La incursión del Estado en salud, verificada formalmente a partir del año 1924 del siglo pasado, cuando se constituyó el Seguro Obrero, fue de dulce y de agraz.
De dulce, porque fue un paso fundamental tras la idea de garantizar acceso a la salud de la población, en este caso de los obreros o trabajadores manuales por ese entonces, paso al cual se agregó años más tarde la inclusión de los indigentes –hasta ahí arrimados a la suerte de la beneficencia–, cuando se constituyó el Servicio Nacional de Salud (SNS).
Pero también fue de agraz, porque el cobijo normativo que se creó para el desempeño de las instituciones públicas fue el Estatuto Administrativo, sitio al que fueron a dar también y muy naturalmente las instituciones de salud, habida cuenta del acuerdo estatutario especial que los médicos lograron a propósito de la creación del SNS, no muy distinto del Estatuto Administrativo, pero más rico en vitaminas. Cabe recordar, dicho sea de paso, que en su momento se le conoció como el “estatuto médico millonario”.
Entonces, henos aquí donde, hasta el día de hoy, cuando en lo sustantivo o central de su ADN, las instituciones públicas de provisión de servicios de salud se rigen por el Estatuto Administrativo, fértil y eficaz instrumento para el control del gasto público y el ejercicio de la política fiscal, bien superior, con variantes de misma inspiración para la atención primaria y para los médicos en los hospitales y otras normativas, como el obsolescente Código Sanitario.
Entonces, permítaseme decirlo claramente, resulta que la norma que fue concebida para la provisión de bienes públicos en general –para el funcionamiento del Estado– es la misma que rige para la provisión de bienes de apropiación individual que tienen claros referentes industriales, como es el caso de los servicios que son provistos por los hospitales públicos, que en la práctica compiten con sus símiles del mercado, las clínicas, al menos por los recursos: personas, equipos e insumos clínicos, que son los mismos en ambas partes, sobre todo las personas.
Entonces, nos devanamos los sesos pensando en cómo mejorar la productividad, cómo cerrar la brecha entre el potencial productivo de los recursos con que el Estado cuenta para la provisión de servicios –muchos– y los niveles de producción efectivos. En la práctica, cómo reducir el flagelo principal de la población “beneficiaria” del sistema público, cual es la lista de espera, en lo que al aparato productivo de servicios respecta.
Entonces, digo, nada ha de ocurrir con la inyección de más recursos si no pensamos seriamente en el problema de la gestión de los mismos.
Pero no se trata de salir a administrar (¡ánimo, muchachos!) sino de instalar en el corazón de los hospitales el deseo, las ganas de hacerlo mejor. Y tal energía, más allá de un centenar de gestores animados y bienintencionados, algunos de ellos verdaderos líderes en la gestión de sus servicios, con el Estatuto Administrativo y similares, no existe. No hay motivación porque se carece de incentivos.
El comportamiento de nuestros médicos es muy distinto afuera, donde viven de los servicios que prestan, versus adentro, donde son remunerados de forma bastante independiente de lo que producen. Adentro el asunto es más laxo (ya lo dijo Rodrigo Contreras Soto al diario La Segunda en el año 1994, a propósito del “Informe de Caldera”, lo que le costó un año de peregrinar al Comité de Ética del Colegio Médico).
Es interesante cómo los propios médicos lo viven, después de tantos años en lo mismo. Muchos médicos ven su ejercicio dentro de los hospitales públicos como un asunto principalmente formativo, espacio que irán abandonando lentamente, reduciendo sus jornadas, en la medida que pasa el tiempo.
Así las cosas, dificulto que ocurran muchas mejoras de productividad si las reglas que nos rigen, que fueron concebidas para la provisión de otro tipo de bienes, siguen allí, buenas para la política fiscal, pero no tanto para las políticas de salud.
Haciendo un juicio de realidad y en la convicción de que no podemos dar completamente la razón a Büchi y dejar morir a los hospitales públicos por la vía de estrangularlos presupuestariamente –tal cosa no apunta a corregir el exceso de gasto–, mientras salimos a comprar servicios a través de la Modalidad de Libre Elección y la futura Modalidad de Cobertura Complementaria de Fondas, a pesar de la gravedad del asunto, un intento por cambiar el Estatuto Administrativo para los hospitales sería una reforma delirante y suicida.
Pero sí podríamos concordar en sacar a los médicos del corsé y poner a disposición del sistema un formato que les remunere con una proporción atractiva de renta variable. Así, ellos mismos han de arrastrar la reforma estatutaria –y sanitaria, que tanta falta hace–, la productividad y hasta el ejercicio apropiado de las jefaturas de servicios clínicos, ahora con gente más deseosa de trabajar.
Esto, por lo demás, ocurre hoy de algún modo gracias a la posibilidad de comprar servicios en horario vespertino a sociedades médicas constituidas por nuestros propios médicos, más baratos que en el sector privado, qué duda cabe –no se paga el capital– y tan vilipendiados por opinólogos de diversas estaturas políticas.
Quizás mejor sería todavía que nos robustecieran la glosa de honorarios para comprar directamente las cirugías vespertinas al personal, sin necesidad de constituir sociedades. Desde ya les señalo que el desplazamiento de la actividad quirúrgica desde el horario hábil a las tardes es controlable –debería serlo– por quienes están a cargo de la gestión.