Un grupo de académicos pertenecientes al CIVDES, contando con la participación de colaboradores del Laboratorio de Medio Ambiente y Territorio del Departamento de Geografía de la Universidad de Chile, nos encontramos trabajando en el Desierto de Atacama, en los asentamientos poblados, localizados en las quebradas precordilleranas de la región de Tarapacá, que fueron (paradojalmente) severamente dañadas por los aluviones y deslizamientos de tierras que se produjeron el 13 de marzo pasado. Ese día, entre las cuatro y seis de la tarde, se desataron intensas y excepcionales lluvias sobre las laderas de los cerros que rodean pueblos como Moquella, Camiña y Capilquilta, que al poco rato se transformaron en gigantescos flujos de lodo y rocas que descendieron por quebradas de escasa longitud y gran pendiente, arrasando a su paso con las viviendas, iglesias, escuelas y jardines infantiles y todo tipo de equipamiento urbano, además de los campos de cultivo que permiten la subsistencia de estos asentamientos. Por la hora en que se produjeron y debido a que la mayor parte de la población no se encontraba en sus viviendas, afortunadamente no se produjeron víctimas humanas, lo que, a su vez, disminuyó el impacto y por ello la atención de los medios de comunicación del país, que preocupados sólo del sensacionalismo de las imágenes olvidaron rápidamente el asunto.
Llama primeramente la atención que las instalaciones humanas afectadas se encontraran en medio de quebradas de escurrimiento torrencial, especialmente considerando que, en 1925, se habría registrado una situación similar. Sin embargo, al visitar el área se comprende la falta de memoria colectiva al observar que no se encuentran habitantes que hayan vivido el fenómeno antecedente -debido al envejecimiento y emigración de los habitantes locales y su reemplazo por inmigrantes carentes de arraigo-, y por ello, que las viviendas y edificaciones públicas se hayan instalado con posterioridad a su ocurrencia sobre sitios altamente riesgosos. Si las experiencias vivenciales no se transforman en aprendizaje social, es decir si no se documentan ni transforman en políticas públicas, entonces sólo constituyen relatos efímeros, que no sólo son olvidados con prontitud sino que además contribuyen a la adopción de decisiones improvisadas que terminan aumentando la vulnerabilidad ante eventos futuros.
Por otro lado, cuesta aceptar que un país tan sometido a amenazas naturales, no cuente con planes de ordenamiento territorial ni estudios específicos que sustenten instrumentos reguladores que impidan la ocupación urbana de áreas evidentemente inapropiadas para localizar residencias y servicios públicos, que en otros países se denominan paisajes amenazantes (hazardouslandscapes) y son objeto de estrictas normas que los destinan como espacios públicos a usos recreativos o de conservación y protección de la naturaleza. También, y como nos hemos ido acostumbrando en el país, no existe autoridad ni organismo social y políticamente responsable, que más allá de hacerse cargo de la emergencia desatada por el evento riesgoso, disponga de las atribuciones, información y personal capacitado para asumir su previsión, investigación, educación y fortalecimiento de las comunidades para resistirlos. La vulnerabilidad social ante las amenazas naturales se construye a partir de factores naturales, culturales, sociales y económicos y a lo largo de un extenso período histórico, aunque los eventos que los transforman en desastres parecieran ser rápidos y momentáneos.
También llama la atención que los sectores afectados siempre correspondan mayoritariamente a pobladores pobres, viviendas precarias y agricultores de subsistencia, para quiénes la recuperación de sus bienes y recursos es lenta en el mejor de los casos, o bien inexistente, con lo cual sólo queda sumarse a la emigración y abandono de sus territorios.
Cabe preguntarse entonces, si en realidad este desastre natural, así como los efectos de los terremotos, tsunamis, aluviones, erupciones volcánicas e inundaciones, que afectan tan frecuentemente a Chile, son sólo actuaciones extraordinarias de la naturaleza, o que en realidad dependen en gran medida de la vulnerabilidad construida por decisiones individuales y sociales. De estas últimas depende también en gran medida la capacidad de absorción que posee la comunidad para enfrentar las amenazas naturales, recuperarse de los desastres en mejores condiciones que las iniciales y disponer de los recursos materiales e intangibles que aseguren su recuperación. Constituye un gran desafío identificar integralmente las responsabilidades y capacidades de resiliencia demostradas por las familias y sus hogares, las comunidades y sus vecindarios, los barrios y el conjunto de pueblos y ciudades. Para ello es indispensable contar con visiones multidisciplinarias y multi escalares que a partir de las experiencias locales, sean elaboradas en las instituciones que tienen por misión producir conocimiento, como las universidades, y que estén disponibles para contribuir al aprendizaje social que permita adoptar mejores decisiones. Estas decisiones pueden significar, como en este caso, la sobrevivencia de las personas, o bien, como ha sucedido en tantos desastres registrados el último tiempo en Chile, su muerte o la destrucción irrecuperable de sus bienes materiales e inmateriales.
Mientras en el mundo la ciencia de la gestión de los desastres naturales y las disciplinas científicas que la sustentan han progresado inmensamente las últimas décadas, en Chile se trata de campos desconocidos, lo que, además de demostrar improvisaciones y desaciertos, no se traduce en una adecuada preparación de profesionales especializados.
Es importante reconocer que las decisiones son adoptadas sobre la base del conocimiento, las experiencias, la organización social, los valores, la religión, las cosmovisiones, los poderes fácticos y desde luego por las regulaciones y normas dictadas por las autoridades. Como estas últimas siempre son lejanas y resultan incomunicadas en cada desastre, se debe prestar especial atención a las organizaciones comunitarias permanentes o espontáneas que terminan controlando la emergencia, constituyendo el apoyo solidario y ofreciendo la seguridad, tranquilidad e información que son, finalmente, los bienes y servicios más demandados en medio de la incertidumbre y el temor generalizado que rodea estas manifestaciones de máxima incompatibilidad entre la vulnerabilidad social y las amenazas naturales, que constituyen el origen de los desastres.
Hugo Romero
Académico de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo
Investigador responsable del Centro de Investigación de Desastres Naturales
Universidad de Chile