En un mundo atravesado por crisis sanitarias, climáticas, sociales y geopolíticas, la ciencia se alza como una de las pocas herramientas capaces de proyectar horizontes más justos y sostenibles. Sin embargo, su capacidad transformadora no es automática. Depende de cómo protegemos la libertad de investigar, y de cómo integramos valores esenciales como la ética, la integridad y la responsabilidad en la práctica científica.
La libertad de investigar es el pilar fundamental del quehacer académico y científico. Es el cimiento mismo del pensamiento crítico, la innovación y el progreso en las sociedades democráticas. A lo largo de la historia, ha sido esta libertad la que ha permitido a investigadoras e investigadores formular preguntas incómodas, desafiar dogmas y barreras establecidas en pos de abrir caminos hacia nuevas comprensiones del mundo. Desde Galileo, juzgado por contradecir la visión geocéntrica dominante, hasta quienes hoy denuncian con evidencia científica -acumulada por décadas- sobre los impactos del cambio climático o las desigualdades estructurales en salud y tecnología. De ahí que las grandes transformaciones han nacido del coraje de investigar más allá de lo aceptado.
El ejercicio de esta libertad no es un acto espontáneo. Requiere de condiciones simbólicas y materiales específicas. En la base está la cultura, como un vehículo que valora y refuerza la diversidad de enfoques y disciplinas facilitando que la libertad de investigar no se vuelva una promesa vacía. Asimismo, las instituciones tienen un rol clave al garantizar la autonomía académica restringiendo, a través de marcos regulatorios claros y robustos, la censura en todas sus formas. La relevancia actual de este asunto es crucial, especialmente, cuando enfrentamos desafíos globales que son complejos y dinámicos, cuyos impactos se acentúan con la polarización política o las presiones económicas. Si no estamos atentos a estos efectos, podemos entrenar un escenario donde una mirada sesgada y de corto alcance dicte qué temas son “pertinentes de investigar” activando mecanismos institucionales que reducen los alcances de los instrumentos de fomento y, consecuentemente, los márgenes para el pensamiento crítico se acortan peligrosamente.
Es clave comprender que no se trata de un privilegio corporativo de la comunidad científica, sino de un bien público esencial para el desarrollo de políticas informadas en evidencia, la fiscalización ciudadana y la construcción de sociedades más justas e informadas. Una ciencia sin libertad es una ciencia sin capacidad de anticipar riesgos, de cuestionar inercias o de imaginar soluciones.
Esta libertad cobra importancia en tiempos de crisis —sanitaria, climática, energética—, y defenderla no es meramente un acto académico, sino un imperativo estratégico para cualquier país que aspire a tener una agenda soberana de desarrollo sostenible que aspira a lograr avances en justicia social.
La historia también muestra los riesgos de desarrollar prácticas de una ciencia sin brújula ética: experimentos inhumanos, manipulación de datos, desarrollo de tecnologías sin consideraciones sociales o ambientales. La ética no puede ser una formalidad burocrática. Debe ser una práctica constante que obligue a preguntarse: ¿Para quién hacemos ciencia? ¿Qué consecuencias tiene nuestro trabajo?
La integridad, por su parte, no se limita a evitar el fraude. Significa actuar con transparencia, corregir errores, resistir presiones externas y declarar conflictos de interés. En una época de desinformación y desconfianza, la legitimidad de la ciencia depende de la confianza pública. Y esa confianza se gana día a día, con acciones concretas. Hoy, hacer ciencia conlleva responsabilidades que exceden la publicación de artículos científicos. Investigar es un acto social, cuyas consecuencias afectan a personas reales. Por eso, la responsabilidad activa es un sello de la comunidad científica que busca formar a nuevas generaciones con pensamiento crítico, comunicar con claridad y comprometerse con los grandes desafíos de nuestro tiempo.
Lograr el potencial transformador de la ciencia requiere también que los decisores políticos y sociales garanticen condiciones que favorezcan la libertad, la ética y la responsabilidad. Se necesita fortalecer los marcos regulatorios, promover sistemas de evaluación justos y crear una gobernanza inclusiva que escuche a las comunidades y a los pueblos originarios, integrando sus perspectivas. La ciencia debe servir a todos, articulando las necesidades locales con los desafíos globales, desde una óptica de equidad y sostenibilidad.
En definitiva, la ciencia no solo debe interpretar el mundo, sino también ayudar a construir ese mundo que aspiramos a tener. Defender la libertad científica, actuar con ética e integridad, y asumir la responsabilidad social, son pasos imprescindibles para que nuestro conocimiento contribuya a un futuro en el que prevalezcan la justicia, la sostenibilidad y la igualdad. Solo así, tendremos la posibilidad de labrarnos un futuro distinto potenciando la capacidad social para imaginar y realizar un mañana mejor.