El año 2020, un grupo de investigadores publicó un estudio en el que reportaban la presencia de la molécula fosfina en la atmósfera de Venus. El descubrimiento despertó las alertas ante la posibilidad de vida en ese planeta, ya que en la Tierra este gas se asocia a microbios que habitan en las entrañas de algunos animales. Astrobiólogos también han planteado que satélites naturales como Europa y Encélado, de Júpiter y Saturno, respectivamente, reúnen condiciones para la vida, al menos como la conocemos. Pero, sin duda, es Marte el lugar que hoy concentra los mayores esfuerzos de búsqueda de vida, con la misión que lidera el rover Perseverance, una iniciativa impulsada en base a las condiciones químicas y físicas del suelo marciano, donde se piensa que la vida microbiana es o fue posible.
El planeta rojo es un entorno usualmente comparado con el desierto de Atacama, mientras que Europa y Encelado presentan algunas similitudes con el inhóspito territorio antártico. Estos dos lugares, el desierto de Atacama y la Antártica, han sido el foco de investigaciones encabezadas por el microbiólogo Andrés Marcoleta, académico de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Chile, quien recientemente dio a conocer el descubrimiento de familias de bacterias y órdenes de arqueas en el Salar de Ascotán, en el norte del país, microorganismos que se han adaptado a las condiciones extremas de altura, radiación ultravioleta, oscilación térmica, salinidad y saturación por metales de este entorno. Años anteriores, además, publicó el hallazgo de bacterias con adaptaciones y capacidades sorprendentes en la Antártica, entre ellas, ser altamente resistentes al efecto de múltiples clases de antibióticos y a otras sustancias tóxicas.
Como voz especializada en estas formas de vida, el profesor Marcoleta plantea que estos lugares se toman como escenarios probables de cómo podría ser la vida fuera de la Tierra. El desierto de Atacama, en particular, “se considera un lugar con ciertas similitudes al subsuelo de Marte. Por cierto, en Marte la temperatura es mucho más baja. Acá estamos hablando todavía, en general, sobre 0°C, mientras que en Marte el subsuelo podría estar entre -10°C y -20°C. Ahora, se piensa que si uno va más profundo en el subsuelo esa temperatura podría ser mayor y acercarnos a los 0°C. Entonces, son bastante similares, sobre todo en condiciones de aridez y exposición a la luz ultravioleta, que son dos de los grandes estresores que uno encuentra en el suelo marciano”.
Chile presenta numerosos laboratorios naturales que pueden entregar pistas sobre los límites de la vida. “Entender cómo funcionan los microorganismos en estos escenarios aquí en la Tierra, en donde podemos tener muestras de suelo, extraer el ADN y hacer muchas cosas que todavía no podemos hacer en Marte, es una buena alternativa para plantearnos una especie de modelo de cómo podría ser la vida en ese planeta”, sostiene sobre el hallazgo y estudio de extremófilos. De hecho, destaca que en su reciente estudio sobre el Salar de Ascotán “algunos de los linajes bacterianos que encontramos son las bacterias Deinococcus radiodurans, famosas por ser una de las que más resisten la radiación gamma. Resisten perfectamente la radiación gamma de los rayos cósmicos que uno encuentra en el espacio y, por lo tanto, son bacterias capaces de sobrevivir en el espacio exterior”.
El aporte de los extremófilos a la astrobiología
Los tardígrados, llamados comúnmente también “osos de agua”, son uno de los extremófilos más conocidos y populares, microorganismos capaces de sobrevivir a oscilaciones térmicas extremas, falta de agua, radiación, presión e incluso al vacío espacial. Pero en este grupo extraordinario de formas de vida también es posible encontrar a las primitivas arqueas, frecuentes en aguas termales, géiseres, respiraderos hidrotermales y salares, así como bacterias halófilas, termófilas y acidófilas, híper resistentes a la salinidad, altas temperaturas y bajos niveles de pH. A estas características se suman las sorprendentes capacidades adaptativas de algunos microorganismos como la Enterobacter bugandensis, bacteria que fue capaz de mutar para sobrevivir en distintos puntos de la Estación Espacial Internacional, dando origen a 13 cepas de ella.
Todos estos organismos que viven en condiciones extremas son un componente fundamental para la búsqueda de vida fuera de la Tierra, plantea la joven astrónoma de la U. de Chile y embajadora de UNICEF, Teresa Paneque, quien destaca que su capacidad para prosperar en ambientes hostiles amplía las posibilidades de encontrar vida en otros planetas o lunas que, a primera vista, podrían parecer inhóspitos. “Los extremófilos son un muy buen ejemplo de por qué cuando buscamos vida fuera no debiésemos pensar que esa vida va a ser parecida a nosotros como humanidad. El hecho de que la Tierra sea el único planeta del Sistema Solar que reúne las condiciones para la habitabilidad de los seres humanos no quiere decir que en la Luna o en otros lugares pueda haber seres resistentes, como los extremófilos u otros que nos demuestren las diversas formas que pueden tomar los seres vivos”.
Miguel Allende, profesor de la Facultad de Ciencias de la U. de Chile y director del Centro de Regulación del Genoma (CRG), explica que el estudio de este tipo de organismos implica conocer las características químicas y ambientales de sus entornos y cuáles son sus respuestas biológicas a esas condiciones. “Cuando uno detecta condiciones químicas que se parecen a aquellas donde en la Tierra hay vida, aunque sea una vida muy extrema que apenas está sobreviviendo, uno tiene la idea de que esas condiciones, entonces, serían tolerantes para la vida. Por lo tanto, la biología busca firmas, indicios de condiciones químicas y físicas que existen en otras partes fuera de la Tierra que se asemejen a los lugares que conocemos donde la vida ha podido subsistir”. Señala, asimismo, que aún queda mucho por descubrir sobre la vida en la Tierra que puede aportar a la búsqueda de ella fuera del planeta. “Cada día tenemos nuevas sorpresas y encontramos vida en los lugares más inesperados, más inhóspitos”, indica.
La búsqueda de vida en el universo
El astrobiólogo Diego Mardones, académico del Departamento de Astronomía de la Universidad de Chile, afirma que el origen de la vida se sustenta en moléculas que son comunes en el universo. “El universo es casi puro hidrógeno y cerca de un 10% de helio. Todo el resto de los elementos químicos componen el 1% del universo en número de partículas o el 2% en masa. De esos elementos químicos, los más abundantes son el oxígeno, el carbono y el nitrógeno, que son las moléculas más esenciales para la vida, partiendo por el agua. Así que, desde ese punto de vista, los astrónomos somos felices y decimos puede o podría haber vida en todas partes”, comenta el académico sobre el sustento científico a partir del cual trabaja la astrobiología.
No obstante, la mayor dificultad de esta disciplina es cómo buscar vida en esta vastedad. En esta línea, Teresa Paneque comenta que la búsqueda está enfocada principalmente en trazadores moleculares que solo pueden explicarse por la existencia de procesos biológicos. “En el fondo, buscamos marcadores químicos cuyos niveles excedan lo que podamos explicar con los modelos geológico-químicos de un lugar. Esto es lo que llamamos biomarcadores”, señala. Sobre esta labor, la astrónoma distingue, en primer lugar, entre la búsqueda que se realiza dentro del Sistema Solar, a través de misiones y sondas, y la que se realiza fuera de nuestro vecindario astronómico con los telescopios, a través de una técnica llamada espectroscopía, donde “lo que hacemos es analizar la luz que pasa a través de las atmósferas de los exoplanetas”, cuando estos se ubican entre nuestro planeta y la estrella que orbitan. “Esa luz podría tener impresa una huella de los elementos o composición química de la atmósfera planetaria”, agrega.
La observación a través de telescopios cada vez más sofisticados ha permitido determinar la composición química o abundancia de elementos o moléculas en numerosos otros cuerpos celestes y estudiar sus atmósferas. El profesor Mardones ejemplifica que el 20% de oxígeno de la atmósfera terrestre es un indicador de la fotosíntesis y de la vida que la produce. “En astronomía, ese es el tipo de cosas que buscamos. Oxígeno, agua, moléculas que sean trazadores de procesos químicos, biológicos, bioquímicos. Pero no es fácil porque lo hacemos a través de un telescopio en una señal de ondas electromagnéticas. Entonces, para que eso tenga sentido, necesitamos probar en la Tierra estructuras, metabolismos, cuáles son las propiedades comunes y no tan comunes de la vida”, explica.
Los entornos extremos y sus habitantes extremófilos, en este sentido, son fundamentales para la astrobiología, “porque cualquier vida extrema en la Tierra es menos extrema que lo que podríamos encontrar en lugares como Marte, por ejemplo. Entonces, uno quiere buscar en lugares extremos, como el Salar de Ascotán, la Fosa de Atacama o un lago bajo el hielo antártico, expuestos a excesos o a la falta de algo que hace que la vida sea muy difícil ahí”. A partir de este conocimiento, añade el académico, la ciencia puede construir modelos de cómo podría darse la vida en otros lugares del universo y, en base a eso, definir su búsqueda. Sin embargo, advierte, “lo más interesante ocurre cuando uno encuentra lo inesperado, algo distinto que te obliga a cuestionarte tus fundamentos y a inventar un bosquejo distinto de cómo pueden ser las cosas. Cuando uno encuentra algo conocido lo podemos interpretar, pero si encontramos algo desconocido es muy difícil. Podríamos ver y detectar vidas sin saberlo”.
Por estas razones, el académico del Departamento de Astronomía de la U. de Chile destaca la importancia de generar un mayor contacto entre disciplinas para comprender la vida en la Tierra y fuera de ella. “Cuando uno empieza a hablar de astrobiología y uno viene de la astronomía, uno se maravilla con la biología y se da cuenta que tenemos mucho que conversar. Es difícil trabajar juntos porque los temas son tremendamente distintos, las técnicas de trabajo, de análisis, el vocabulario, es todo distinto. Sin embargo, tenemos intereses en común y es valioso ciertamente para nosotros el conocimiento generado desde la biología, así como desde otras disciplinas”.
A este trabajo se suma el creciente aporte de herramientas como la inteligencia artificial y la capacidad de supercómputo, instrumentos que contribuyen a acelerar los modelos de búsqueda mediante la detección de patrones y fenómenos extraños en el océano de datos que se generan a diario. Este es el trabajo que realiza, por ejemplo, el broker astronómico chileno ALeRCE (Automatic Learning for the Rapid Classification of Events), dirigido por el académico de la U. de Chile Francisco Förster. De esta manera, explica Teresa Paneque, muchas de estas observaciones “pasan primero por algoritmos que, en base a plantillas y cosas que esperamos detectar, pueden advertirnos de la existencia de algo importante o completamente distinto, difícil de clasificar. La inteligencia artificial puede ayudar mucho en la clasificación de observaciones y caracterización de algunas señales”. A futuro, además, debe considerarse el desarrollo de la computación cuántica, “que nos va a permitir ser capaces de resolver problemas y correr modelos de manera incluso más rápida”.