"Porque todos están en el secreto
y nada se ganaría con partirlo en mil pedazos
si, por el contrario, es tan dulce guardarlo
y compartirlo sólo con la persona elegida."
Xavier Villaurrutia
"en el centro puntual de la maraña,
Dios, la araña"
Alejandra Pizarnik
La promoción de poetas chilenos emergentes en los años
noventa está inscrita históricamente en el momento en el que hacen aparición en Chile
las producciones culturales llamadas "posmodernas", fenómeno que Jameson
intenta perfilar dentro de lo que llama "la lógica cultural del capitalismo
avanzado" (11). Desarrollándose en medio de la
situación que éste impone, ella se comporta, sin embargo, contradictoriamente con otras
producciones provenientes de similar entorno y bastante cercanas espacialmente, al mismo
tiempo que su principal rasgo unitario, la continuidad mayor que estos poetas presentan
para calificarlos como promoción, depende del clima de libertad estética que este
fenómeno produce, generando multiplicidad de elecciones modélicas que la constituyen
como una "generación abierta".
La contradicción de la que hablamos puede darse precisamente
entre la elección "libre" de las características estéticas de los textos y la
no participación dentro de la producción cultural de masas, "marginalidad" que
los separa de los productores artísticos posmodernos que Jameson describe, y que, en el
contexto chileno, ejemplificaremos con las obras de algunos narradores coetáneos a los
autores que nos interesan, cuyas obras han aparecido en el país, durante los últimos
años, con grandes tirajes de importantes editoriales.
La particularidad de este fenómeno estético reside, opuesta
al "suceso" de algunos de los narradores chilenos de la década del 90, en
realizar una apropiación que por el momento llamaremos "posmoderna" (12) de los medios que ofrecen las tradiciones (diversas
en cada uno de los poetas) y de las "historias" que re-cuentan, pero alejándose
de la "productividad colectiva y multívoca" que presenta el mercado y el medio
social, productividad abierta que oblicuamente, en apariencia formando parte de un amplio
"estado de libertad", es el modo no conflictivo en que son resueltas las
diferencias culturales. Los poetas, centrándose en el silencio del acto creativo y en la
"profundidad", opuesta a las "superficialidades" posmodernas, de la
coherencia artística que repuebla de sentido no un referente o unos referentes, sino el
mismo texto, lugar de la re-narración mítica, donde se despliega su problemática
principal: el hecho de la creación (espejo del mito de la Creación), a través de un
"yo" que no se disuelve totalmente (Del Río), pero que muchas veces es sujeto
de deformaciones (Díaz) y deshacimientos (Jiménez), superposiciones (Herrera); un
"yo" que siempre tiene conciencia de estar "habitando habitando no el mundo
sino su creación" (Araya), conciencia que lo mediatiza en su "mirada" de
la realidad.
La presencia en la obra de arte de un "yo" es, para
Jameson, signo indesmentible de que el observante se haya ante una obra moderna: este
sujeto, individuo autónomo burgués, ego o ser monádico, es quien sufre la alienación
del mundo moderno e intenta levantar para el futuro, la posibilidad de la utopía,
objetivo que domina el presente (13), sujeto que en la
época posmoderna sufriría una total fragmentación, que lo desintegra. En la producción
que aquí se presenta, la temática del "yo" poético clausura la
"queja" por la imposibilidad de la utopía, búsqueda de la modernidad, y se
instala en la heterotopía,(14) espacio cerrado
que contiene el goce o la tragedia: balsa,barca, automóvil, habitación, naufragio o
crisálida, donde habitará la muerte, la fiebre, la locura, el deseo, el amor, el dolor y
la reconstrucción de los espacios exteriores, llámense país, nación, paisaje,
infierno, paraíso, ciudad, canal, archipiélago, mar o selva. Es allí donde el sujeto,
el "yo" poético, no sufre una fragmentación total que lo haga desaparecer,
sino que sólo asume ésta parcialmente (el género lírico ha sido tradicionalmente el
espacio del "yo"); el "yo" se deforma, más bien, para adquirir una
caracterización a través de la particularidad de un rasgo. El "yo" (15) que duda sobre sí mismo en los diez poemas
que conforman el "Yo cactus" (16) de
Alejandra del Río ("Yo no soy moderna/ o tal vez lo soy") intenta, luego, parir
a los hombres, al mundo y al Padre, rasgo que la constituiría como diosa; el
"yo" que, poseído por su memoria, acentúa su calidad de testigo ante el
exterminio, el éxodo y el carácter ominoso de la ciudad en los textos de David Preiss,
donde el colectivo desfila, hacia el exilio o el campo de concentración; el
"yo" poético presente en los textos de Anwandter, el cual no existe más allá
de su labor de comentador, quien cita otros textos, o la realidad, que adquiere en su
palabra el valor de otra cita, por aparecer allí "referida"; el "yo"
alucinado de los poemas de Nicolás Maré, su sujeto caído; el "yo" de Superfashion
de Juan Herrera, que fluctúa entre la desaparición total, la posibilidad de
transparentarse y enfocar la "mirada" a través del zoom de la cámara, o ser
presa y cazador en la batalla de su juego de (des)apariciones donde "el uno es el
otro"; el "yo" que posee todos los lenguajes y se desintegra en ellos: el
profeta, el joven suburbano, el loco que es un "barro tocado", el que se
trasviste de Dietrich, el héroe caballeresco ("quiero lavar tu calzón, vida
mía" (17) ); el "yo" deformado en la
fealdad del sujeto mestizo de Jaime Huenún, y su otro, que puede recordar los poderes y
misterios de la tribu; el "yo" que pasea por los paisajes de la memoria en los
poemas de Antonia Torres, entre tantos.
En ese mismo espacio donde ocurre el "yo", la
voluntad moderna de desmitificar es sustituida, no por una mitificación ordenada al modo
de las religiones monoteístas, ni tampoco la mitificación extensiva a todas las esferas
y planos de la maquinaria comercial posmoderna (con clara voluntad económica y política)
que logra la disgregación de la mente observadora por su amplitud y multiplicidad (18), su exigencia de multifocalización, sino la
construcción de un mito concentrado dentro de ciertos "límites" que intenta
iluminar, a través del texto y en el texto, la realidad de forma particular, sólo
transferible a quien acceda a la visión, a quien participe del "secreto" que
implica la lectura, concepto fundamental a la hora de entender esta producción.
El gran espacio que por antonomasia se opone al reducto
heterotópico, en el arte posmoderno, donde, según Jameson (19), las categorías temporales (la utopía se
desarrollaría a través del tiempo) son reemplazadas por las espaciales (la heterotopía
refiere a una espacio) es la ciudad, aquel espacio que ya es inaprensible para los
"mapas" que cada uno dibuja sobre los espacios que habita o intenta habitar: la
ciudad es el gran elemento espacial opuesto a la heterotopía que dibuja la mayoría de
estos poemas; ella, por ausencia o presencia (Araya), es el espacio que el "yo"
poético abandona para internarse en un viaje que, poblado de disfraces, trampas y
tentaciones (Del Río), lo llevará a la "crisálida" (Araya); al espacio del
videojuego, donde se tiene o no, tras la batalla, el poder (Herrera); al fondo del mar,
donde se está ahogada (Jiménez); en la balsa de los que se amarran a los mástiles para
resistir su deseo ante las "sirenas", la balsa de la duda (Del Río); a El
árbol del lenguaje en otoño, poblado de las "armas tradicionales"
(Anwandter); al camino del éxodo del "pueblo errante" (Preiss); la pieza de
motel donde "arden" en un infierno pequeño las "voces" de los
discursos sagrados, de la locura, del deseo, y los lenguajes periféricos de un centro
inexistente en el Hotel Bristol (Díaz); los personajes que cruzan un río (el
Leteo) sin llegar a la otra orilla, porque asesinaron cisnes para obtener su
"plata" o que buscan "la plata de los muertos" en los huesos de otros
"locos", "poseídos", errantes en la miseria, que recorrieron los
montes bajo "la plata de la nieve" (Huenún).
Así, este espacio encuentra su oposición en la imagen de la
ciudad: espacio horizontal, fragmentario, distinto a la "crisálida", que marca
la superposición sintáctica e imaginística de los poemas de Araya; la ciudad de
Jiménez que no abre sus puertas y deja a la viajera sentada en la berma, como Job,
preguntando por los suyos; la ciudad de Del Río donde hay que interrogar a las Esfinges
ya no por el Tiempo sino por el Instante: "ciudades estacionadas con enloquecidas
niñas desatadas por las calles/ enloquecidas niñas interrogando a las estatuas de la
entrada/ por la permanencia de cada segundo"; la ciudad de Anwandter -casi ausente en
la superficie del discurso- donde Tiresias soporta, ciego, el frío en un banco de la
calle; la ciudad por la que se pregunta Preiss, haciéndola aparecer como un fantasma,
sólo un mito, residencia móvil de los mercaderes ante la mirada del errante, fotografía
donde habitan los "colonos ciegos del cemento"; en Díaz, la ciudad es el
aparato monstruoso de "mentes bienpensantes" que lo llevó al sujeto hasta el
"psiquiátrico", infierno y refugio; para el mestizo, en Huenún, la ciudad es
el lugar donde se produce el quiebre de la identidad grupal y personal, donde -como única
mención explícita- se "anda difícil".
Confirmando esta producción la visión posmoderna de la
ciudad, cuya imagen sirve para establecer la existencia de otro espacio, secreto, que
contradice el tropo posmoderno de una existencia constituida sólo por
"superficialidades", si bien, la presencia de esa profundidad, lograda en la
heterotopía, está desgarrada (20), y en ese centro
convulso se instala la mayor contradicción que habita las poéticas y el imaginario de
esta promoción: una contradicción que expresa el contexto de la problemática
modernidad/posmodernidad, en tanto la primera se ofrece como memoria, que se hace
habitable en un "adentro", y en tanto la segunda y sus condiciones aparecen como
un "afuera" que está en conflicto, en "batalla", con ese intento ya
no utópico, de encontrar sentidos en lo que cierta corriente, hija de un estado
económico de las cosas y de un determinado mercado, intenta presentar y promover como una
serie de sinsentidos. La heterotopía se presenta como el refugio mítico y mitificado
donde sujetos perdidos, "náufragos", se "encuentran", o, donde esos
seres reproducen, en magnitudes soportables para la inteligibilidad de una conciencia, el
espacio del "afuera. (21)
Oponiéndose a la calificación que hace Jameson de la
generalidad del arte que llama posmoderno, aparece esta producción poética. La
condición de marginalidad que estos poetas otorgan al acto y al producto de la escritura,
los aleja definitivamente de la producción estética que se ha integrado a la producción
de la mercancía en general (22), donde la
experimentación estética obedece, sin remordimiento, de parte de los productores
artísticos, sus promotores e intermediarios, a la necesidad, a la urgencia económica de
producir para determinado consumo, para determinado público consumidor.
Sin exhibir grandes rasgos de experimentación estética,
obedeciendo en algunos casos a la necesidad de agradar a un público receptor conservador
en lo formal y ávido con respecto a la sensación sexual, criminal o a la exorcización
de los fantasmas políticos, parte de la producción narrativa chilena de los últimos
años, cuyos autores tienen edades similares con los poetas aquí antologados, ha escogido
un camino literario muy distinto a éstos últimos, formando parte del llamado
"miniboom Planeta" (23). Estos narradores
parecen escribir para el "gran público" lector chileno, que se opone al
"lector secreto" propuesto por los poetas chilenos relativamente coetáneos.
Ejemplos de este fenómeno parecen ser Juan Pablo Sutherland, quien publicó los cuentos
de Ángeles negros (Santiago, Planeta, 1994); los cuentos de Alberto Fuguet (1964)
en Sobredosis (Santiago, Planeta, 1989) y su novela Mala onda (Santiago,
Planeta, 1991), que muy similarmente al mundo del norteamericano Bret Easton Ellis intenta
perfilar el universo y el lenguaje de los últimos jóvenes chilenos; los cuentos de René
Arcos Levi (1969) aparecidos en Cuento aparte (Santiago, Planeta, 1994); junto con
el libro de narraciones de Andrea Maturana titulado (Des)encuentros (des)esperados (con
varias ediciones: Santiago, Los Andes, diciembre de 1992, agosto de 1993, noviembre de
1993 y diciembre de 1993)
Sin duda, los poetas aquí antologados han hecho de la
búsqueda formal y de la no "novedad" de sus temas, cualidades ambas que
dificultan su entrada exitosa al mercado, un importante punto de diferenciación, con
alguna excepción, también relacionada con la Editorial Planeta, apoyada por el premio de
poesía de la "Revista de libros" del diario "El Mercurio", cuyo
jurado, desde la entrega del premio en 1989 a Teresa Calderón, no ha apuntado a ningún
descubrimiento que no salga de la fama pasajera: la obra ganadora de Adán Méndez del
año de 1992 fue editada ese año por Planeta bajo el título de Antología precipitada.
Esta producción se integra cabalmente al panorama artístico posmoderno que Jameson
describe, en el cual la indistinción y falta de discriminación estética de un fenómeno
editorial complace a una necesidad del poco exigente lector medio chileno. Aparte de
servir como dato de distinción genérica que se hace necesaria para la formación de un
concepto de promoción que ataña a estas obras, la anterior distinción aproxima a
un rasgo fundamental de la promoción poética que aquí se intenta perfilar y que se
relaciona con una característica que puede adquirir la producción artística llamada
posmoderna, el concepto de marginalidad -olvidado por Jameson- con respecto al
aparataje productivo y cultural de estos tiempos, en que el arte que a él se somete se
torna simple mercancía: cuya configuración en estos textos se llamará aquí "la
lectura secreta".
Este rasgo, que se explicará a continuación, se relaciona
en el ámbito de la poesía, la literatura y el arte en general, con la crisis de la
modernidad , que define Octavio Paz a través de la detención de la crisis de la tradición
de la ruptura en su ensayo titulado Los hijos del limo (25) y guarda relación con la visión del hecho
poético, su función, su manera de proceder con respecto al lector y la lectura que
realizan estos autores sobre la tradición. Estos hechos y esta lectura, marcados por su
sentido marginal, no se condicionan ya por las exigencias de los relevos generacionales
modernos, movimientos que necesitan negar el pasado para existir, negarse los unos a los
otros sucesivamente, situación que se instala en el antes mencionado concepto de Paz.
El aceleramiento, motivado por diversas causas dependientes
de los contextos vitales de los productores (la necesidad de la producción del alto
capitalismo, establece Jameson para el caso de los posmodernos), de los sucesos estéticos
que niegan a su antecesor (negación que les otorgaba un parecido, según Paz) produce en
el productor-espectador-lector una sensación de detención temporal en el proceso general
de ruptura de la poesía occidental (rasgo de globalización, apuntaría Jameson): la
velocidad de los cambios no le permite a este sujeto tener conciencia de ellos,
inaugurando una nueva actitud de la búsqueda poética y de la mirada crítica; esa mirada
ya no puede dar cuenta de esa movilidad extrema y cambia la dirección al sentido de la
búsqueda: enfrentada de esta manera la tradición recibida, la contradicción entre sus
concreciones y su esquema central, se descarta la voluntad superficial del cambio y se
intenta observar lo permanente.
"Los desfallecimientos de la tradición de la ruptura es
una manifestación de la crisis general de la modernidad", escribe Octavio Paz (26). El tiempo de la "irrupción del futuro",
desde el cual se visualizaba el pasado, dice Paz, parece llegar a su fin y trocarse por el
tiempo de la "irrupción del presente":
"La concepción de la historia como un proceso lineal
progresivo se ha revelado inconsistente. Esta creencia nació con la edad moderna y, en
cierto modo, ha sido su justificación, su raison d´être. Su quiebra revela una
fractura en el centro mismo de la conciencia contemporánea: la modernidad empieza a
perder la fe en sí misma." (27).
El horror que, según se cree, espera en el futuro -horror
que culparía a los intentos modernos de "colonización" del mundo en todos sus
niveles-, sería, para Paz, el causante de la duda sobre la necesidad del progreso y del
cambio. Si el tiempo histórico no caminó nunca ni camina hoy linealmente desde un punto
pasado a uno futuro, se puede hablar de muchos pasados y muchos futuros, como de muchas
tradiciones y de muchos productos estéticos diversos posibles.
"El fin de la modernidad, el ocaso del futuro, se
manifiesta en el arte y la poesía como una aceleración que disuelve tanto la noción de
futuro como la de cambio. El futuro se convierte instantáneamente en pasado; los cambios
son tan rápidos que producen la sensación de inmovilidad (...) [Los cambios] desaparecen
con la misma celeridad con que aparecen. En realidad, no son cambios: son variaciones de
los modelos anteriores" (28)
Proliferación e imitación han llevado a fijar la mirada en
lo permanente, pues las diferencias se hacen imperceptibles: si los poetas modernos
buscaron el principio del cambio, los poetas que los siguen en el tiempo, incluidos los
aquí antologados, buscan "ese principio invariante que es el fundamento de los
cambios", donde "(...)el principio del cambio se confunde con la
permanencia" (29). Este cambio en la apreciación
estética de la tradición, y de la función y necesidad del acto poético, parece ocurrir
definitivamente, en nuestro contexto nacional, con el arribo de esta promoción, emergente
en los años 90. Este será, según creo, un rasgo definitivo de esta producción dispersa
que aquí se intenta "someter" a un orden crítico y antológico. El principal
valor de esta "mirada" sobre la tradición no consiste en una novedad de una
promoción que emerge, pues el fondo al que alude, la existencia de antecesores poéticos
extemporáneos en las obras de los nuevos poetas, se trata de una realidad desde
principios de siglo en la tradición de nuestra poesía. Lo que cabe destacar de este
fenómeno es su irrupción definitiva y conciente, la desaparición de la necesidad de
diferenciarse grupalmente de modo categórico, para afirmar la propia existencia, de la
promoción anterior o de las tendencias estéticas imperantes. El rasgo definitorio de la
promoción de poetas aquí antologados será, precisamente, su afirmación de existencia a
través del descubrimiento de ese principio invariante del comportamiento poético en su
relación con la tradición heredada.
El calificativo de "marginales" que aquí se le ha
otorgado a gran parte de los partícipes de esta promoción, dice relación con al
notoriedad relativamente pasajera que otro tipo de escritores literarios parecen cobrar a
nivel editorial, público, publicitario y "crítico". Además del alejamiento de
este sistema de producción y recepción que parece establecer dominios sobre los ámbitos
de la cultura comprometidos con los procesos de "readecuación" nacional, el
posicionamiento estético de estos jóvenes, que implica una posición vital, se enfrenta,
por diversos motivos y de diversos modos, como, al menos, distinta, por ahora, al menos, a
los institucionalizados de un lado o de otro.
Los delicados y poco perceptibles procesos de
institucionalización que sufren algunos poetas y grupos de poetas de esta promoción,
deben ser tratados en un análisis más detallado de esas formaciones, relacionadas con la
actividad de talleres, de revistas y de premios, más apegados a la rigurosidad literaria
que al espectáculo. Sin embargo, merece la pena anotar que la relación de la mayoría de
estos poetas y sus agrupaciones con las instituciones se mantienen en calidad de
"ayuda" a proyectos independientes (dineros estatales, universitarios o no,
destinados a la cultura). La visión tácita que recorre a esta promoción de la
participación de sus pares en el seno de las instituciones, implica que no existe
dependencia entre el pensamiento de estos productores y los valores de las instituciones,
en tanto éstas respeten el convenio de independencia necesaria en la existencia de estas
relaciones.
Si bien esta condición no los hace "marginales" en
el sentido estricto de la palabra, en su fundación de otra marginalidad se inscribe
también su alejamiento no sólo del contexto presentado por Jameson como mayoritario (que
efectivamente lo es), sino también de clasificaciones del arte que revelan concepciones
estrechas: la "medición" que lleva a preferir una obra a otra por criterios de
calidad estética (como afirma el poeta David Preiss) (30),
sino para conformar a través de esa obra un pensamiento ordenador. De la poética general
también se desprende su alejamiento de ciertas particularidades morales que se
autopresentan como universales y que actúan como restricciones sobre la literatura, la
cultura y sus temas.
La lectura que realiza esta promoción sobre la tradición
poética plantea un rechazo a la primacía, colectivamente impuesta, de ciertas tendencias
estéticas sobre otras. Más aún, la poética que subyace a esta promoción se opone al
delineamiento de rumbos de la futura producción de la poesía nacional por los
partícipes de la creencia que plantea que la tradición de la poesía chilena está
constituida por la ordenación lineal de una serie de hitos. La mayoría de los poetas de
esta nueva producción emergente parecen entender que, precisamente por el contrario, las
grandes obras que representan universalmente a la poesía chilena son excepciones a lo que
se cree es la lengua poética nacional. La tradición de la poesía chilena existe. Sin
embargo, las obras de Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Pablo de Rokha, Pablo Neruda,
Rosamel del Valle, Humberto Díaz-Casanueva, Eduardo Anguita y Gonzalo Rojas, aparecen
como un apasionante canon de ideolectos, una summa de diversas extrañezas que
sólo una "lectura errónea" personal puede exorcizar en la escritura de una
nueva obra poética. El argumento que representa este tipo de lectura en la promoción de
los poetas que aquí presentamos, debería convencer tanto a los defensores de la
linealidad de la tradición poética como a sus enemigos, que aquello que unos defienden y
otros atacan no existe; que se trata de una ilusión crítica que unos mantienen por su
consistencia colectiva -la imagen correspondiente parece ser una carrera de relevos- y que
otros quisieran destruir, con diversos conceptos que hacen alusión a la injusticia que
han cometido con aquellos escritores, menores o no, que han sido marginados, quienes
construyeron ese espejismo que contiene en sí mismo la consistencia de un tropo, surgido
muchas veces de las apreciaciones críticas como de las mismas obras. Sin embargo, una
ilusión poética no puede sustentar un pensamiento crítico. La labor crítica implica
una revisión de esas construcciones imaginísticas. Creo que la única confirmación
posible de la necesidad de la persistencia de una obra poética a través del tiempo es,
como se puede rastrear a lo largo de todo el siglo poético, la aparición -aunque
interpretativa, concreta y mensurable- de la obra de un poeta en calidad de antecesor de
un poeta posterior -como sostiene el crítico Harold Bloom (31)-,
es decir, una intersubjetividad mantenida a través del tiempo. De esta manera, la
tradición de la poesía chilena, puede contemplarse como la insistencia de sucesivas
lecturas personales sobre ciertas obras poéticas, indesmentibles en su extrañeza y
propia personalidad.
La proposición antipoética de Nicanor Parra, un poderoso
tropo que lo liberó de la figura de Neruda y que dominó el panorama poético chileno
aún después de la aparición de Poemas y antipoemas (Santiago, Nascimento, 1954),
se transformó, primero rezagadamente a partir de algunas obras inmediatamente
posteriores, como la de Enrique Lihn, y más tarde, a partir de la emergencia de los
años 60 en un eje estético predominante, que sólo los mejores poetas han sabido
leer como una construcción metafórica para combinar la figura del antipoeta con la de
otros predecesores, como lo ha hecho el mismo Lihn y Óscar Hahn, quienes, hasta ahora, a
diferencia de los animadores y divulgadores de esa "doctrina", parecen salir
más airosos. Es gracias a los desplazamientos de esta virtualidad imaginativa que la
antipoesía no representa una obligación estética para los poetas de esta promoción, si
bien es una de las tradiciones, que en tanto voz poética individual, se tiene como
referente inexcusable. Subrayada la palabra tradición, la antipoesía es hoy una
tradición entre las diversas tradiciones vigentes y no la ruptura que colectivamente
representó. La antipoesía es otro de los mecanismos tradicionales a los que se puede
recurrir para crear, y Parra se ha convertido con el paso del tiempo en uno de los
predecesores fundamentales en cualquier intrusión que se quiera realizar en nuestro
transcurso poético, cuya autoridad se fundamenta en su carácter revisionista de las
poéticas llamadas "fundadoras" -Mistral, Neruda, Huidobro, De Rokha-, ante
cuyas respectivas inmanencias se establece como nueva poética, cuyo tropo reformador
("Los poetas bajaron del Olimpo/(...)/La poesía tiene que ser esto:/(...)/O no ser
absolutamente nada (32)") que descansa sobre la
plural máscara del sujeto, ha influido literalmente en las obras de algunas poetas
posteriores. Los recursos de la antipoesía y la figura del antipoeta se vuelven, en la
obra de los poetas aquí antologados, elementos dialogantes con especies poéticas a las
que en su origen desautorizador se oponía., como ocurría en algunos poetas de
promociones anteriores.
Si bien la antipoesía ha pasado por varias mediatizaciones
(Lihn, Hahn, Millán, los poetas de la generación del 70 y algunos poetas de la promoción
de los 80) hasta hace muy poco era imposible revisarla, grupalmente, desde la
perspectiva anteriormente esbozada. Este planteamiento, de haber podido existir, hubiera
sido contemplado como irrisorio treinta años atrás para la emergencia del 60 y
para los defensores de la "poesía nueva" en el contexto post 73. Véanse, como
ejemplo de esto, las poéticas de los poetas Federico Schopf y Floridor Pérez en la
revista Trilce (33) correspondiente al
Segundo Encuentro de Poesía que organizó el grupo homónimo en la ciudad de Valdivia en
abril de 1967, donde los conceptos antipoéticos son centrales, en tanto doctrina
estética, a la hora de pensar su propia producción.
Así, paradojalmente, desde esta nueva aplicación de los
mecanismos enseñados por la antipoesía, ésta pierde el sentido rupturista que la
acompañó en su primer momento. De esta forma parece confirmarlo el propio Nicanor Parra
en sus declaraciones sobre la función de la antipoesía "en la tierra". La
variación que el mismo autor ha realizado sobre el tropo de sus sistema creativo ha
alentado su supervivencia colectiva, distorsionado ahora como tal por la transformación
de sus exigencias doctrinarias. Después de declaraciones como ésta:
"La antipoesía no es un juego de salón. Al contrario:
opera donde canta la trucha, donde mis ojos te vean. Es una poesía, cómo te dijera yo,
que actúa en el espacio público y tiene que ver con el mundo de la historia, con las
ideas, con los problemas, y necesariamente debe hacerse cargo de esas consecuencias (34)."
Llega a opinar, en diversos medios públicos, que el poeta
debe ser un catalizador cultural y no un elemento problemático social y políticamente,
presentando así una visión de la función del poeta bastante alejada de la moderna idea
de ruptura y bastante cercana a posiciones más acomodaticias con respecto a la
conformación de los medios de difusión en el espacio público nacional, el que entregó
ya -y seguirá entregando- su reconocimiento.
La recuperación de las técnicas parrianas de escritura que
realizan algunos de los poetas antologados, inscritos en un nuevo contexto textual,
integran a la antipoesía no siempre al pastiche (35)
que se incorpora como mercancía artística -una más- al circuito consumista de la
producción posmoderna ("serpiente que se muerde su propia cola", como escribió
el propio Parra, en su versión ecologista) sino a un ámbito de otros alcances.
Este ámbito de "otros alcances" al que se
incorporan los diversos códigos poéticos tradicionales, más ligado a la
intersubjetividad que a la interobjetividad del espacio público, corresponde a lo que
aquí se llama "estar en el secreto", secreto que constituye un espacio
de libertad que juega con los límites de la lectura. Si se acepta a ésta
como un complejo sistema paralelo a los procesos de racionalidad e imaginación humanas
(metonimia y metáfora, análisis e integración), se ponen en evidencia los límites
existentes en el comportamiento cultural posmoderno, que Jameson entiende como una
combinatoria infinita de elementos, y se evidencia una cuestión hermenéutica
fundamental, cuestión que disolvería la visión que entrega el autor de la producción
artística posmoderna como un mero pastiche que integra elementos en una
aleatoria indiscriminada, sin supuestos sentidos, sin la presencia de estructuras
profundas como las que este acercamiento hermenéutico plantea existentes bajo las
poéticas analizadas por este trabajo en un contexto que quizá deberíamos llamar
posmoderno. Esta situación, por otro lado, no favorece el uso de algunos procesos
textuales en esta producción, como por ejemplo la parodia, que Jameson
acertadamente clasifica como uno de los procederes fundamentales de las obras artísticas
modernas.
Este espacio, descubierto en esta emergente producción
poética, desde el tratamiento de materias contextuales, el análisis textual y la
elaboración de un sistema que organiza el comportamiento literario tradicional de esta
promoción, no pretende sugerir la presencia de líneas hermenéuticas válidas para
cualquier producción actual, sino que dependen de un contexto determinado por la
situación y el género del discurso.
Si bien las continuidades que pretendo existentes en esta
pormoción de poetas de jóvenes no son válidas para varios de los narradores de
similares edades, sí son aplicables a escrituras de similares intenciones: por ejemplo,
las crónicas de Pedro Lemebel, reunidas bajo el título de La esquina es mi corazón
(Santiago, Cuarto Propio, 1995) y los poemas de Nicolás Díaz. Estas escrituras podrían
pensarse como simples pastiches, bajo el concepto de Jameson, pero se entregan al
lector como escrituras que recuperan unos códigos de las periferias de la
"tribu" y no conviven, en el espacio público, con el pastiche mayoritario
de los discursos: escrituras ambas que establecen marcas no deseadas, límites que se
accionan y sancionan como políticos al compararse con el contexto al que aquí se
refiere.
Las escrituras de los poetas antologados, habitantes de la
sincronía (no la sincronía igualadora del panorama artístico posmoderno, sino la sincronía
de la rebelión del presente, de la que habla Paz), que Jameson opone a la diacronía,
espacio temporal de la modernidad, establecen en su juego entre producción y tradición
la permanencia de la ansiedad (anxiety) (36)
como motivación hacia la "rebelión" del sujeto escritural frente a sus
precursores, el cual, bajo las distintas mediatizaciones que ya se han anunciado,
configura el comportamiento literario de esta promoción.
Esta ansiedad o angustia, atributo de la
poesía moderna que el crítico norteamericano Harold Bloom reconoce en la tradición
poética anglosajona como una estructura intersubjetiva, pero concreta, que pervive fuera
de la linealidad histórica, se vuelve insustituible como concepto en esta promoción,
pues se escenifica en un sujeto poético encarnado en una imagen figurativa, la imagen del
poeta -supuestamente desaparecido tras la "muerte del autor"- que se comporta
situado en su circunstancia, la que se integra a una estructura profunda -inexistente en
el concepto de posmodernidad de Jameson-, la cual se establece en el espectáculo (37) del texto, poniendo así en cuestión la banalidad
del espectáculo textual ("lógica espacial del espectáculo", según Jameson(38)), porque pese a que "todo es disfraz" como
escribe Alejandra del Río, lo "verdadero" se logra a través del cambio en el
"viaje" de los diversos disfraces del sujeto, diversos "cambios de
piel" que dejan marcas memorables como, por ejemplo, las "suturas" de un
"suelo hecho de parches" (Del Río), un territorio mestizo que si bien da cuenta
de la transformación de estilos modernos en códigos posmodernos (Jameson (39)), siguen develando significativamente, no en un
sinsentido, diferencias de afirmaciones étnicas (Huenún), genéricas (Díaz, Del Río) o
religiosas (Herrera, Díaz) a través de la utilización de diversos discursos donde la
ruptura de la cadena significante (Lacan (40)) se
realiza contra el "nombre del Padre" y su sintaxis (Lacan), sea este
"padre" la figura del Padre, generador de la Palabra, o la figura del antecesor
(Bloom (41)) o, más bien, ambos al unísono, como
sucede en los poemas de Del Río (diosa-Padre/ Del Río-Gabriela Mistral) o con la
sintaxis entrecortada de Araya (crisálida-Padre/ Araya-Gonzalo Rojas) y los fragmentos de
discursos ligados por suturas de otros discursos (rizoma (42)
-Padre árbol) en la poética de Díaz, o, ya desde el título, la descomposición -una
variación clásica y antipoética a la vez de la metapoesía de Lihn- de El árbol del
lenguaje en otoño de Andrés Anwandter.
De lo anterior deriva una manera particular de ver y
practicar la propia existencia literaria. La detención del tiempo ante el vacío de los
cambios, imagen temporal de estos poetas, los lleva a decidir entre ser fulminados por el
peso desmesurado de la "tradición" o su angustiosa y personal lectura. Esa
decisión adquiere correspondencias vitales que estos poetas exhiben ante un medio
ofensivo y aplastante: la apatía, la reflexión, la mueca irónica, la conciencia
delirante, la predisposición mística, la expresión de la furia, son actitudes que
contraponen el tiempo degradado a espacios que no son sólo productores de
nostalgia, pues los poetas transmutan la intensidad de la experiencia vital del
instante en la intensidad del acto de escritura del poema, hecho que compromete, como dice
Preiss (43), la existencia. Así, el momento vital y
el momento del poema, y el momento, también vital, de la contemplación de la
"tradición", son estadios cuyos límites se difuminan: los límites entre la
literatura y la experiencia, no lo real-referencial -la experiencia que se comunica está
irrealizada, transmutada por la visión poética- siempre distinto a la
autorreferencialidad del poema. Intensidad vital del momento, intensidad del momento de la
escritura y, luego, intensidad del momento de la lectura.
Desde esta perspectiva el acto de la escritura se configura
como un placer o un dolor, un don o un castigo, una condenación o una salvación, que no
rebasa los límites personales, pero que se comunica como un "secreto" a través
de otro acto, al que atiende de modo preferencial esta promoción de poetas: el acto de la
lectura. Basta con atender a los poemas de Antonia Torres, la multiplicidad de la
cita en El árbol del lenguaje en otoño de Andrés Anwandter, la constante
reflexión estética de Y demora el alba de David Preiss, el inédito de Alejandra
del Río, titulado Escrito en braille, entre tantas otras metáforas y referencias
a la lectura. Este acto no recorre el espacio desde el ámbito de lo personal hacia lo
público, sino que se transporta desde la situación de la escritura hacia el ámbito de
lo interpersonal e intersubjetivo. Este acto, ya se verá -eliminada la existencia de un
uno, "yo es otro", Rimbaud dixit- devuelve no sólo la comunicación del
"otro" textual con el "otro" lector, sino también con el
"otro" leído, el "otro" encontrado en algún lugar del mapa de la
tradición -no un territorio histórico, sino un ámbito que adquiere las características
de un imaginario sin tiempo- del que el "otro" textual se vuelve, a su vez, un
"otro" lector.
Se trata aquí de una serie de poetas a la que no podemos
llamar "grupo", que tampoco se pretende generación en tanto "grupo de
ruptura colectiva", pero que presentan un eje unitario anclado en la
interindividualidad a la que apuntan las anotaciones anteriores: por sobre su concepción
personal del canon los une una relación de "secreto de iniciados" que los
integra en la diferencia, no igualándolos sino estableciendo vasos comunicantes, una
especie de rizoma ( (44)) entre lector y poeta, que es
a la vez lector de otros poetas coetáneos y otras obras que supuestamente pertenecen a
una determinada tradición que la lectura vivifica, sacándolas de la linealidad, y hace
entrar en el "secreto": el espacio creado es una especie de intercomunicación a
partir de la poesía y su práctica, sujetos aislados que no se comunicarían de otro modo
si no existiera esa conexión personal con sus predecesores, una imagen construida como
una "fantasmagoría". Finalmente, con respecto a la constitución de una
"tradición", parece postularse que este proceso subyace a todas las obras
poéticas rescatadas como predecesoras, fundamento que supera, en el caso de los poetas
más influyentes, los diversos postulados estéticos colectivos de ruptura. La poesía,
medio de una particular comunicación, es un "acto al margen", como dice Andrés
Anwandter (45). Esto que parece plantear la poética
de esta promoción para el contexto literario nacional, coincide con lo que Octavio Paz
designa como el comportamiento fundamental que él observa en la poesía moderna de
occidente (46).
Hija contradictoria de la posmodernidad y de la
"aldea global", la "lectura secreta" se practica, alejada de todo
voluntarismo estético colectivo, contra ellas y gracias a ellas. Es un "secreto de
iniciados", mujeres y hombres que se encuentran, como lectores y productores,
encerrados en ese círculo cuya existencia permite, a un tiempo, la amplia posibilidad de
las lecturas y una concepción abierta de la "aldea tolstoiana", pero al mismo
tiempo se niegan, por ese mismo convenio de "conjurados", a participar de un
contexto que convertiría sus producciones en meras mecancías de infinita disposición,
entregando el espacio interior del poema a la falta de límite, al sinsentido. Por eso:
"Los bufones están en otra parte/ No tienen noción están en otro círculo/ al que
arrastraron también a los escuchas", en el poema "Hammellin" de Germán
Carrasco (47).
Esta concesión quitaría intención al hecho literario
encifrado desde un particular contexto personal para un desciframiento igualmente
personal. Las ediciones limitadas -muchas veces producto de la necesidad- son, sin
embargo, un medio de difusión correspondiente a estas intenciones literarias, que
mantienen en conocimiento al círculo no homogeneizado de "iniciados" que se
oponen, al menos en estos plazos, a la publicación editorial para un lector medio del que
estos poetas se ven alejados a causa de la formación de éste a través de las
imposiciones -aparentemente elecciones, donde éstas pierden sentido- del medio cultural y
del facilismo de los medios de comunicación de masas.
Este lector parece ubicarse no sólo entre estos
"iniciados", sino también, y por sobre todo, en otro tiempo y en otro espacio.
Tanto en el libro principal de Cervantes, o en la obra de Gabriela Mistral, por ejemplo,
-quien permaneció silenciosa hasta convertirse hoy en uno de los predecesores principales
de la poesía chilena- parece construirse un lector que ya no existe como público a su
lado (el poeta trovador), lector que se continúa en el contexto posmoderno como
"público de masas", sino en un "círculo" que se constituye también
como heterotopía, pues es un espacio cerrado imaginario que se extiende más allá
de cualquier espacio físico determinante y es, al mismo tiempo, cualquier lugar donde se
cierren "las puertas y ventanas", "las puertas y las llagas", como
escribe Del Río. Ese espacio al que se ingresa después de cumplir con ciertas
condiciones que impone el propio poema, vence el tiempo lineal concibiendo un lector
planeado. Los textos no conceden, en los mejores casos, una anécdota, y tratan de
hacer presentes, en los niveles en que puede llevarse a cabo una lectura anecdótica,
marcas que espejean la lectura hacia espacios reflexivos (Anwandter) o espacios
mitificados (Del Río, Huenún). Estas técnicas, estas tácticas, son atraídas hacia el
texto desde, por ejemplo, las Soledades de Góngora, donde desplazan al lector,
apenas aparece la historia contada del poema narrativo, hacia la imagen, o, como sucede en
El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, desde los niveles concedidos a lo
"antiguo" (aventura) y a lo moderno (verosimilitud) en una obra que parece pedir
ser leída por un lector planeado (¿contemporáneo?).
Los poetas de esta promoción participan de un modo de
lectura alejado del modo grupal de lectura de las generaciones modernas: la
condenación o acercamiento a un pasado literario inmediato desaparece y se extiende
críticamente a éste como a otros comportamientos en cualquier "lugar" de la
"historia literaria", cercano o alejado en el tiempo. También desaparece la
admiración grupal a unos determinados modelos literarios, como fue el caso de los modelos
en competición de Sartre y Camus durante la década de 1950 entre los narradores
chilenos, modelos ante los cuales se optaba colectivamente, estableciéndose de este modo
un patrón literario generacional. Cada poeta ha realizado una lectura personal de algunos
poetas determinados, mientras que aquello que de la obra se lee (la "entrada"
por la que se accede (48) convive en el
"claustro" de la "lectura secreta": se privilegia el modo de lectura y
no la sustancia leída; el lector se enfrenta a un tipo de acercamiento tradicional modal
que investiga los complejos permanentes de las "máquinas" productoras, y no sus
particularidades ceñidas al contexto de ruptura; es decir, se enfrenta a un problema
herméutico.