La década del 20 en el siglo XIX ha sido definida de variadas maneras por el mundo académico. Fue una década en donde la joven y naciente república comenzó a trazar sus primeras definiciones políticas sobre qué tipo de Estado y sistema político se implementaría tras la declaración de Independencia de la Corona Española. En medio de esos primeros pasos, de esa búsqueda de una fórmula que diera vida a un sistema político propio, el tema constitucional fue central para establecer los contornos de nuestra naciente vida independiente.
Las constituciones, es decir, un texto con normas escritas que regularan la vida en comunidad era -ya en ese entonces- el camino necesario para establecer un marco jurídico que ordenara el sistema político y brindara un cuerpo de derechos garantizados a los ciudadanos. En Chile, estas primeras constituciones estuvieron, en gran medida, influenciadas por la experiencia francesa y norteamericana, que establecían elementos liberales sobre los derechos del hombre ante el Estado. Y ese camino es el que adquiere gran protagonismo desde 1823 hasta 1830, período en el cual se desarrollan diferentes fórmulas de textos constitucionales, llamados “ensayos constitucionales”, hasta llegar a la Constitución de 1833, que permanecería vigente por casi un siglo hasta 1925.
El primer texto constitucional durante este período es el de 1823, la llamada Constitución Moralista de Juan Egaña. Este texto de 277 artículos contenía fuertes elementos de resguardo de la moral, las buenas costumbres y la probidad de las funciones públicas. Entre otros temas, estableció la separación de los poderes del Estado, la figura del Director Supremo como primera autoridad de la nación y el derecho a voto de hombres mayores de 25 años. Dicho ensayó contó con la pronta oposición de los nacientes sectores liberales que buscaban fortalecer las libertades individuales por sobre el control del Estado en la vida de las personas.
Siguiendo esta ruta constitucional de la década, aparece en 1826 el primer y único intento por consagrar un modelo de forma de estado federal en el llamado “ensayo federal”, liderado por José Miguel Infante. El texto buscaba descentralizar el control del país de Santiago y Valparaíso, mediante la conformación de un sistema federal que estaría integrado por ocho provincias: Coquimbo, Aconcagua, Santiago, Colchagua, Maule, Concepción, Valdivia y Chiloé. Finalmente, la propuesta no sería aprobada en el Congreso, por lo que no logró convertirse, oficialmente, en una Constitución.
Respecto a los motivos de tan pronto y abrupto fracaso de este texto, el académico de la Facultad de Derecho de la Universidad De Chile, Enrique Navarro, comenta que “las leyes federales de Infante se inspiraron en el modelo norteamericano. Sin embargo, no tuvo efecto ni se implementaron, dada la situación de anarquía y la evidente tradición centralizadora que hemos tenido, y que arranca desde las modificaciones ilustradas borbónicas. En ese momento, además, el gran enfrentamiento se produjo entre Santiago y Concepción”.
Por su parte, el historiador y académico de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, Sergio Grez Toso, concuerda en que la inestabilidad política, sumado a la arraigada tradición centralista de la clase política, hicieron fracasar este intento. “La llamada 'Constitución de 1826' fue, en realidad, un conjunto de 'leyes federales' propuestas por José Miguel Infante y sancionadas por el Congreso entre julio y octubre de ese año, pero el proyecto constitucional nunca fue aprobado, ya que el Congreso se disolvió pocos meses más tarde a causa de la inestabilidad política. Para ello, se designó una comisión de seis diputados (entre ellos Infante) encargada de elaborar una nueva Constitución. El texto se aprobó parcialmente, rigiendo solo hasta el 2 de junio de 1827, cuando el debate se paralizó definitivamente. En definitiva, el fracaso del proyecto federalista fue el resultado de la inestabilidad política y de la oposición de los intereses centralistas que no veían con buenos ojos un modelo de organización política destinado a beneficiar a las provincias que no eran parte del eje Santiago-Valparaíso”.
Finalmente, en 1828 se consagra un nuevo texto en la llamada Constitución Liberal, liderada por José Joaquín Mora y Francisco Antonio Pinto, una propuesta más acotada que la anterior, que contó con la redacción de 134 artículos, dividido en 13 capítulos. Para muchos, este sería el primer texto formal de Constitución Política que tuvo Chile. El texto consagra derechos individuales como la libertad, la propiedad privada, el derecho de petición, el de opinión, entre otros. Establece, además, la figura del Presidente de la República como la máxima autoridad del país, siendo el primero en ocupar dicho cargo, Manuel Blanco Encalada.
Durante estos años, las tensiones en el mundo político se tornaban evidentes: la pugna entre conservadores (llamados pelucones) y liberales (llamados pipiolos) desembocaría en una guerra civil en 1830. La lucha concluyó con la batalla de Lircay, en donde se consolidó el triunfo de los conservadores liderados por José Joaquín Prieto y que, años más tarde, en 1833, daría vida a un nuevo texto constitucional bajo la impronta portaliana de estado en orden y en forma, reflejado -entre otros elementos- en una autoridad presidencial fuerte.
Reflexiones de la convulsionada década
Existen diversas interpretaciones respecto a la relevancia que tuvo la cuestión constitucional de este período en la conformación de la identidad política del país. En esa línea, Enrique Navarro explica que mediante los textos constitucionales se buscaría obtener mejores ciudadanos. “El período de 1823 a 1830 es objeto de diversos intentos de constituciones y leyes. Desde ya, la carta moralista de Egaña de 1823 es un ejemplo de cómo se pensaba que a través de los textos podía obtenerse mejores ciudadanos. En 1826, por primera vez, se establece la institución de Presidente de la República, siendo el primero Manuel Blanco Encalada. Debe, sin embargo, destacarse la carta de 1828 de Mora, que se inspiró en la de Cádiz de 1812. Este texto servirá de base para todas nuestras futuras constituciones”, explica.
Por su parte, Sergio Grez comenta que esta búsqueda de textos es fiel reflejo de las pugnas de la elite y las clases dominantes de la época, que veían que, por medio del establecimiento de una Constitución, se podía establecer dominio de unos sobre otros:
“Los ensayos constitucionales que se sucedieron luego de la caída de O’Higgins fueron la expresión de un proceso de búsqueda de fórmulas constitucionales que reflejó no solo la influencia de distintas concepciones jurídicas y constitucionales, sino -sobre todo- las contradicciones y luchas entre grupos de la clase dominante de la época, caracterizada por distintos autores como “aristocracia criolla”, “oligarquía” o “patriciado”. En términos generales, puede decirse que los grupos más conspicuos, rancios y elevados, a través de sus representantes políticos, fueron quienes se inclinaron por soluciones constitucionales más elitistas, oligárquicas, centralistas y excluyentes”, afirma.
En ese sentido, destaca el intento de Constitución de 1828 y su pronta caída en manos de las capas más conservadoras que, finalmente, se impusieron con la Carta Fundamental de 1833. “Así, el bando conservador estanquero y pelucón, que se alzó en armas en 1829 contra el gobierno liberal de la época, era partidario irrestricto del sufragio censitario y de un sistema político elitista, excluyente, centralista y fuertemente autoritario, que plasmó en la Constitución 'portaleana' de 1833, luego de su triunfo en la guerra civil de 1829-1830. Otros grupos de la clase dominante, menos conspicuos, como los pipiolos y federalistas, levantaron, sin mucho éxito, propuestas un poco más incluyentes, con mayor representación de los intereses de las oligarquías provinciales, especialmente de la zona de Concepción. El punto máximo de liberalización se alcanzó con la promulgación de la Constitución de 1828, de génesis semidemocrática, ya que el Congreso que la aprobó había sido elegido en base a un electorado masculino que incluía a las capas medias, más precisamente, hasta el estrato superior de los sectores populares representado por el artesanado, pero no al 'bajo pueblo'. Su sello fue liberal-democrático por los amplios derechos individuales que garantizaba, el igualmente amplio poder electoral de los ciudadanos y porque para lograr la categoría de tal no se requería contar con cierto patrimonio, sino solo un mínimo de edad: 21 años los hombres casados y 25 años los hombres solteros. No obstante, muy pronto se produjo la virulenta reacción aristocrática centralista contra los proyectos liberales, dirimiéndose el conflicto a favor de la facción más retardataria en la guerra civil de 1829-1830”, apunta.
Lecciones para el presente
¿Existe alguna similitud entre esta época marcada por la intensa búsqueda de un texto constitucional con el momento actual? Esta es una interrogante que se ha planteado en medio del incierto momento constituyente que vive el país en la actualidad, y que se arrastra, al menos, desde noviembre de 2019, proceso que aún no cuenta con un camino claro, tanto en sus plazos, como tampoco en sus contenidos. El momento constituyente ha estado marcado por la intención de dejar atrás el texto constitucional de 1980, pero todavía no existe acuerdo político sobre qué tipo de modelo de Estado se quiere para el país.
En ese plano, la búsqueda de identidad de la naciente República de inicios del siglo XIX, marcada por la cuestión constitucional, se puede considerar como una época de experimentación política, en medio de un convulsionado escenario político. Dentro del análisis académico, existe consenso en que ambos momentos constituyentes se enmarcan en diferentes contextos políticos. En ese sentido, Navarro cree que la gran diferencia es el contexto político de aquel tiempo, marcado por el desgobierno, y que el momento actual tendería a parecerse más a la década del 60, del mismo siglo, en donde se llevaron a cabo las primeras grandes reformas a la carta del 33:
“El periodo de anarquía no me parece que sea idéntico al actual. La situación de desgobierno era evidente y se enfrentaron diversas concepciones y bandos políticos. Probablemente, la carta moralista de 1823 puede ser vista como una idea de un mejor país. El punto central es que dichos documentos no permitieron dar estabilidad institucional. Debe, en todo caso, destacarse la carta de 1828, que servirá de base a la de 1833 y esta a la de 1925. Probablemente, la situación actual se parece más a la década del 60' en el siglo XIX, donde se planteó la necesidad de modificar el texto de 1833, y cuyo fruto se observa en las leyes literales de 1873 y 1874”, explica.
Por su parte, Grez comenta que las diferencias entre las épocas también están marcadas, principalmente, por el tamaño de la población políticamente activa. “Siempre es posible hacer comparaciones, pero en este caso el ejercicio es muy azaroso. Si bien hoy, al igual que en otras oportunidades, también hay elementos de experimentación, búsqueda, y dispersión política, las diferencias son enormes, partiendo por el tamaño de la ciudadanía (personas con derechos políticos) y de lo que corrientemente se denomina 'opinión pública'. Basta señalar que hacia la década de 1820 solo votaban los hombres mayores de 25 años (o de 21 años en alguna oportunidad) que acreditaran cierto nivel de fortuna y supieran leer y escribir, lo que dejaba fuera del juego político a la inmensa mayoría de la población (mujeres, analfabetos, “bajo pueblo” e incluso sectores medios). En la actualidad, en cambio, el cuerpo electoral incluye prácticamente a toda la población mayor de 18 años, independientemente de su género, condición social y nivel de instrucción”, sostiene.
Grez complementa que el elemento que pudiese ver en común entre ambos momentos son los límites que se imponen dentro del poder constituyente. “Tal vez, el único rasgo común entre ambos momentos de nuestra historia política es la inveterada tendencia de las clases dominantes chilenas y de sus representantes políticos a arrogarse la soberanía en detrimento de su verdadero titular, el pueblo con derechos políticos. Ello, independientemente de la variedad de métodos utilizados: ciudadanía restringida y censitaria, guerras civiles, golpes de Estado, presiones militares y de poderes fácticos, cuerpos electorales más o menos extensos, restricción de libertades de los opositores, disparidad abismal de medios materiales entre las alternativas en competencia o, alternativamente, procesos aparentemente abiertos, inclusivos y democráticos, pero con estrictos límites definidos por los poderes constituidos, de manera de impedir el despliegue libre y soberano del poder constituyente, a la manera de lo establecido en el Acuerdo por la Paz Social y la nueva Constitución del 15 de noviembre de 2019 y de las reformas constitucionales de diciembre del mismo año. Este rasgo común es, al mismo tiempo, la principal “lección” que podemos extraer de la comparación de estas experiencias constitucionales”, afirma.
Respecto al actual momento constituyente, Grez analiza la falta de elementos democráticos que a, su juicio, existen en el proceso. “Lo políticamente correcto en el Chile de la democracia restringida, tutelada y de baja intensidad imperante desde 1990, es lo que se presenta como democrático e inclusivo, por ende, un proceso constituyente o de meras reformas constitucionales debe presentarse, así no corresponda a los porfiados hechos, como participativo, incluyente y plenamente democrático. La prueba de ello es que hasta las reformas constitucionales que los parlamentarios están consensuando en estos momentos, de acuerdo con las recetas más tradicionales de la “cocina política”, serán mostradas a la ciudadanía como el sumun de un proceso constituyente democrático, con elección de convencionales, paridad de género, cupos reservados para representantes de pueblos originarios y plebiscito de salida, en circunstancias que los elementos determinantes y los límites a no sobrepasar quedarán férrea y claramente establecidos previamente en los 'bordes' acordados por el estamento parlamentario”, cierra.