Renacer desde la crisis

26 de Septiembre, 1997.

La reciente paralización de la Universidad de Chile generó polémica debido a que puso en tela de juicio el sistema que rige a la educación superior, y a que quedó en evidencia el que la docencia universitaria y la investigación académica seria no se guían por las fuerzas del mercado.

El movimiento estudiantil liderado por la FECH desencadenó el conflicto en torno a este tema, involucrando luego en la dinámica de cambio a los académicos, a los directivos universitarios, y a las autoridades de gobierno del sector.

Durante este período apareció, con nitidez, el hecho que la crisis que vive la Universidad de Chile es producto de la indefinición del Estado con respecto a la existencia, rol y financiamiento de una universidad con una misión de largo plazo que tiene dos dimensiones: la formación de una elite de profesionales, intelectuales y científicos con una preparación sólida y un alto grado de compromiso con el país y su futuro; y la creación en los ámbitos de la ciencia, la tecnología, las humanidades y el arte, combinando las necesidades del desarrollo y la rigurosidad de un pensamiento independiente, por sobre los vaivenes de corto plazo.

Así, la única manera de resolver efectivamente esta crisis radica en que el Estado redefina la educación superior más allá del tema estrictamente financiero -como se está abordando en la actualidad-, abocándose hacia una estructuración y definición institucional de la educación universitaria, que debería singularizar el rol de la Universidad de Chile.

Por otra parte, la solución de la crisis de la Universidad de Chile también se ha dificultado debido a que no hemos sido capaces de generar ambientes e instancias que contribuyan a mejorar nuestra convivencia interna y a estimular la participación.

Los académicos hemos hecho un gran esfuerzo por transmitir al Estado y a los actores sociales acerca de nuestros logros y carencias, pero aún no hemos tenido la eficacia necesaria para que ellos valoren el quehacer de nuestra Universidad. Si oportunamente hubiéramos reconstruido este diálogo social requerido, y generado las instancias que recojan la rica discusión universitaria, ya estaríamos trabajando en los mecanismos de solución a estas inquietudes, sin haber alterado nuestras normas de convivencia.

En cuanto a la relación que tenemos con nuestros alumnos, el proceso vivido indica que debemos reforzar un sentimiento de comunidad que nos imponga la responsabilidad de respetar nuestro modo de vida. En conjunto con ellos, debemos ahondar lo que es la vida universitaria, lo que significa una academia rigurosa y exigente, lo que la Universidad de Chile representa para el país, y lo que implica optar -como forma de vida- por el trabajo académico.

El otro tema, la participación, es algo inherente a la vida universitaria. Hoy, sin embargo, el debate se ha centrado en los porcentajes de participación en comisiones, lo que aparece como respuesta legítima a un fenómeno más profundo: la desconfianza que existe entre nosotros.

En un entorno plagado de desconfianza, la Universidad no ha sabido superarlo ni sustraerse a ello, y darse la organización donde, de manera natural, la confianza en sus miembros y sus acciones sean los elementos con los que se construye la estructura interna.

Por esto, resolver la cuestión de la participación dependerá de nuestra propia voluntad para ser abiertos y transparentes en nuestro quehacer, de la capacidad por sembrar confianza en el sistema, y de ser rigurosos con los demás y con nosotros mismos. Ese es el desafío. Si no lo logramos, caeremos en el juego trivial de porcentajes para ocultar nuestro fracaso.

De aquí lo central que resulta ser la jerarquización académica en la estructura universitaria, toda vez que ese ordenamiento significa responsabilidades y derechos no transables. Los académicos somos el eje permanente de la Universidad.

Para su éxito, el proceso que inicia la Universidad de Chile requiere de participación responsable. Esto significa para los académicos la renovación de los dos compromisos que marcan y definen a nuestra institución de manera específica: con la aspiración a la excelencia en todas las dimensiones de su quehacer -que es un principio básico que debe regir cualquier esquema de funcionamiento-; y con el país, mediante una labor académica que tenga libertad de pensamiento y visión responsable de largo plazo.

Así, el mayor desafío que tenemos es el de vencer los temores fundados de cuánto seremos capaces de comprometernos. Ello requiere motivar la participación de los académicos con más oficio genuino, hacer valer una historia de razonable rigurosidad académica, y abandonar los discursos oportunistas.

A este país le falta mucho, sobre todo en términos de valores, de entrega, de sensibilidades, de relacionarnos los unos con los otros, y son esos aspectos los que aparecen, una vez más, como desafíos en este proceso que se inicia.

Dada la dinámica confusa y errática que hemos observado hasta ahora, el camino por recorrer será el básico de siempre: escuchar, entender, argumentar. El camino de trabajar duro, muy duro, por mostrar lo que quisiéramos ser, lo que quisiéramos lograr. Todo ello para hacer emerger de este proceso, como producto básicamente consensuado y no como el punto de partida, aquellos "principios" que sostendrán nuestro quehacer futuro.

Renacer desde la crisis requerirá nuestra mejor capacidad e inteligencia para generar motivaciones grupales, para respetar individualidades y diferencias, y para traducir en decisiones, compromisos y acciones todas nuestras ideas y propuestas.

La convulsión que hoy estamos experimentando en la Universidad de Chile la reconocemos como signo de vitalidad, y de que los valores que nos han animado continúan teniendo arraigo en nuestra comunidad. Así, la insatisfacción que sentimos no es por lo que somos, sino por lo que percibimos son los obstáculos externos e internos que se nos ponen para seguir siendo. Esta es la idea que nos motiva para iniciar este proceso institucional con optimismo y esperanza.

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