El anunciado quiebre de stock de legumbres para elaborar las canastas alimentarias entregadas por el gobierno en el contexto de la pandemia por Covid-19, no solo es un argumento adicional que problematiza el modo en que se realiza la transferencia de alimentos a la población más vulnerable, sino que pone en evidencia un problema mayor que afecta a toda la población que habita el país.
Indirectamente, el quiebre de stock, y su aumento de precio, revela que las recomendaciones indicadas en las Guías Alimentarias Basadas en Alimentos, específicamente aquella que recomienda consumir “legumbres al menos dos veces a la semana”, sería incumplible si toda la población la quisiera seguir. Según la Encuesta Nacional de Salud (2016-2017) sólo un 24,4 por ciento de la población cumple con esta recomendación, sin embargo, ante un eventual aumento en el consumo de estos productos, la oferta no está asegurada por el mercado.
Esta inestabilidad en la disponibilidad de alimentos inocuos y nutritivos para satisfacer las necesidades de la población es parte de la definición de inseguridad alimentaria. No es el mercado, sino el Estado quien debe garantizarla través de políticas, estrategias y planes sociales, educacionales, económicos y productivos, que certifiquen la disponibilidad y acceso (físico, social y económico) estable para todos y todas, de alimentos de calidad y en la cantidad necesaria, así como disponer de lo necesario para su adecuada utilización (por ejemplo, para consumir legumbres secas se necesita acceso al agua y a una fuente de calor para su cocción).
La confianza depositada en la autorregulación del mercado y el redireccionamiento productivo de cultivos y tierras generó que la producción nacional de legumbres haya descendido en un 86 por ciento respecto de hace 30 años atrás, pasando de producir 87.000 toneladas (ton) de porotos a tan solo 17.000 ton en la última temporada y de 8.200 y 6.000 ton de lenteja y garbanzos a tan solo 1.400 y 280 ton, respectivamente. Este hecho está asociado principalmente a una fuerte reducción de la superficie sembrada producto del desincentivo por parte de los productores de competir con legumbres importadas que son producidas a una mayor escala que en Chile y/o subsidiadas por países como Canadá, China, Argentina, entre otros. Por tanto, actualmente, el país depende principalmente de las importaciones para cubrir más del 70 por ciento de sus necesidades de consumo, por ejemplo, prácticamente el 90 por ciento de la lenteja que se consume en Chile proviene de Canadá, situación similar se presenta con el garbanzo cuya procedencia es de Argentina. El panorama de autoabastecimiento es bastante negativo, si consideramos la escasa tecnología asociada a la producción de legumbres, con rendimientos prácticamente estáticos desde hace 30 años, con cultivos establecidos en superficies pequeñas y arraigadas al quehacer de la agricultura familiar campesina, donde se concentra cerca del 80 por ciento de la producción, la que además poco a poco están sido desplazadas por cultivos más rentables.
La situación descrita para las legumbres no sólo pone en evidencia la fragilidad de nuestra seguridad alimentaria, sino también la pérdida de soberanía colectiva sobre la producción y consumo de alimentos, quedando a merced de decisiones económicas y de los vaivenes del mercado.
Para evitar estas situaciones y cuidar de la seguridad y de la soberanía alimentaria, es necesario contar con políticas públicas que fomenten y protejan la producción agrícola y pesquera, facilitando su distribución nacional mediante circuitos lo más cortos posibles y supervigilando los precios para asegurar el acceso y disponibilidad en todo momento, en todo lugar y para todos.
Así también es necesario establecer constitucionalmente un real derecho a la alimentación, que incluya el ejercicio de la soberanía alimentaria en el territorio, y que se ocupe de la sostenibilidad y sustentabilidad en la producción de alimentos seguros, nutritivos y culturalmente apropiados, orientados a mantener a los productores y sus sociedades.