Columna de opinión

Cuando despertamos, las listas de espera seguían allí

Opinión : Cuando despertamos, las listas de espera seguían allí

Las listas de espera del sistema público están ahí, cual pesadilla para las personas de menos recursos y para quienes vivimos cerca del problema en nuestros estigmatizados hospitales, como está a su vez el dinosaurio del famoso cuento corto del autor guatemalteco, don Augusto Monterroso.

Sobre este asunto hay mucho paño que cortar, después de haber vivido tantos años al cobijo de estas instituciones maldadosas que cuidaban de la salud de quienes teníamos posibilidades de acceso a sus servicios con nuestras cotizaciones obligatorias (la clase media acomodada y más): un anexo de la seguridad social sin racionalidad sanitaria y reglas inconsistentes con el sentido común y las normas de aquella, según dijimos, en particular los expertos. La inequidad social institucionalizada, dijimos también.

Pero lo cierto es que nos pasamos 40 años emitiendo estas opiniones, descansando en la tranquilidad de esta solución, más allá de sus “fallas de mercado”, las que intentamos regular sistemáticamente a través de una seguidilla de modificaciones a las leyes que estuvieron vigentes en el tiempo.

No obstante, esto nunca fue mucho más que poner anteojeras al caballo de carrera, para constreñir el comportamiento natural de la bestia que fue creada en 1982, como estrategia exitosa para la privatización del sector de la salud, que se expresa en el robusto desarrollo del sector privado prestador gracias a este sistema. Büchi, hemos dicho, lo tenía claro. Hoy casi la mitad de los servicios que recibe la población son provistos por el sector privado y serán todavía más cuando la Modalidad de Cobertura Complementaria (MCC) de Fonasa opere, si tiene éxito.

Bueno, y como nunca hicimos nada para modificar este sistema –eliminarlo o perfeccionarlo–, he aquí que los más viejos ya nos habíamos transformado en cautivos del mismo, en nuestras respectivas isapres. Cautivos, pero acogidos, sin podernos cambiar, pero nos daba lo mismo.

Hasta que llegaron el juez Muñoz y la Tercera Sala de la Corte Suprema e hicieron de algún modo y precipitadamente un trabajo que estaba pendiente, y que los especialistas y gobernantes no fuimos capaces de hacer en forma tranquila y razonada.

Preciso es reconocer, para que nadie se considere libre de culpa, que ya a comienzos del primer Gobierno de Sebastián Piñera (Q.E.P.D.) el Tribunal Constitucional se pronunció en el sentido de señalar que la tarificación por riesgos no era propia de un sistema de seguridad social. Este fue el planteamiento esencial. Correcto, dijimos los salubristas, pero comisiones de trabajo mediante y algunos proyectos de ley, los stakeholders del sistema hicieron juego de piernas por años para resistirse a cualquier cambio.

El trabajo de Muñoz y compañía, dicho con todo respeto en consideración a la delicada situación que hoy viven estos jueces y siendo la compasión una de las virtudes del quehacer médico –yo mismo soy médico–, redundó en una catástrofe que encontró eco en los partidarios de abolir prontamente el sistema y también en una opinión pública que entendió que le habían estado robando plata y que el dictamen haría posible que se les devolviera, algo así como retirar fondos de la AFP.

Este dictamen, que en la práctica universalizó un fallo que pudo haber estado acotado solo a quienes demandaban, en particular cuando la universalización consideró solamente los cobros realizados en exceso, tabla de factores versus tabla de factores, pero no los cobros realizados de menos, trajo consigo un trastorno de marca mayor en el sistema, al que se asignó una carga de deuda que ha superado los mil millones de dólares, con evidentes dificultades para servirla.

Y para qué vamos a describir todo el tiempo y la energía que las mentes más lúcidas de la patria han debido destinar a la búsqueda de una solución de viabilidad, entre otras cosas porque sin viabilidad no hay pago de la deuda. Es un círculo vicioso.

Numerosos expertos fueron convocados al diseño de la solución por el Senado de Chile y nos imaginamos –porque no lo sabemos– también por el Gobierno. El resultado fue la famosa “ley corta”, cuya paternidad hoy es negada por todos quienes participaron en su concepción. Suma y sigue.

Esta calamidad se introdujo gracias a la astucia y creatividad de nuestros jueces, alimentada en singulares doctrinas, y fue acogida con entusiasmo por quienes han concebido un sistema de seguridad social con un seguro único, pero a la vez con un único asegurador o gran comprador, en la configuración mental de economistas que suelen ver en el poder monopsónico de la compra la gran regulación que hace falta en el sistema, pero que olvidan la configuración de la respuesta sanitaria racional que representan nuestras redes públicas territoriales de provisión de servicios.

Pues bien, henos aquí, en la tele, echándonos mutuamente la culpa de estos nuevos tropiezos de la solución, testigos de lo que se ha denominado la “burla” de la devolución de los excedentes, en un escenario en que las robustas cifras de la deuda que fueron declaradas nos condujeron a “hacernos crespos” de gran tamaño. Así es que todos los boxeadores al ring nuevamente, a darse de bofetadas.

Mientras tanto, las listas de espera del sistema público están ahí, cual pesadilla para las personas de menos recursos y para quienes vivimos cerca del problema en nuestros estigmatizados hospitales, como está a su vez el dinosaurio del famoso cuento corto del autor guatemalteco, don Augusto Monterroso.