El 2018, se cumplieron cien años del movimiento estudiantil argentino de 1918, que se inició en Córdoba luego de que los estudiantes de ingeniería repudiaran nuevos controles de asistencia y los de medicina protestaran por el cierre del Internado del Hospital de Clínicas; y cincuenta años desde los movimientos de 1968 en Brasil, México y Uruguay, entre otros.
En ese contexto, un artículo del académico del Instituto de Estudios Avanzados en Educación de la U. de Chile y del Centro de Estudios Avanzados de la Universidad de Playa Ancha, Andrés Donoso, analizó cuatro de estos grandes movimientos sociales, bajo una perspectiva historiográfica, para constatar sus rasgos comunes de fondo y forma.
El estudio, publicado en la Revista Brasileira de Historia, analiza los movimientos argentino de 1918, brasileño de 1968, mexicano de 1968 y chileno de 2011. El movimiento estudiantil argentino de 1918 no fue el primer fenómeno de este tipo en América Latina, pero sí fue, tanto por sus alcances como por sus implicancias, el que ha generado un impacto más duradero. Entre las exigencias estudiantiles de los estudiantes argentinos destacaron tres: reestructurar el gobierno universitario para sacar de los órganos de decisión a toda persona ajena al mundo educacional e incorporar en su lugar a docentes, estudiantes y egresados; incorporar a buenos docentes que estaban siendo marginados y las materias/perspectivas hasta entonces proscritas; y vincular más consistentemente a la universidad con la sociedad.
En tanto, la principal demanda estudiantil brasileña en 1968 fue acabar con la dictadura. Exigencia que quedaba patente en exhortos como poner fin a la represión, elegir mediante voto popular a las autoridades nacionales y liberar a los manifestantes presos, así como poner freno a los ataques contra la autonomía universitaria.
En el caso de México en 1968, la principal demanda fue por libertades democráticas y se tradujo en la petición de poner freno al autoritarismo, mediante la derogación de las leyes que impedían la disidencia política. También se pedía que uniformados no agredieran a las comunidades educativas y que la universidad se orientara a resolver los problemas de las grandes mayorías.
En Chile, el 2011, las demandas fueron democratización de los gobiernos universitarios mediante la participación estudiantil en los órganos de dirección institucional y la conformación de organizaciones estudiantiles donde ellas estaban prohibidas; fin al lucro en la educación; y gratuidad.
Puntos en común
Según el análisis de Andrés Donoso, estos movimientos comparten algunos rasgos formales. El primero de ellos es que fueron conducidos por fuertes organizaciones estudiantiles con gran legitimidad. La Federación Universitaria Argentina y la Federación Universitaria de Córdoba, fueron creadas, precisamente, en el marco del movimiento de 1918; la Unión Nacional de Estudiantes de Brasil, conformada al final de la década de 1930, tuvo tanta fuerza durante la década de 1960 que ni siquiera la saña dictatorial pudo neutralizarla; y la Confederación de Estudiantes de Chile, creada en la década de 1980, que posee también raíces profundas que se rastrean hasta principios del siglo veinte con la fundación de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile.
Asimismo, en todos los movimientos analizados los manifestantes utilizaron una misma gama de medidas de presión para alcanzar sus objetivos: paros de actividades, ocupaciones de establecimientos educacionales, concentraciones masivas y marchas multitudinarias.
En términos formales, el tercer rasgo advertido es que, aun cuando estos movimientos fueron dirigidos mayoritariamente por estudiantes universitarios, ellos también convocaron a otros actores pertenecientes a los sectores medios de la población vinculados al mundo cultural y/o educacional.
En cuanto a rasgos de fondo, el análisis encontró que las demandas de los cuatro movimientos presentaron una composición dual: algunas identificaron falencias gremiales o educacionales, mientras otras lo hicieron en asuntos políticos o sociales.
Asimismo, casi siempre una parte de los manifestantes juzgó críticamente la elitización que se vivía en la universidad. “Había una fracción que aspiraba a que la universidad dejara de ser un espacio restringido a los sectores más acomodados, una ‘torre de cristal’ como tantas veces se escuchó, para involucrarse en la resolución de las dificultades que aquejaban a las nuevas parcelas estudiantiles y a las grandes mayorías de la población”, escribe Donoso.
El tercer y último rasgo de fondo presente en estos movimientos fue la defensa de la autonomía universitaria, es decir, el resguardo de la autodeterminación académica, administrativa y financiera de las casas de estudios frente a las intromisiones de personas o instituciones ajenas al mundo cultural, educacional y/o universitario.
“Estos seis rasgos operan como una especie de ‘mínimo común’ y no como una fórmula donde cada movimiento es fielmente retratado. Esto implica que, así como cada movimiento presenta estos seis rasgos, cada movimiento es mucho más que la suma de estos rasgos”, advierte el autor.
Agrega, además, que el hecho de que estos movimientos hayan compartido estos rasgos no significa que ellos se presenten de igual manera, ni que posean las mismas implicancias. Por ejemplo, así como es cierto que en todos los movimientos hubo organizaciones legitimadas en su conducción, el tipo de organización en cada uno varió en función de la tradición organizacional donde se emplazaba, siendo la mexicana la más dispar al comparársela como sus homónimas sudamericanas.
Por último, señala que estos rasgos probablemente no son los únicos que comparten los grandes movimientos estudiantiles latinoamericanos. Y es que la experiencia enseña que, si estos movimientos se analizaran bajo otros encuadres, o si se incluyeran otros movimientos en los análisis, otros elementos se podrían revelar como compartidos.