El racismo se ha anquilosado de tal manera en las estructuras sociales latinoamericanas, que no logramos verlo. Las ideologías racistas han naturalizado la supremacía de unos grupos sobre otros, en una jerarquía donde la piel oscura es el signo visible de la inferioridad. Pues bien, en la escala pigmentocrática de nuestras sociedades, los pueblos indígenas y afrodescendientes han sido objeto del racismo estructural expresado históricamente a través de múltiples formas de violencia y opresión que han tenido como consecuencia la exclusión social de dichos pueblos.
Se ha normalizado que los indígenas sean pobres, no lleguen a la educación superior, no accedan a ciertos puestos de trabajo y no ocupen cargos de poder en instituciones, empresas o en el Estado. Sin ir más lejos, el informe "Desiguales. Orígenes, cambios y desafíos de la brecha cultural en Chile" (PNUD, 2017), sostuvo que la desigualdad socioeconómica, en este país, “ha tenido una connotación étnica y racial. Las clases altas se configuraron como predominantemente blancas, mientras que mestizos e indígenas ocuparon un grado más bajo en la jerarquía social”. El insumo señala además que incluso hoy el aspecto físico es un buen predictor de clase, lo que delataría no sólo la escasa movilidad social, sino también “los prejuicios y la discriminación en el acceso a las oportunidades.”
Pero, un flagelo mayor se ha instalado durante los últimos años: la criminalización y el ajusticiamiento. Expresada con fiereza, incluso en tiempo de pandemia, la violencia contra las demandas y los cuerpos indígenas, ha dejado más de cuarenta líderes asesinados en Colombia en lo que va de este año, según cifras del Instituto para el Desarrollo y la Paz de dicho país. En promedio, son asesinados cuatro líderes indígenas al mes, en América Latina, según un estudio de la CEPAL situado entre los años 2015 y 2019. La mayoría de ellos han sido ambientalistas que defendían sus territorios. Tal como derriban árboles, han derribado indígenas. Tal cómo usan el agua de manera desmedida para obtener minerales, han asolado aldeas, desertificando tierras habitables.
Silencio social, negación e incredulidad han sido la respuesta mayoritaria. En el extremo, los discursos de odio, justificando la persecución, han cambiado el rol de víctimas hacia quiénes se encuentran del lado del poder.
Pero, ¿qué podemos hacer las universidades latinoamericanas? Como base, debemos asumir que bastarían sólo unos cuántos periodistas, abogados, jueces, médicos forenses que, formados éticamente y sin racismo, podrían aportar a evitar crímenes, condenas injustas y montajes. Cuánto más si los educados sin racismo fueran nuestros gobernantes, empresarios y todo tipo de tomadores de decisiones. Y, no son estas ideas, extremas ni revolucionarias: la misma CEPAL nos indica que uno de los principales retos de nuestros países es construir "sociedades institucionalmente pluriculturales, diversas, inclusivas, equitativas y no discriminatorias", donde el reconocimiento y garantía de los derechos de los pueblos indígenas sea clave.
En consecuencia, la educación superior como última instancia del sistema educativo formal no debe desentenderse de su rol formador de personas y de ciudadanía global. Más aun, debe tomar la oportunidad de incluir, con urgencia, a los pueblos indígenas, sus lenguas, sus culturas, conocimientos, formas de enseñanza-aprendizaje y comprensión de mundo, para construir sociedades más justas, equitativas, solidarias y libres de racismos.