La noticia más predecible de la reciente elección municipal fue la alta abstención electoral. Sólo un tercio de las personas con derecho a voto concurrió a elegir alcaldes y concejales el domingo 23. Siguiendo la tendencia de las últimas décadas, la abstención superó todas las cifras anteriores y llevó a muchos a preguntarse hasta cuándo se puede seguir bajando. ¿Qué porcentaje de abstención marcará el momento en que el sistema democrático representativo se haga simplemente inviable?
No tardó en surgir entre los políticos el mea culpa por la aprobación del voto voluntario. En su momento muchos pensaron que era un precio justo a pagar por la inscripción automática. Hoy responsabilizan a la reforma electoral por la baja participación de la ciudadanía en las elecciones y llaman a reponer el voto obligatorio. Estos análisis, sin embargo, confunden el síntoma con la enfermedad.
El voto voluntario instaurado en 2012 vino a agravar una paulatina pero sostenida baja de participación electoral que se venía produciendo desde antes y que se hizo más abrupta a partir del voto voluntario. La baja participación electoral es un problema en sí mismo porque pone en cuestión la autoridad de nuestros representantes. Pero la abstención refleja desafíos más de fondo, que no se curan con una reforma a la ley electoral.
¿Cómo interpretar la creciente abstención electoral? Según la Encuesta Auditoría a la Democracia 2016 del PNUD, un 40 por ciento de quienes no concurrieron a las urnas en la elección presidencial de 2013 declara que no votó porque la política no le interesa; un 20 por ciento por razones como que le dio lata, estaba enfermo, perdió el carnet, estaba lejos del lugar de votación o no sabía dónde votar. Un 12 por ciento no votó porque pensaba que el voto no cambiaría nada, un 11 por ciento porque no le gustaba ningún candidato y un 3 por ciento para protestar contra el sistema.
Tras los resultados de las elecciones, se han escuchado hipótesis que tienen, en verdad, escasa fiabilidad. Desde la derecha se ha señalado que la abstención es un claro indicador de rechazo a las reformas políticas impulsadas por el gobierno y su afán de cambiarlo todo a un ritmo acelerado. Desde la izquierda, se ha dicho que es una muestra de descontento frente a la insuficiencia de esas mismas reformas y su inhabilidad de generar cambios genuinos hacia una mejor distribución del poder.
Analistas liberales han opinado que la abstención es un signo de madurez política y confianza en que las cosas van a funcionar más o menos bien independiente de quién esté al mando. Aquellos de orientación más republicana apuntan, por el contrario, a la privatización de una ciudadanía que escoge entre los productos políticos como quien va de compras, y que entiende su participación política como una cuestión exclusivamente de derechos y no de responsabilidad hacia la comunidad.
Lo cierto es que la abstención electoral es difícil de leer. Como señala el PNUD, sólo un 3 por ciento de quienes no votaron en 2013 tomaron esta decisión en función de su rechazo al sistema político. Los demás exhiben una actitud más asimilable a la apatía y el desinterés.
Ni los discursos paternalistas sobre la falta de formación cívica de los chilenos ni la respuesta fácil de una reforma legal para reponer el voto obligatorio parecen vías adecuadas para revertir la elevada abstención electoral. Habría que preguntarse, en cambio, por qué cada vez más chilenas y chilenos sienten que su voto es irrelevante. Una “cultura” del sistema binominal –el sistema electoral de las parlamentarias, no de las municipales, que garantizaba en la gran mayoría de los casos la elección de un candidato por coalición en cada circunscripción, y por ende un empate en el Congreso—tal vez haya contribuido a la insatisfacción con las elecciones. Una política cupular, poco permeable a la ciudadanía, generó por años la percepción de que lo relevante no se decidía en las urnas sino en otro lugar, a puertas cerradas.
Las encuestas vienen mostrando desde los 2000 un distanciamiento entre elites y sociedad y una creciente desconfianza en las instituciones y los partidos políticos. Los escándalos sobre financiamiento ilegal de la política acrecentaron en los últimos años esta mirada crítica. Mejorar la regulación del dinero en política y la transparencia en los partidos es indispensable para revertir esa percepción. Los partidos y las elecciones son elementos indispensables en toda democracia.
Es cierto que la ciudadanía no se agota en el voto. Los movimientos sociales, la opinión pública y las organizaciones sociales son también espacios cruciales para el ejercicio de ciudadanía. Pero también es cierto que la representación debe ser participativa si aspira a ser verdaderamente representativa. La representación requiere participación. Y lo contrario de la participación no es, como argumentan algunos críticos de la democracia representativa, la representación. Lo contrario de la participación es la abstención.