Comprobación de esto es la apatía con que enfrentamos las elecciones o la negligencia con que actuamos en el cuidado de los demás o de los bienes públicos.
Para quienes pasamos por la Universidad, la experiencia de ser estudiante se presenta llena de expectativas, ansiedades y anhelos. Para la mayoría, la aventura comienza al final de la adolescencia, en que de forma simultánea a la formación académica se va haciendo más compleja la vida afectiva, deportiva o política en este grandioso escenario que se despliega ante nosotros: La Universidad.
Aquí, el o la estudiante va descubriendo una comunidad conformada -además de sí mismo/a y sus compañeros- por ayudantes, profesores y funcionarios/as, cada uno con distintas culturas, trayectorias, estilos, y caracteres. Entre todos definimos el novedoso e inesperado elenco que actúa en este escenario.
Para los “antiguos“, estas nuevas generaciones no siempre son percibidas como una novedad ni tampoco el que ellos/as mismos constituyan un referente para estos estudiantes, más allá de sus respectivas disciplinas. El sentido de pertenencia a la institución, uno de los valores claves en nuestra Universidad, aparece amenazado y unos y otros no siempre conseguimos identificarnos como ciudadanos de la misma aldea. Las responsabilidades en este desencuentro no son equivalentes. La mayor responsabilidad nos corresponde a los académicos, llamados a formar integralmente a estos/as jóvenes.
Existe desaliento. El desdén y desconfianza que habitan nuestro ambiente deterioran las experiencias. Surgen formas descuidadas para comunicamos y utilizamos un lenguaje degradado o degradante, de modo común y acrítico..
Este desdén se hace visible al comprobar la suerte que corren muchos/as estudiantes, especialmente los vulnerables, durante los innumerables y estereotipados procesos reivindicatorios.
La colaboración, solidaridad, empatía, altruismo, honestidad, generosidad, o el desinterés, características que abundan en nuestra comunidad, aparecen eclipsadas, invisibles u opacadas por la vorágine. Debemos darle un sitio de privilegio en la práctica diaria, avanzar en la humanización de la sociedad adoptando incondicionalmente el trato cordial. Los mensajes, por duros o incómodos que sean, debemos darlos con respeto y empatía y constituirnos nosotros mismos en factores protectores de salud mental.