Si se piensa que una pintada, un grafiti o una breve danza colectiva son formas que reenvían a jeroglíficos trazados en cavernas, notas disonantes que participan de un linaje milenario, enseguida se concluye que el arte, sea lo que éste sea, no nació al amparo de especialistas, claustros e instituciones, sino en espacios restados al curso rutinario de la vida organizada. En ese sentido el arte siempre es callejero, en parte porque no conoce otro modo de aparición que no sea el de su irrupción en un mundo al que no había sido llamado.
Esa irrupción es común que sea profana, cismática, discordante, no sólo cuando discurre en las calles sino también cuando lo hace en relación a su propia tradición, pues casi todas las prácticas artísticas que se precian de tal suelen extraer su sello singular de una alteración del uso custodiado de los materiales que las precedían. Esos materiales tenían una dirección, cumplían con una función, habían sido pensados para determinada tarea, y ahora han sido repentinamente desviados de la misión que venían a consumar.
Por eso el nombre de un autor, un artista, una firma son garabatos que muchas veces sobran o están de más. ¿Para qué van a estar allí esos nombres? ¿Para qué cuando ellos mismos arriesgan convertirse así en materia de jurisprudencia, de ley o responsabilidad civil? Esto significa que el arte, como la expansión de una idea, ha sido en muchas ocasiones un hecho estrictamente impersonal y anónimo, una actividad pública y sacrílega tras la cual los hombres ocultaban (y ocultan) tanto el cansancio de ser sí mismos como la culpa de responder a un nombre.
Esto último lo dijo de una manera más interesante Foucault en una conferencia que dictó en 1969, el mismo año en que el artista Joseph Kosuth visita nuestra Facultad para plantear que “en la medida en que la potencia revolucionaria del arte conceptual reside no en hacer foco en su propio desarrollo formal, sino en incluir una forma abierta de autoconsciencia, no era conveniente enseñarle nunca a un estudiante qué es el arte”. Foucault, en cambio, se pregunta por entonces ¿qué es un autor? Y de alguna manera, sin decirlo así directamente, concluye que un autor es sencillamente un principio destinado a interrumpir la libre circulación de la palabra.
Si para Kosuth la reflexión libre sobre lo que es el arte se interrumpe cuando un profesor explica en qué consiste, para Foucault un artista se limita a ser alguien que pone en conexión una determinada cantidad de archivos, imágenes y materiales con un espectador que hace con ellos a la vez otras cosas. Y lo que esa puesta en conexión nombra es un contagio impersonal en el disenso, un modo por medio del cual esa calle agitada y anónima que es el arte se resiste al dictado gubernamental de un único sentido para las cosas.
Federido Galende
Director del Departamento de Teoría de las Artes