Han pasado seis años desde que el racismo institucional, encarnado en distintos agentes del Estado, con crueldad extrema, apagaran la vida de la joven madre haitiana, Joane Florvil. Y aunque organizaciones migrantes y promigrantes se hayan organizado para declarar el 30 de septiembre como el Día Nacional contra el racismo en Chile, muchos más indígenas, afrodescendientes y/o migrantes han muerto en lo que llamamos territorio chileno, bajo las mismas lógicas.
Desde ahí, mucho se ha teorizado sobre el racismo como ideología, lo pensamos como categoría de estudio y comprendemos cómo opera, sin embargo, ¿realmente apuntamos a afrontarlo como fenómeno social que vestido de ignorancia, miedo, rabia u odio, destruye a su paso vidas y la posibilidad de una inclusión efectiva entre las diversas comunidades culturales?
Comprender el racismo como estructural no se trata de concebirlo sólo como la normalización y legitimación de formas de discriminación que van en detrimento de derechos fundamentales de las distintas comunidades humanas racializadas, su peligrosidad radica en que está presente en todas las dimensiones de nuestra vida, y su efecto devastador como lógica estructurante encuentra su arraigo en el imaginario colectivo, -de una sociedad irónicamente mestiza- que sigue soñándose de sangre pura y que tiene en el racismo la génesis de su construcción como nación-chilena.
Buscando el racismo, lo encontramos también en el espacio universitario, por lo que se presenta como mandato ético generar acciones que apunten a contrarrestar su auge y la falta de sensibilización en la comunidad educativa, a su vez, resulta urgente preguntarse, ¿en qué medida, nosotros y nosotras como individuos, -académicos, funcionarios y estudiantes- reproducimos estas prácticas, en ocasiones sutiles o “inocentes” y en otras intencionadamente violentas, que operan en el marco de nuestras conductas cotidianas?.
Es necesario identificar estas prácticas conocidas como microracismos, expresiones presentes en nuestro lenguaje, que camufladas en acciones, a primera vista inocuas, se asientan, por ejemplo, en la percepción de lo bello, aquello que pensábamos tan íntimo, se define de acuerdo a mandatos hegemónicos permeados por el racismo y los estereotipos que de ahí nacen y a los cuales les otorgamos valor, (nos observamos y observamos el mundo desde un espejo distorsionado por el prejuicio).
Debemos problematizar y visibilizar estas prácticas en la cotidianeidad de nuestras vidas, cuestionar-nos y prestar atención a quienes son las víctimas, si nosotros/as mismos/as, si es el otro por su color de piel más oscuro, por su nacionalidad, por su origen étnico, por su identidad cultural
Una forma distinta de habitar y relacionarnos, podría ser posible, sólo si nos desmarcamos de afecciones tokenistas, que no pretenden dislocar las estructuras de poder que generan las desigualdades, sino más bien ahondan en la exclusión de las comunidades racializadas y se materializan en concesiones sutiles y espejismos de justicia social.
Sólo si logramos identificar en nuestras conductas, lógicas racistas soterradas, presentes también en los espacios universitarios, será posible pensar un mundo distinto, anclado en un enfoque antirracista crítico, que proponga acciones concretas de interacción entre grupos culturales distintos, procurando rescatar ese universo particular y ciertamente colectivo de la diversidad cultural.