El 25 de abril del año 2006 no fue un día cualquiera para la ciudad de Lota. Esa mañana, los estudiantes del liceo A-45 Carlos Cousiño se tomaron su establecimiento en protesta por las malas condiciones de infraestructura. El colegio se había hecho famoso días atrás debido a videos que mostraban el agua corriendo por sus pasillos durante las primeras lluvias del año, recibiendo el sobrenombre de “liceo acuático”, en una situación que se arrastraba desde hace años.
Así lo recordó Ramiro Hernández, quien cursaba sus estudios secundarios en el A-45 y sería dirigente durante las movilizaciones. “Las inundaciones no eran algo nuevo, era algo que se arrastraba de años anteriores, y las protestas comenzaron ya que no teníamos condiciones dignas para estudiar y tener clases. No era algo limitado a nuestro colegio, sino que afectaba a la mayoría de los liceos de la comuna”, rememoró.
Lo que se sentía en la ciudad minera era representativo de la precaria situación que se vivía en los liceos municipales, con infraestructura y presupuestos insuficientes. Al día siguiente en Santiago varios colegios participaron en una marcha reclamando por el alza en el cobro de la Prueba de Selección Universitaria y por el anuncio de que el pase escolar podría ser utilizado sólo dos veces al día. El 19 de mayo, el Instituto Nacional fue tomado por sus estudiantes esperando el mensaje presidencial del 21 de mayo.
Pocos días después, ante lo que interpretaron como nula respuesta del gobierno a sus demandas, las protestas se generalizaron en el país, en una movilización que sorprendió a los mismos dirigentes secundarios, que lograron exitosas convocatorias a paros nacionales y tomas masivas de establecimientos.
Víctor Orellana, investigador asistente del Centro de Investigación Avanzada en Educación (CIAE), destacó que los estudiantes secundarios “tuvieron la capacidad de unir un gran reclamo social, cuya base estaba en la promesa incumplida de movilidad social atribuida a la educación, con un cuestionamiento al régimen político en su conjunto”, a través de demandas que apuntaron a cuestionamientos estructurales a la educación chilena, alcanzando un gran respaldo en la sociedad.
Así, el 30 de mayo de ese año, poco más de un mes después de la primera toma en Lota, más de la mitad de los colegios del país paralizaron –incluyendo particulares subvencionados y privados- en adhesión al petitorio de la Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios (ACES) bajo el lema de “No a la LOCE”. Esta consigna, en opinión de Orellana, “llevó a una gran mayoría de chilenos a tomar conciencia de que sus propios intereses sociales eran negados, no por una mala administración del modelo existente, sino por ese mismo modelo, en sus aspectos fundamentales”.
Un nuevo estudiante secundario
La irrupción de las protestas protagonizadas por los estudiantes secundarios el 2006 marcó un cambio en un Chile acostumbrado a la paz social instalada al inicio de la transición, y graficó el surgimiento de un nuevo actor en el país.
Así lo explicó Óscar Aguilera, académico del Departamento de Estudios Pedagógicos, quien enfatizó que “hasta el 2000 teníamos un estudiante secundario de sectores medios, con capital educacional, cultural y político y que asistía a clases en un liceo con tradiciones de activismo”.
En contraposición, el 2006 surge “un nuevo tipo de estudiante, que no se había constituido históricamente como actor estudiantil, que proviene de liceos periféricos, de colegios particulares subvencionados de la capital y de regiones”, aseguró Aguilera, quien además destacó la solidaridad generacional que se generó a raíz de la represión, y la falta de respuesta de la Presidenta Bachelet a las demandas en su discurso del 21 de mayo.
La Presidenta, afirmó Aguilera, “no sólo no se pronunció sobre el petitorio que los estudiantes estaban levantando y por el que se estaban movilizando, sino que enfatizó en que no negociarían con encapuchados y violentistas”. El efecto fue inmediato. Si antes del discurso sólo se encontraban en toma el Instituto Nacional y el Liceo de Aplicación, en las semanas siguientes los colegios movilizados aumentarían rápidamente hasta alcanzar los 400 en todo el país.
Otro elemento que destacaron los expertos es que los jóvenes tuvieron la capacidad de superar los temores naturalizados por la transición a la democracia, llegando a cuestionar la idea de que criticar a la Concertación significaba “hacer el juego” a la derecha.
“La rebeldía con ese punto permitió justamente que el movimiento se desarrollara como crítica a Bachelet, que personificaba la resistencia a la dictadura militar. Ahora bien, el movimiento de 2006 no puede reducirse a una identidad o problemática juvenil. Esto remite a un conflicto social, de clase, y no identitario”, afirmó Orellana, quien explicó además que a partir de estas experiencias “ha sido posible pensar en lo público y lo democrático no como cultura de museo, sino como el proyecto de las resistencias y los movimientos sociales que emergen del Chile actual”.
El triunfo agridulce de los pingüinos
Una década ha pasado desde que los estudiantes secundarios, muchos nacidos en las postrimerías de la dictadura o en los primeros años de la democracia, llenaron las calles de las principales ciudades del país o se tomaron sus liceos exigiendo una nueva educación. Años en los que las manifestaciones se han sucedido con mayor o menor intensidad, pero siempre con los estudiantes como protagonistas.
Para el académico Óscar Aguilera, el principal logro de los estudiantes fue instalar a discusión sobre la “estructura de funcionamiento de la sociedad chilena neoliberal en su conjunto. Hoy estamos discutiendo educación pública, sobre un proceso constituyente, y eso es tributario de lo que ha sido el movimiento estudiantil”.
Una opinión similar expresó Juan Pablo Valenzuela, investigador asociado del CIAE, para quien el movimiento estudiantil ha sido un actor central a la hora de “dar un carácter de urgencia a las reformas estructurales que el país requería en el ámbito de la educación, especialmente al lograr que el programa de gobierno de la Nueva Mayoría fuese un reflejo de estos desafíos y cambios demandados”.
Para el académico, el principal cambio generado gracias a las luchas de los estudiantes radicó en “demandar un cambio en los mecanismos para que muchos más actores sean parte del debate, escrutinio y deliberación de las políticas públicas y marcos legislativos que nos afectan a todos”, en un país marcado por la desafección hacia los partidos políticos.
Las movilizaciones del 2006 terminaron con la aprobación, dos años después, de la Ley General de Educación generada gracias a un acuerdo transversal entre las fuerzas políticas en el Congreso que sin embargo no dejó contentos a los estudiantes, y cinco años después, el país sería testigo de nuevas y masivas protestas que exigían una educación pública, gratuita y de calidad.
Pero en Lota, donde comenzó todo, las cosas siguieron su curso. Ramiro Hernández recordó que cuando las movilizaciones se hicieron nacionales debieron hacer distintos esfuerzos para poder asistir a las reuniones de dirigentes que se realizaban en Concepción, Valparaíso y Santiago.
Tras las protestas se hicieron licitaciones para arreglar los liceos de la ciudad del carbón, se construyeron o arreglaron edificios, pero las dificultades continuaron. “Se mejoraron los techos, se cambiaron las ventanas, pero no se dio solución al problema de fondo de la infraestructura, que siguió lloviéndose, y la calidad de las clases continuaron siendo deficientes”, aseguró.
En opinión de Hernández a pesar de las movilizaciones, en esta población golpeada por el cierre de las últimas minas de carbón en la década del 90 “la educación no te ayuda. Al final terminas sin proyecciones en la región, las carreras técnicas que nos imparten no tienen perspectivas y la gente termina trasladándose a otras partes en búsqueda de un futuro”.