Palabras del Rector de la Universidad de Chile, Prof. Luis A. Riveros, en el homenaje al Cardenal Raúl Silva Henríquez con motivo de su Natalicio.

He aceptado con agrado la invitación que me formulara el Instituto de Ciencia Política para participar, en mi condición de Rector de la Universidad de Chile, en este homenaje al Cardenal Raúl Silva Henríquez. Lo hago, porque es una tarea de nuestra Corporación la de contribuir a consolidar y a divulgar aquellos valores que alentara el Cardenal Silva en el desempeño de su vida, especialmente en el contexto de su apostolado de Iglesia. Conceptos como solidaridad, reconocimiento por la vida, libertad para expresar las ideas en un marco de respeto, necesidad del debate amplio y participativo, son cuestiones que siempre han tenido significado relevante en esta Casa a lo largo de su más que centenaria historia. En segundo lugar, lo hago porque la figura del Cardenal Silva Henríquez trasciende a cualquier medio o instancia específica que haya caracterizado a su desempeño, y se agiganta sin duda alguna para ir alcanzando la dimensión de una figura Nacional cuya proyección en nuestra historia, por medio de su obra y pensamiento, aún no adquiere en toda su dimensión las trascendentes proporciones e influencia que ha de ejercer en las generaciones futuras y en el devenir de los hechos presentes y de proyección. Es para la Universidad de Chile un legítimo orgullo el patrocinar con sincera alegría este homenaje, tan sentido por parte de la Patria, y tan significativo en el presente en que hace falta evocar con premura la palabra contemporizadora y visionaria que nuestro Cardenal imprimió a su desempeño pastoral. La nuestra es una Universidad Nacional, cuyas preocupaciones en las tareas de docencia, investigación y extensión, deben tener como objetivo o propósito central, el enfrentar problemas de país, con todas sus complejidades, a veces con rudas implicancias de todo tipo, y con sus connotaciones técnicas y valóricas. El deber central de esta Universidad no es el de ser una empresa capaz de producir cualquier elemento que, derivado del trabajo académico, pueda ser importante o útil a nivel privado o público -y que en el desempeño de su actividad se caracterice por eficiencia financiera o material. Es un lugar de reflexión sobre los temas que importan a la sociedad chilena, y debe por ello constituir un lugar de debate amplio y profundo sobre nuestros problemas, sus soluciones, como también sobre las propuestas que, desde estas aulas, deben examinarse con desapego a las ideologías y al inmediatismo. Ese debate y tal reflexión sobre las temáticas que importan al país deben caracterizarse por la amplitud y la mayor excelencia académica, en orden a garantizar la diversidad y calidad de las ideas, en un proceso que permita, como conclusión, encontrar un camino hacia la verdad. La Universidad de Chile fue creada, como indicara don Andrés Bello, para abordar las necesidades de Chile y su pueblo, una misión que con el paso del tiempo hemos procurado no olvidar, aún en los momentos más difíciles. Es por ello que el recuerdo del Cardenal Silva Henríquez, de su obra y de sus ideas, es parte de lo que debe constituir nuestra vocación como entidad académica. Su contribución y destacado rol Nacional, lo convierte en un pedazo significativo de nuestro devenir histórico, en momentos cruciales y difíciles, en que no siempre con éxito, hizo sentir su palabra orientadora y su actitud de cálida acogida, en medio del cariño del pueblo. Silva Henríquez representa parte de nuestra historia nacional reciente, y la reflexión en torno a su nombre permite como se hará patente en este seminario, pensar en el país, sus retos, desafíos, problemas, heridas, caminos para reencontrar el viejo y sólido espíritu del ideal patrio.

Titulado como abogado en 1927, Raúl Silva Henríquez parece haber pactado con su padre la realización posterior del deseo incontenible de brindarse a sus semejantes a través del Ministerio Religioso. Así, ingresó al Seminario con dicho título en la mano. Eligió el camino difícil para servir a los demás; fácil le habría sido llegar a convertirse en un destacado profesional en el ejercicio del Derecho, desde donde habría brillado con luces distintas, pero igualmente trascendentes. Pero la mano del Ser Supremo lo impulsó a la convicción de servir al colectivo desde el sacerdocio. La búsqueda del gran hacedor del Universo fue para él un paralelo en la construcción de un servicio a sus pares, a sus conciudadanos, a los más pobres y desvalidos.

Sus estudios de Derecho en la Universidad se desarrollan en momentos difíciles; el país salía de una de las peores recesiones del siglo, y la ciudad de Santiago era todavía poblada de albergues que contenían la miseria dejada por la aguda crisis productiva del salitre, y que llevara a Nicomedes Guzmán a hablarnos de "La Sangre y la Esperanza". Un país que, como la historia nos señala, sufría de notorios marasmos políticos, convulsiones sociales y bruscos giros en estilos de administración de Gobierno, fenómenos de los cuales no estuvieron ausentes las medidas de fuerza, el exilio de un Presidente, las salidas por medio de administraciones de gran transitoriedad, y la improvisación. Como estudiante estuvo en contacto con el sufrimiento de su pueblo, y quizás también con el sentimiento de insatisfacción con la política y las capacidades reales de los conductores para llevar a buen recaudo el interés nacional. Fue testigo de la falta de visión de largo plazo que iba contaminando la política, del egoísmo de los sectores más poderosos, y de la construcción de un país en que progresivamente se minaban las bases de la solidaridad.

Su vida en el Seminario y como joven sacerdote, tiene lugar a mediados de la década del treinta, cuando el país empezaba a caminar por una senda distinta, de estabilidad política y en que otro Cardenal, Monseñor José María Caro, desarrollaba su labor pastoral junto al cambio que en esos años permitió avizorar un país distinto, en que la educación podría ejercer una tarea de igualación respecto de los más necesitados, despertando esperanzas ciertas de un futuro mejor para las nuevas generaciones, aunado a la construcción de una industria nacional que sentara las bases para un país que saltaba definitivamente desde sus antecedentes agrarios a la modernidad productiva radicada en las ciudades y en la generación de la producción industrial que se necesitaba para el desarrollo de los sectores tradicionales. Fueron los tiempos del Frente Popular, de la inspiración laica en el gobierno, pero también aquellos en que, con el apoyo del Estado, se realizaba en Santiago un gran Congreso Eucarístico, y en que la Iglesia comenzaba a desempeñar un rol social mucho más activo que aquél que se vinculaba a la tradición de una economía agraria, de poca participación, con un Gobierno de pocos. Empezaron laicos y católicos a compartir con creciente convicción una agenda de cambio social tan necesaria y de progreso tan imprescindible y beneficioso para Chile, muchas veces traumático, pero también ambas vertientes descubrieron su complementariedad en el respeto y en la construcción de una sociedad más humana, mientras se abrían sus agendas a las ansias de las grandes mayorías, se adivinaba la sed de nuevas oportunidades, se desataban nuevas demandas y crecía la voluntad de igualdad y justicia.

Es investido como Obispo de Valparaíso en 1959, con el espíritu inquieto por esta apasionante evolución de la sociedad chilena a partir de los años treinta, y quizás también apesadumbrado por los vertiginosos giros que daba el país en Política, como una demostración palpable de la búsqueda insatisfecha de un camino verdaderamente sólido hacia la justicia y el progreso. Las demandas sociales crecían y presionaban por gobernantes que con fuerza impulsaran los mayores ánimos de participación y de equidad que, sin embargo, contrastaban con la presencia de una aguda inestabilidad económica. Todo ello llevaba a concluir a Anibal Pinto, nuestro Premio Nacional de Ciencias Sociales, en su obra "Chile, un Caso de Desarrollo Frustrado", publicada por esos mismos años, que prevalecía en Chile un profundo desequilibrio estructural entre la evolución social, política y cultural y la menguada base económica capaz de dar respuesta a las demandas surgidas de ese desarrollo. Aseguraba que esa era la causa final de la frustración secular de nuestro crecimiento. Predecía, Aníbal Pinto - en forma trágica para su época, pero también palpable para todos dos décadas más tarde - que esa contradicción, causa tal real y profunda de nuestros problemas materiales, podría llevar a un rompimiento institucional.

Las grandes lecciones de la historia. Las inevitables implicancias que la larga duración histórica - como hipotetiza Ferdinand Braudel - con su devenir e integral complejidad de hechos y procesos, lleva a conformar el porvenir futuro, como un puzzle en cuyo armado intervienen piezas -reflejo de hechos y procesos- que se ven ilógicas y desordenadas, pero que ajustan mágicamente a un diseño atribuible solamente al Hacedor. El Cardenal Silva Henríquez fue actor valiente y principal de muchos de los hechos más centrales que hoy los chilenos aún no podemos explicar objetivamente, en el ánimo de poder reconstruir nuestra propia verdad histórica, nuestra conciencia del tiempo y de los hechos, para poder saber donde y cuando nos equivocamos, para poder hacer justicia sobre la base de una verdad que no puede seguir oculta bajo nuestras conciencias, y en la vergüenza de temer al pasado por sus eventuales presagios trágicos para la vida futura.

El Arzobispo, Monseñor Errázuriz, nos ha llamado a mirar el último medio siglo para explicarnos muchas cosas, y para poder establecer los hechos que permitan construir verdad y hacer justicia. Nos ha relatado, en su llamado pastoral, la profunda angustia del Cardenal Silva Henríquez en los momentos cercanos al rompimiento institucional; el camino sin salida a la ausencia de diálogo, al crecimiento de la actitud violenta y de exclusión. El odio se convertía en el único producto principal de una sociedad en que sus liderazgos habían entrado en un camino de separación y de contradicción cada vez más virulenta. Quizás hizo todo lo que pudo para evitar lo que era inevitable, y sufrió mucho por reconocer su incapacidad para haber ejercido con mayor fuerza el llamado a la unidad de los chilenos, al diálogo por la paz, al respeto por los hijos y el futuro.

El Cardenal Silva Henríquez se convirtió en una figura que con valentía defendió los Derechos Humanos y protegió, hasta lo indecible, la necesidad del respeto por las personas, las ideas y hasta por los errores cometidos. Sin embargo, su labor pastoral en tiempos tan difíciles, tan controvertidos, tan aún presentes dolorosamente en nuestras conciencias y en las heridas que no cicatrizan y que tanto envenenan el alma nacional, fue la culminación de una experiencia de vida largamente madurada. El Cardenal no actuó solamente inspirado por su amor por el prójimo, por su espíritu maduro y profundo como pastor de la Iglesia Católica. Lo fue también como un chileno de gran sensibilidad frente a la historia que le tocó vivir. Silva Henríquez fue un profundo observador de su tiempo, un analista, una persona que sacó conclusiones de la historia viva y contradictoria del presente siglo, y un pastor que logró conformar su tarea en torno a su misión, pero integrando plenamente su aprendizaje de vida.

Un chileno de gran estatura, el Cardenal Silva Henríquez nos enseña que en el desempeño de la cosa pública debe primar nuestra conciencia formada en la experiencia histórica. Lejos, así de los ideologismos, de las concepciones a priori, de las importaciones ideológicas; más que nada, por sobre todo, nuestra propia condición histórica, nuestra realidad, nuestra vía efectiva para enfrentar los problemas. Y por ello, considero que ha sido un ejemplo de tolerancia, en una sociedad como la nuestra, presa de sus muchas dificultades históricas, vinculada a las diferencias y los enfrentamientos, a la escasa sabiduría para abordar con oportunidad y amplitud las divergencias naturales y tantas veces excluyentes, y cautiva también de tanta ideología convencida, pero equivocada por su lejanía respecto de nuestra realidad.

Fue un hombre de diálogo y de comprensión con las ideas ajenas, y es por eso que hay tanto que aprender de su obra. Tuvo enemigos, quienes desaprobaron su forma de actuar, su pasión por la justicia, y su empeño por lograr el acuerdo conducente al progreso y la superación de la crisis por etapas de diálogo. Sin embargo, constituye un ejemplo hoy que queremos y necesitamos educar -quizás debiera decir reeducar- a nuestra juventud en la necesidad de entender los mecanismos necesarios y convenientes para resolver las disputas y las diferencias: que la violencia solo engendra más violencia; que ella ahuyenta las ideas, y le entrega el triunfo finalmente a la fuerza como lógica de organización y de resolución.

Silva Henríquez, fue también un universitario de significativas proporciones, más allá de estudiante de Derecho, como actor de jornadas decisivas en la década del sesenta. Como lo ha destacado con fuerza nuestro profesor y amigo Reinaldo Sapag, cuando asume el cargo de gran Canciller de la Universidad Católica de Valparaíso, comienza a estudiar y a reflexionar acerca del rol y sentido de la Universidad. Define al diálogo como la gran instancia que hace posible la existencia de una comunidad verdaderamente universitaria, abriendo de ese modo paso a la necesaria diversidad que debe contener dicha comunidad para que el diálogo sea efectivamente posible y constructivo. A ese propósito nos expresó: "El diálogo es la causa formal del quehacer Universitario y es por ello que la Universidad debe buscar y promover el auténtico espíritu comunitario. De modo que cada uno - con sincera comprensión y respeto- colabora incluso con aquellos que tienen puntos de vista divergentes y sienta como propios los intereses de todos los que componen la comunidad académica y los objetivos de la institución universitaria como tal. Este diálogo efectivo, respetuoso, enriquecedor, ha de ser no sólo entre profesores, investigadores, alumnos, empleados, trabajadores y autoridades, sino también distintas áreas científicas, técnicas, artísticas, filosóficas; la docencia; las Universidades católicas, las otras Universidades y la comunidad nacional. Sólo este diálogo efectivo hará posible que la Universidad sea verdaderamente comunidad, para lo cual ayudará que exista un verdadero espíritu cristiano. Esto supone ambiente de libertad y confianza y, sobre todo, sincero amor a la verdad y al hombre que necesariamente está detrás de la verdad. Supone comprender que la búsqueda de la verdad es tarea de todos los hombres y de todos los tiempos, que es apertura solidaria y compromiso vital y que su posesión no es monopolio o privilegio sino que responsabilidad".

Practicó esa enseñanza cuando en su calidad de Arzobispo de Santiago y de Cardenal hubo de enfrentar la situación de toma de la Casa Central de la Universidad Católica de Chile en agosto de 1967, cuando se pedía una reforma que otorgara participación real, que permitiese construir una comunidad universitaria capaz de abrir la instancia académica a las preocupaciones por los problemas reales de la sociedad chilena. El Consejo Episcopal de Latinoamérica había reseñado a comienzos de 1967 que "la Universidad no puede quedar marginada de los graves problemas del mundo, y en especial de los trágicos problemas sociales de América Latina. Tiene la obligación de conocer y diagnosticar la realidad social a la que pertenece: debe dar orientación doctrinal y elaborar modelos de solución". El Cardenal Silva Henríquez declaró que su labor mediadora en el conflicto universitario se basaría en tal declaración de principios, haciendo así suyo el concepto de Universidad vinculada a la realidad social, y a las demandas que ella ejerce por nuevas ideas y propuestas. Sin estar totalmente de acuerdo con las manifestaciones políticas del movimiento estudiantil de los años sesenta, el Cardenal comprendió que el problema que daba origen a tal conflicto tenía bases reales; entendió que no podía continuarse con estructuras anquilosadas, que alejaban a la Universidad de su medio, al cual se debía por convicción y misión. "Son incompatibles con este ideal -expresaba en una carta dirigida al Rector militar de la Universidad Católica de Chile- tanto las imposiciones de un poder ajeno a las unidades en que de desenvuelve el trabajo propiamente universitario, como las maniobras de grupos particulares que pretenden implantar totalitariamente un esquema compartido por el cuerpo universitario". En efecto, cuando los cauces de comunicación social de la Universidad se abren privilegiadamente sólo a algunos sectores de pensamiento, es un signo que la vida cultural no se está desarrollando en el único clima que garantiza su formalidad e impide su distorsión. Cuando la desconfianza, la inseguridad y el temor proyectan su sombra sobre el ambiente en que se trabaja, es una evidencia que la vida universitaria está afectada por un factor contrario a su esencia y que puede llevarla a la esterilidad y a la muerte.

Cuan importante es recordar esos valientes conceptos, toda vez que la Universidad se vea amenazada desde dentro y desde fuera por quienes desean imponer las visiones excluyentes, y desean coartar la legítima óptica amplia de la Universidad verdadera. Cuan importante es tener presente estos conceptos, cuando hasta el propio instrumento financiero, o una pretendida competencia acotada, aspiran a transformarse en fórmulas de presión y de coerción contra el legítimo sentido de la tarea universitaria.

El homenaje al Cardenal Silva Henríquez adquiere proporciones impensadas, cuando uno observa con atención su significativo aporte histórico, su legado universitario, y lleva a acerar el compromiso que es vigente en esta Casa de Estudios, con una Universidad atenta a los problemas de la realidad social, donde la comunidad se transforma en la fuerza inspiradora de un compromiso con la excelencia y la diversidad, dos factores que son imprescindibles para el desarrollo universitario.

Este homenaje debe servir para recordar estas dos grandes vertientes del ejemplo de vida del Cardenal Silva Henríquez. Su profunda vocación humanista, y su lucha permanente, en defensa de la verdad, de una democracia verdadera, caracterizada por el diálogo respetuoso, lejos de los totalitarismos de cualquier inspiración. Por otra parte, su profunda vocación universitaria, al entender la labor de la Universidad como una mezcla de compromiso primero con la búsqueda de la verdad, en el contexto de las necesidades de nuestra sociedad, caracterizada por excelencia y diversidad. Es por ello que pienso que el mejor homenaje que hoy podemos brindar es el de comprometernos a respetar e impulsar con mayor fuerza dos aspectos centrales que importan a la sociedad chilena presente.

Por una parte, continuar bregando por la reconstrucción de nuestra verdad histórica, para poder construir un escenario. La verdad y la justicia solo podrán constituir el resultado de una disposición que aleje el tema del sufrimiento de tantos chilenos, de la utilización política y del egoísmo implícito en la idea que nada hay que explicar a nadie. El llamado desde la inteligencia universitaria, ante este grave problema nacional que son los detenidos desaparecidos, por el futuro, consiste en poner todas nuestras instancias y voluntades en la búsqueda de la verdad y la justicia, como asimismo en la construcción del clima de análisis objetivo de nuestro pasado reciente, para establecer el escenario de perdón y arrepentimiento que necesitamos urgentemente. Llamo también a las demás Universidades a que nuestra inspiración se convierta en una fuerza decisiva en los empeños que el país emplee para terminar con este capítulo odioso.

También quiero expresar que el homenaje al Cardenal Silva Henríquez debe consistir en el compromiso por sostener el ideal universitario basado en la excelencia académica y en la preocupación comprometida por nuestra realidad social. Ello requiere definir, de una vez por todas, una Política Universitaria consistente con un país que necesita crecer con equidad, y que debe enfrentar sus problemas seriamente. Una Política Universitaria que defina los roles y misiones distintos, inspirados en fundamentos históricos o voluntades disímiles, pero que deben acoger la necesidad de mayor creación e investigación para el progreso, para la vida, para el sustento del ideal universitario como búsqueda efectiva de la verdad.

Reitero mi profunda satisfacción como Rector de la Universidad de Chile por este homenaje, que más que a un hombre insigne, es al valor de sus ideas, a la inspiración inclaudicable de su espíritu de reconciliación, al legado de sus principios humanistas que tanto y tanto deben significar para nuestro futuro como Nación.

Compartir:
https://uchile.cl/u6130
Copiar