Hay intervenciones que repercuten manifiestamente en los ámbitos urbanos ya consolidados. La escala referencial para evaluar el impacto de la modificación está determinada por el entorno del conjunto de inmuebles sobre los que opera. Afecta, por lo tanto, al sistema de relaciones que caracteriza el lugar. Rossi reconoce la doble condición de localidad y universalidad que se establece entre el lugar y las construcciones posadas encima de él. En condiciones normales -esto es, trabajando a una escala razonable-, la influencia que ejerce una implantación nueva en un tejido existente es moderada.
Pero no es el caso del colosal inmueble que se abre paso en medio de un paisaje en el cual la arquitectura doméstica y el paisaje se funden en amistosa convivencia. En pleno centro histórico de Castro se ha provocado una radical alteración del espíritu del lugar. El nuevo edificio irrumpe como un cuerpo autónomo, arrogante, destilando indiferencia hacia todo cuanto le rodea.
Es lo que ocurrirá, con seguridad, en otras ciudades, tan indefensas como Castro. Al puerto de San Antonio ya se le ha asestado lo suyo. Y le llegará el turno a Puerto Varas, a expensas de su iglesia, cuyo título de Monumento Histórico será prontamente apabullado. Y seguirán asomando nuevos inmuebles altisonantes en otras localidades. ¿A quién cabe esa responsabilidad? ¿A quién atribuir esas decisiones? Se puede culpar a las autoridades, que finalmente ceden a las presiones económicas; o a la tentación de escuchar el clamor popular, a menudo desinformado. También es cómodo endosar la culpabilidad a las empresas inmobiliarias, siempre voraces e implacables con los tejidos históricos, a los que fagocitan con entusiasmo ejemplar.
Pero, sin lugar a dudas, hay algo previo: las condiciones están dadas para que estos atentados urbanos se produzcan. Como nos enseñan las Normas de Quito, se carece de una política oficial capaz de imprimir eficacia práctica a las medidas proteccionistas vigentes y de promover la revalorización del patrimonio monumental. Es el punto de partida. Y desde la trinchera de la universidad debemos dar la lucha, incansablemente, por conseguir que los instrumentos legales que defienden el territorio y el patrimonio cumplan su auténtico rol. Pero con un sentido de emergencia nacional. El patrimonio, incapaz de renovarse, no está en condiciones de seguir esperando.