta nueva
producción emergente en la década del 90, si bien continúa formalmente con los
hallazgos de la tradición poética chilena de este siglo, e incluso de las promociones
inmediatamente anteriores, lo hace, como se verá, con voluntad estética diversa. Para
ello se hace necesario dejar en claro que el observador se encuentra en un contexto
sociopolítico que ha sufrido diversas transformaciones con respecto al que correspondía
a los estudios que intentaron fijar ciertas líneas de conducta de la promoción poética
anterior. (4)