Este año comenzó con un verano de incendios. Tristemente. Conversando sobre ellos, una colega extranjera comentaba que lo terrible, en comparación a otros desastres como aluviones o terremotos, es que los incendios no dejan nada. Sus ruinas son sólo cenizas. Las esperanzas de encontrar un recuerdo, un objeto importante, rápidamente se desvanecen al ver el efecto de las llamas.
No hay donde escarbar, ni escombros que remover. Algo similar nos han dicho las personas entrevistadas en estos años de investigación a propósito del gran incendio del 12 de abril de 2014. Muchas lo perdieron todo. Y entre ellas hay una frase que se repite: “lo que más me dolió fueron las fotos”. Las fotos. Ese pequeño y frágil objeto logra condensar sueños, anhelos y etapas de la vida. Emociones. Las personas resienten su pérdida. Les duele. La desaparición de las fotos es la desaparición de un objeto afectivo, un objeto al que se le ha asignado un valor tan alto y tan especial que adquiere la capacidad de actuar sobre nosotros, sobre nuestro estado de ánimo: mirarlo nos reconforta, nos da fuerzas. En situaciones adversas nos refugiamos en él, lo observamos, le pedimos ayuda. Se convierte en una plataforma, en un soporte. Luego del gran incendio de 2014 muchas personas perdieron incluso ese soporte. El fuego arrasó con todo. Borró casas. Pero también borró recuerdos y retazos de vidas. Fotografías.
¿Se imagina usted perdiendo la foto de su matrimonio? ¿O la del nacimiento de su primer(a) hija(o)? ¿Aquella heredada de sus padres y en la que logra ver cuán parecida es a su madre? La desaparición de ese objeto afectivo que son las fotos es terrible en sí misma. Pero en el caso de un desastre implica algo más: la falta de un asidero, la carencia de un apoyo para encauzar la acción.
En la experiencia de las personas afectadas por el incendio de Valparaíso, el proceso de reconstrucción no ha significado solamente retirar escombros, conseguir materiales, construir viviendas. También ha significado inventarse apoyos para enfrentar el desafío de recomponerse a sí mismo y de prestar ayuda a otros que se sintieron desamparados. Ha implicado desplegar una capacidad imaginativa para hacer frente al sufrimiento colectivo.
La reconstrucción “numérica”, es decir, organizada a través de las estadísticas, no logra ver esta situación. Es ciega al sufrimiento debido a su pragmatismo estrecho. Esa ceguera le priva de un dato fundamental, que le sería útil si es que ampliara su horizonte pragmático a uno puesto al servicio del bienestar y las biografías de los/as afectados/as: reconstruir también implica re-articular las capacidades de acción y conducir la inteligencia e inventiva de quienes se han visto afectados por un desastre.
Esto quiere decir que reconstruir es, en cierta medida, dotar de objetos pensados como articuladores de relaciones, como plataformas de acción y no lastres -o “soluciones de emergencia”- que debemos llenar de remedos para volver operativos y cuya entrega nos permite agregar un ticket en nuestra tecnificada lista de tareas.
Las fotografías son añoradas porque permiten eso: nos ayudan a sentir y nos conectan con otros, presentes o ausentes, cercanos o lejanos, y al hacer esto nos dan fuerzas y recursos para actuar. Aunque parezcan fijas e inocuas siempre se están moviendo, tejiendo redes invisibles entre nosotros. Las estadísticas, incluso las que hablan de un cien porciento, no tienen esa virtud. Tal vez para suplir esa carencia es que autoridades, académicos y técnicos nos repiten con insistencia que las estadísticas son una “foto del momento”. A tres años del gran incendio de Valparaíso me pregunto por qué querrán convencernos de eso.