¿Cómo comprender una medida gubernamental como la concretada este 07 de noviembre de regresar a 160 migrantes desde la Fuerza Aérea (FACH) a su país de origen? Son personas haitianas -de un total de 1.087- que se inscribieron en el “Plan de Retorno Humanitario” para su regreso. Se trata de 130 hombres y 30 mujeres migrantes que vivieron en precarias condiciones en Chile, no contando con trabajo estable en el contexto de la inexistencia de un convenio entre ambos Estados que convalide sus títulos profesionales, que fueron maltratados y/o se enfermaron. El Plan considera seis o siete traslados más a Puerto Príncipe. Esto significa que, primero, no fueron integrados por la sociedad chilena; segundo, la visa consular que se les exige desde abril de este año ha devenido en la práctica en una barrera jurídico-política para su ingreso (en el contexto de una mayor restricción a los migrantes para “ordenar la casa”); y tercero, el Estado les facilita su salida de la “comunidad” y territorio nacional. Su devolución marca un hito en lo que será recordado como una política migratoria anti-haitiana.
¿Por qué solo haitianos? ¿Son, acaso, los únicos que no han logrado integrarse o representan la principal mayoría de inmigrantes en Chile, haciéndonos sentir una “invasión”? Ni lo uno ni lo otro. Esta situación permite vislumbrar más bien una noción de la identidad chilena, la que se ha imaginado históricamente como una sociedad y cultura ordenada, homogénea y cuya población tendría características físicas propias de los “blancos”. El enfoque de esta política es entonces etnicista: esta medida se tomó respecto a ciertos sujetos (y no otros) por pertenecer a un colectivo específico, al que se considera como “no integrable”. Se los aleja así por sus características “raciales” (color de piel y otros atributos físicos) y culturales (hablan otra lengua, “no les entendemos”), que serían incompatibles con la chilenidad. Este exceso de diferencia no los haría merecedores de reconocimiento como personas de derecho. De este modo, a través de la institucionalización de una xenofobia selectiva que los separa de la “comunidad” chilena, los ciudadanos quedaríamos salvaguardados de la “mancha” neo-colonial, del estigma de ser negros o de la posibilidad de ennegrecernos.
Refleja así este Plan la existencia en Chile de un fobotipo (fobia, miedo) sobre las personas haitianas, fobia no basada en comportamientos delictuales (el Plan implica no tener antecedentes policiales o judiciales en el país) o en su ilegalidad, como tampoco en sus defectos de carácter (pues se los suele calificar como “tranquilos” en Chile), sino en el peligro que su presencia implica para nuestro equilibrado mestizaje, cuya precaria blancura no admite la residencia de nuevas poblaciones oscuras, afro-descendientes (denominados muchas veces como “morenos” para no ser sospechosos/as de discriminación) en nuestras ciudades y campos.
En términos teórico-conceptuales este accionar societal y estatal chileno respecto al colectivo haitiano da cuenta de un nuevo racismo o neorracismo, esto es, en que los sujetos racistas no tienen sentimientos de odio sino de incomodidad, inseguridad, y en ocasiones, temor a personas que perciben como diferentes y que “nos quitan nuestros trabajos”; sensaciones que provocan más la evitación del “otro” que la agresión directa. Entonces, como dijera Maquiavelo (al menos se le suele atribuir la frase), “el fin justifica los medios”: retornados a su país para nuestra étnica tranquilidad.
Como vemos, se requiere con urgencia una nueva Ley e institucionalidad migratoria basada en el enfoque de derechos (de acuerdo a los instrumentos internacionales) que regule “la cuestión migratoria” pues la xenofobia y racismo surge o resurge cuando la población establecida, nacional, de estratos altos, medios o bajos, espanta sus miedos echándole la culpa de sus vulnerabilidades a los nuevos habitantes, y más aún si éstos son pobres, pues lo que se encuentra en la raíz de estas actitudes de rechazo suele ser la “aporofobia”, “el desprecio al pobre, del rechazo a quien no puede devolver nada a cambio, o al menos parece no poder hacerlo” (Cortina, 2017, 14). Se suman entonces diferencias: de color de piel y estrato socioeconómico, y si a esto se agrega una nacionalidad con menores índices de desarrollo, tenemos un “cóctel” discriminatorio. No contribuye mucho esta medida a la construcción de sanas relaciones interculturales en nuestra convivencia cotidiana.