Una Educación Laica Frente al Legado Para las Futuras Generaciones Chilenas. Clase Magistral: Club Prometeo
I. Introducción
El legado para las generaciones chilenas del siglo XXI no deja de levantar serias preocupaciones. Por un lado, el país que deja el siglo XX es uno en que priman profundos desequilibrios de índole social y económico, los que envuelven dimensiones regionales y étnicas, a la vez que extienden preocupantes implicancias en el terreno político capaces de extenderse a situaciones de violencia y enfrentamiento. Por otro lado, el país ha disfrutado quince años de una significativa expansión económica en cuyo desarrollo su economía aún se encuentra, aunque la misma ha conllevado una notoria deshumanización de nuestra sociedad, donde el hombre ha pasado a cumplir un rol de medio y no de fin en sí mismo. La crisis de los valores y de la cultura que caracterizan a Chile en los años finales del siglo ha caminado de la mano de un claro descuido respecto de la educación, del empobrecimiento material de la educación pública, y de la pérdida del sentido laico que en lo fundamental debe tener una educación destinada a construir conocimiento y tolerancia para el progreso, entendiendo en éste envuelto el concepto de mayor justicia.
Lo que se deja a las futuras generaciones como resultado del devenir de todo un siglo, es una gran esperanza. Por una parte, la de poder efectivamente alcanzar el desarrollo económico que perdimos como oportunidad a partir del siglo XIX. Por otra, la de poder construir una sociedad más humana y progresista, dominada por mayores oportunidades para todos, por la preeminencia de valores constructivos y por una mayor tolerancia a las ideas y a la aceptación de nuestras naturales diferencias. Sin embargo, tal esperanza viene en el contexto de retos muy significativos que las futuras generaciones deberán enfrentar exitosamente para encauzar en forma apropiada las oportunidades que se dejan en medio de importantes amenazas y debilidades.
II. El reto sobre los existentes desequilibrios estructurales
Durante el siglo XIX, y muy especialmente, a comienzos del siglo XX, Chile vivió una experiencia de desarrollo económico frustrado. La expansión económica simplemente no ocurrió en forma acorde con el notable desarrollo que se experimentaba en lo social, lo político, lo cultural. Las demandas que emanaban de esta realidad, no podían ser satisfechas por los límites impuestos por una realidad material que ahogaba sistemáticamente la sostenibilidad de un desarrollo concebido en forma integral. Esta contradicción se reflejaba en crisis recurrentes con manifestaciones en lo sindical, en las luchas sociales y en las propias convulsiones políticas observadas a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Bastó la recesión salitrera de posguerra y la crisis financiera de 1930, para que el país abandonara una perspectiva real de desarrollo, entrando a una fase de expansión y de política económica que siguió las tendencias de la guerra fría, ubicada por ello en el marco de un gran aislacionismo y un creciente rol del Estado en materias económicas. Así, a la frustración del desarrollo siguió una secuela de desequilibrios estructurales en lo económico, en medio de una economía mundial restrictiva y cerrada. La contrapartida de ese esfuerzo estuvo en la construcción de un Estado benefactor que logró preparar recursos humanos para la época en que se revertirían las tendencias económicas que caracterizó el mundo durante la guerra fría y echó las bases de una sociedad moderna en lo económico y social.
La experiencia de los últimos 25 años del siglo XX significó una profunda transformación estructural de la economía, especialmente en cuanto a una gran apertura a la economía mundial, un ingente desempeño de los mercados en la asignación de los recursos, y una minimización del Estado en cuanto a su rol activo en materias económicas y sociales. Chile se adelantó a una tendencia que caracterizaría al mundo durante un buen tiempo. Quizás debido a ese carácter precursor, y por haberse adoptado tales reformas en el contexto de un gobierno de facto, se descuidaron aspectos fundamentales en cuanto a preservar una básica noción de equilibrio en las tendencias que seguirían tales transformaciones en los planos social y político. Indudablemente, el ingreso per cápita chileno creció en forma significativa, mientras que la inversión, la inflación y las exportaciones, mostraron todos resultados muy positivos, que permitieron cambiar el rostro del país, así avizorando un futuro económico de mayor prosperidad.
Las perspectivas económicas muestran que Chile tiene una oportunidad para obtener un crecimiento económico sostenido, y así alcanzar el nivel que corresponde al ingreso per cápita mínimo del mundo industrial en alrededor del año 2025. No se trata de un sueño, sino de una perspectiva asentada en la experiencia reciente. Sin embargo, tal proyecto requiere de un esfuerzo de ahorro e inversión que no está garantizado, como asimismo de una inversión en conocimiento y tecnología que no se producirá en forma automática. Obviamente, sin embargo, el requerimiento más importante para el logro del desarrollo se refiere a la necesidad de superar la existencia de un persistente desequilibrio que estamos legando en forma definitiva a las próximas generaciones, tal y como las nuestras heredaron aquél originado a fines del siglo XIX.
En efecto, Chile se caracteriza por una distribución del ingreso que es casi el doble de desigual de aquella prevaleciente en países recientemente industrializados del sudeste asiático, cuya experiencia económica de los últimos 40 años es comparable con la más reciente del caso chileno. Es también más desigual la situación de distribución de ingresos en Chile, que aquella existente en casi todos los países latinoamericanos con la sola excepción de Brasil y también con aquella correspondiente a los países industriales. La conclusión evidente es que Chile presenta una notable situación de inequidad, mucho peor que en cualquier país de características económicas similares y que dicha situación crea un desequilibrio insostenible en términos relativos al crecimiento económico y aspectos como la inversión y la estabilidad de precios. Indudablemente, no es posible esperar la estabilidad social y política que requiere el proceso de crecimiento, y por lo mismo Chile está a las puertas de una nueva frustración en su proceso de desarrollo integral. Irónicamente, el gran desequilibrio que se produce a fines del siglo XX es intervenido por variables similares a aquél prevaleciente a fines del siglo XIX, pero se produce la causalidad en orden inverso: se trata de una dinámica económica mayor de aquella correspondiente a variables sociales y políticas.
La extensión de este desequilibrio en los planos social y político se constituirá inevitablemente en un legado para el siglo entrante. Los grandes conflictos que abriga la sociedad chilena se fundamentan notoriamente en la mencionada inestabilidad, y puede conducir a la frustración del desarrollo en cuanto produzca inestabilidades percibidas como riesgosas para la inversión y el ahorro. Los mismos se extienden al plano regional y étnico, que serán manifestaciones nuevas de los conflictos que originan las contradicciones prevalecientes; regiones más abandonadas o con menor probabilidad de éxito económico levantarán demandas que originarán la necesidad de nuevas políticas públicas y distributivas. Asimismo, los profundos problemas raciales que afectan a Chile, serán también una fuente de inestabilidad que requerirá un conjunto de políticas y visiones de innegable importancia y urgente factoría.
III. La deshumanización de la sociedad Chilena
La historia del siglo que termina es una de interminables frustraciones en lo económico y social y de grandes fluctuaciones en el ámbito político. La búsqueda de una buena oportunidad para el logro de un despegue económico sostenido llevó a crecientes fracasos, en el marco de una economía empobrecida y con graves ineficiencias. La aparición del mercado no sólo se convirtió para muchos en el ideal buscado para obtener una plena realización económica sino que se constituyó también en una forma de dar por superado el conjunto de frustraciones que la memoria social había acumulado en términos de consumo pospuesto. En la mezcla de esas dos tendencias: limitaciones económicas acumuladas, por una parte, implicando ellas expectativas muy frustradas especialmente por una clase media que había alcanzado un desarrollo bullante, y reglas de mercado, por otra, que aparecen inopinadamente, dando base a una creciente tendencia al materialismo y a una consiguiente pérdida de valores relativos a la solidaridad y la búsqueda del bien común, como elementos integrantes de la realización individual. Es indudable que estas tendencias se venían insinuando con anterioridad, en la medida en que las progresivas frustraciones económicas que fueron encontrando la economía chilena llevaron a una sistemática falta de atención por los valores humanos. Las disputas políticas, por otro lado, cada vez más acentuadas y cargadas de sectarismo y cortoplacismo, llevaron a profundas separaciones y a la pérdida de un sentido de bien común.
La introducción del sistema de mercado tiene lugar en medio de un ambiente poco preparado para que las mismas fuesen compatibles con valores como la solidaridad y el pleno respeto por los derechos de los demás. En la primera etapa de la introducción de un mecanismo abiertamente competitivo con gran énfasis en la búsqueda del bienestar individual, se hacen presente con mayor fuerza los elementos más negativos desde el punto de vista valórico, llevando a una seria deshumanización del proceso económico. Presumiblemente, deben primar más adelante el respeto por valores básicos de una sociedad más humana, caracterizada por solidaridad, valores éticos y respeto por los derechos de todos. Los mismos deben construirse a partir de una educación social que entregue adecuada importancia a estos valores, y los haga parte de las nuevas generaciones, que deben buscar en los mecanismos de mercado una opción no sólo individualista, sino una que represente mayores oportunidades para todo el conglomerado social. Constituyendo una segunda etapa necesaria del desarrollo de una economía de mercado, ésta no vendrá sola sino por intermedio de una acción concertada y coordinada a nivel de la sociedad.
La sociedad chilena se ha ido deshumanizando. El deterioro valórico ha ido minando notablemente el respeto por las personas, por las instituciones y ha llevado a un deterioro de la familia y de los más básicos elementos de integración social. El reto que queda para las generaciones venideras es el de refortalecer a nuestra sociedad en temas básicos como la solidaridad, el respeto por la dignidad humana, el respeto por la institucionalidad y el valor que envuelve la real participación. En esto la educación cumple un rol de crucial importancia, y por ello debe ser rescatada de sus problemas estructurales, que han acompañado, y promovido en forma muy decidida, los problemas que estamos observando sobre el desarrollo de nuestra juventud.
IV El gran desafío de mejorar profundamente nuestra educación
La educación chilena enfrenta el reto de hacerse más amplia y moderna para poder llevar a cabo un efectivo diálogo con la juventud y los niños. Un diálogo que es cada vez más difícil debido al ahondamiento de las brechas generacionales, tan evidentes en los días de un ingente cambio tecnológico y comunicacional. El diálogo intergeneracional debe fortalecerse, especialmente preparando a los adultos a entender mejor a las nuevas generaciones, para que así pueda tener lugar un proceso de verdadera integración social. Resulta indudable el crucial rol que los profesores deben cumplir a este respecto, tanto como con relación al reto de mejorar la entrega en aspectos valóricos de crucial importancia para construir una sociedad más humana, equilibrada y en progreso en los demás aspectos relevantes del desarrollo.
Asimismo, la educación enfrenta el reto fundamental de construir mentes modernizadoras, capaces no sólo de insertarse en el cambio, sino que de adelantarse al mismo. En este aspecto, es fundamental que la educación se disponga para preparar individuos críticos y dispuestos a buscar la información que le permita construir adecuadamente sus juicios. Los jóvenes deben prepararse en el contexto de que la inteligencia se muestra en la calidad de las preguntas que se es capaz de plantear, y no sólo de respuestas generalizables y a menudo fácil y superficial. El planteamiento de la educación debe estar en forma muy decidida en la preparación de individuos inquietos intelectualmente, inconformistas con las respuestas, dispuestos a una continua búsqueda. Un país que desea ser triunfador, necesita que sus generaciones jóvenes se formen como líderes, lo cual requiere la formación de una juventud crítica, participativa, amplia, capaz de soñar con futuros posibles, a la vez que capaz de sentir más allá de los meros aspectos materiales.
Asimismo, constituye un reto para nuestra educación el mantener la diversidad en sus aspectos más generales. Un país diverso en lo geográfico, étnico y social, constituye también una sociedad muy diversa en materias de sentimientos, pensamientos y valores. Hay una necesidad de integrar, que debe manifestarse en el proceso educativo y debe pasar a ser un elemento constructor de nación muy importante, pero solamente a partir de una diversidad que debe ser reconocida. Hay una necesidad de dejar espacios a las diferencias, respetándolas y constituyéndolas en una fortaleza real para un desarrollo social sano y equilibrado. Cuando los sistemas educativos tratan de concebir una sola realidad, y de replicar ésta como un modelo teórico que debe ser implantado en las generaciones venideras, se está construyendo una debilidad integral del modelo social, que a poco andar chocará con una realidad distinta y cuestionará las bases mismas del proceso en torno al que fue concebido. Por ello, una educación capaz de reconocer la diversidad y constituirla en la base fundamental de sistemas de integración social, es una necesidad urgente y definida.
Finalmente, la educación tiene un rol de crucial importancia en los aspectos distributivos. No hay mejor manera de redistribuir ingreso que permitiendo la ocurrencia de una movilidad social a través del proceso educativo, potenciando la productividad de los más pobres y mejorando su potencial incorporación a una realidad del trabajo, en condiciones mucho más exitosas. Si al mismo tiempo la educación se constituye en un vigoroso proceso de fortalecimiento valórico, en que se proteja la diversidad y se fortalezca el potencial participativo y cuestionador, el mejorar en los aspectos de inserción productiva de los individuos no es sino el de proyectar uno de los roles fundamentales del proceso formativo. Naturalmente, no debe sobreenfatizarse este aspecto productivo en desmedro de los otros roles de la educación, pero resulta absolutamente innegable que este aspecto productivo está a la raíz misma del fenómeno de movilidad social y de la necesidad de mayor productividad. Frente a la situación prevaleciente de distribución de los ingresos a que se aludía más arriba, la necesidad de crecimiento sostenido del ingreso de los más pobres por encima de aquél los menos pobres y de los no pobres, es fundamental para alcanzar crecimiento con equidad. Naturalmente, si Chile ha de alcanzar su ingreso al mundo industrial hacia mediados de la década del 2020, esto requerirá diez años de gran y preferente preocupación por la educación a partir del primer año del siglo. Ese esfuerzo será el único factor que proporciones la combinación de logros que requieren nuestros sueños como país, tantas veces frustrados por los errores.
Lo anterior lleva implícito la necesidad creciente de fortalecer nuestra educación pública y laica, el gran legado de la mejor tradición Republicana. Sólo una educación pública de calidad puede sentar los estándares de calidad y equidad que se necesita para convertir a la educación en un instrumento efectivo de movilidad social. El mercado no puede enfrentar esta tarea en forma eficiente y equitativa, y es por tanto un instrumento complementario, pero no único en materia educacional. Sólo esto permitirá que la educación contribuya a la estabilidad social de largo plazo, por intermedio de una mejoría en los indicadores distributivos. A su vez, nuestra sociedad confrontada internamente, materialista y deshumanizada, precisa de los valores de una educación laica para así poder construir verdadera tolerancia. Nuestra educación en ghetos o grupos aislados cultural, económica, valórica e ideológicamente, contribuye decisivamente a una sociedad que hace del conflicto una forma de vida permanente; la introducción o fortalecimiento del carácter laico de la educación chilena.
V Las grandes lecciones de nuestra historia como base para el futuro
Chile tiene una historia rica en experiencia que permiten mirar hacia el futuro con la ventaja de quien puede aprender de los errores. Nuestro pasado de país pobre se extiende desde antes de los tiempos coloniales, y cada vez más abrigamos el ideario de una esperanza, pero que nunca ha podido concretarse en torno a un proyecto de sociedad concebida en forma amplia y participativa. Ocasionalmente hemos alcanzado el acuerdo sobre un rumbo, pero a poco anda nuestra sociedad no está dispuesta a pagar los costos que naturalmente siempre envuelve la búsqueda de un resultado. También a poco andar nuestra clase política ha mostrado poca consistencia con proyectos de largo plazo, y se ha rendido a la tiranía de lo inmediato. Los grandes visionarios chilenos, por ejemplo aquellos que dieron lugar a las grandes reformas en educación, como Montt o Aguirre Cerda, no fueron capaces de mirar mucho más allá de sus generaciones; pero fueron generalmente incomprendido, como también lo fue el uso de los recursos destinados a la construcción de sueños necesarios para un futuro mejor. Una gran lección para nuestras futuras generaciones es ser persistentes, y el de creer en los liderazgos sólidos que se fundamenten en proyectos trascendentes, por contradictorios que puedan resultar con lo inmediato. Para que esto sea posible, es necesario promover mayor transparencia en la información disponible, y la existencia de una ciudadanía que exija de sus conductores respuestas trascendentes.
Tampoco puede olvidarse nuestra condición de economía pequeña y marginal, cuestión usualmente poco considerada en nuestros múltiples episodios de expansión transitoria. Desde el período colonial nuestro país ha sido víctima de episodios económicos negativos derivados del resto del mundo: ello ha llevado a sucesivos ciclos productivos que han pasado por el ganado, el trigo, la plata, el salitre, la riqueza agropecuaria y forestal, etc. y consecuentemente a intensos procesos reasignativos caracterizados por crisis económicas. Una gran lección de nuestra historia es que debe facilitarse la adaptación a los cambios con origen externo, por medio de un sistema interno flexible. Otra, es que independientemente de esas fluctuaciones y cambios originados en el resto del mundo, la economía chilena tiene sus bases firmes de largo plazo en la minería, particularmente el cobre. A pesar de ello, es indudable que el esfuerzo en el área de los servicios y de la incorporación de mayor valor agregado al potencial exportador, es uno que el país necesita en forma urgente y cabal, teniendo en cuenta las periódicas adversas circunstancias externas.
Finalmente, no debe olvidarse que uno de los capitales más importantes que revela nuestro devenir histórico, se refiere a la riqueza de nuestra gente, y a los valores que, aunque deteriorados, constituyen la esencia de nuestro carácter. El identificarlos, buscando forma de poder portenciarlos, constituye una tarea de gran importancia y prioritaria para las nuevas generaciones. Ello permitirá avanzar a una sociedad no solo con mayor conciencia de sus desafíos y problemas, sino también más solidaria y justa que permita avanzar con firmeza a un mejor futuro económico. En esa tarea una educación pública y laica realmente fortalecida, constituye más que un sueño, un proyecto necesario para construir el Chile mejor que deseamos.