Si se pagan los servicios médicos por cada prestación, muchas prestaciones serán realizadas por el prestador y quizás se producirá, en algún grado, consumo innecesario de servicios. Si se pagan por persona a cargo –per cápita-, la tendencia será al revés y se harán esfuerzos para mantener a las personas sanas al riesgo de limitar en ocasiones el consumo de servicios médicos necesarios. En el medio de estos extremos, si se paga por diagnóstico resuelto o por diagnósticos relacionados, el prestador optimizará la función de producción usando las prestaciones justas y necesarias para resolver el problema real y a la vez minimizar los riesgos asociados al tratamiento. Sólo cabrá definir cómo enfrentar complicaciones que obedezcan al azar. Estos son los conocidos “mecanismos de pago” que incentivan o promueven determinados comportamientos en los prestadores de servicios médicos. Es decir, no basta con financiar, sino que importa mucho el “cómo comprar”.
Pero a veces se peca de exceso de confianza en los “mecanismos de pago” a quienes prestan servicios médicos para la comunidad. Se plantea que en ellos estarán contenidos los “incentivos” que harán de la provisión de servicios médicos una cuestión más eficiente y de mejor calidad. Recuerdo perfectamente bien que ésta era la hipótesis de trabajo que se planteó precozmente, al inicio de la saga de gobiernos democráticos, en 1990, cuando se elaboraron los primeros proyectos con asistencia técnica del Banco Mundial. Se dijo: hay que cambiar los mecanismos de pago en los hospitales públicos, esa es la clave. Y se recurría a la experiencia del cambio del FAPEM, facturación de atenciones prestadas en los municipios, para sustentar esta hipótesis, sustento razonable por aquellos entonces. En los hospitales privados, claro está, la “compra de servicios” es la manera normal de financiar la actividad productiva.
Después, las reformas de Tatcher y la continuidad de las mismas en manos de Blair, trajeron desde el Reino Unido la misma hipótesis, ahora fortalecida por las teorías de los denominados “cuasi-mercados”, que eran las lógicas de mercado, de la compra y venta de servicios, instaladas dentro del sector público. Se creó en esos entonces la idea del “administrador de fondos”, transfiriendo recursos y poder de compra de interconsultas de especialidad a los Médicos Generales –GPs- y muchos viajamos al UK en su momento, para conocer de estas reformas. La información que recibimos al día de hoy es que persisten prolongadas esperas para el acceso a los especialistas y a las cirugías, siendo ésta la principal causa de descontento ciudadano con el sistema. ¿Será acaso un problema de escasez de recursos?
La compra prodigiosa de servicios médicos se transforma en razón para justificar una reforma que se plantea hoy y que considera principalmente el fortalecimiento de FONASA, transformándolo en un “seguro público”, asunto del que se viene hablando desde hace tiempo, con ley ya tramitada y reglamento pendiente. Al mismo argumento se recurre para sancionar la discusión de asegurador único vs. aseguradores múltiples para administrar una cobertura universal, en favor de la primera opción, como el Colegio Médico ha propuesto recientemente. Esto es la “compra monopsónica” –el “poder de compra”- como camino para presionar a los prestadores a empaquetar servicios y para conseguir buenos precios, o simplemente fijarlos y así controlar, además, la mentada expansión de los costos.
Sin embargo, hay tres problemas que no estarían bien resueltos con una reforma como la que hoy se plantea, problemas que tienen la virtud –en este caso el vicio- de potenciarse entre sí. El primer problema es que los temas de calidad no parecen resolverse bien con cambios como los descritos. Más aún, podrían estos cambios producir deterioro en la calidad de los servicios a consecuencia de una presión desmedida sobre los prestadores, lo que no es tan difícil de materializar si vemos a FONASA como “agencia” de la restricción presupuestaria.
El segundo problema, que explica en buena medida que los resultados de este tipo de transformaciones basadas en el “poder de compra” suelan ser magros, es que no hay modo de comportarse en función de los “incentivos” que en teoría han sido puestos si los prestadores públicos tienen las manos atadas y son insensibles en términos prácticos a tales estímulos. Es decir, si se quiere que los “incentivos” funcionen, es necesario que los hospitales puedan gestionar con flexibilidad sus recursos, en particular sus recursos humanos, para poder responder oportunamente a las arremetidas de un mercado del trabajo competitivo y también es necesario proveer financiamiento a los mismos para compensar la depreciación de sus activos, facilitándoles las decisiones de reposición que, cuando no ocurren, pueden significar severos quiebres en la continuidad de los servicios. Me pregunto si cosas como éstas serán posibles de lograr dentro de plazos razonables, en el marco institucional que rige el uso de los recursos públicos. Por lo pronto, al menos cabría incorporarlas en el paquete de reformas.
Y el tercer problema es que la compra de prestaciones e incluso la compra de paquetes asociados a diagnósticos o de grupos de diagnósticos relacionados, situada en una relación directa entre FONASA –el comprador- y los hospitales públicos –los prestadores de servicios-, no promueve –es decir, no “incentiva”, para ponerlo en el lenguaje de este comentario- la principal ventaja competitiva de un sistema público que funciona con población a cargo: la gestión en red, territorial, anticipada a la aparición de los daños.