Columna de opinión:

Inglés, estrategias pedagógicas y justicia social: una relación complicada

Inglés, estrategias pedagógicas y justicia social

En una reciente columna se presenta una breve discusión respecto de la enseñanza de inglés en Chile y los desafíos que plantearía para la consecución de la justicia educativa y social. Se comienza mencionando estadísticas respecto de los resultados del estudio nacional de inglés de 2017 y los bajos niveles de inglés que los estudiantes demostraron. Continúa la columna con los posibles cambios al SIMCE de inglés que se administraría en 2026 y, en lo central, se sugieren algunas estrategias metodológicas que podrían transformar la enseñanza del inglés en “un acto de justicia social”. Es respecto de este último aspecto donde se hace necesario profundizar el análisis para poder determinar hasta qué punto las relaciones que se establecen en dicha columna entre mejorar niveles de inglés, estrategias pedagógicas y justicia social se sostienen. Como argumento en esta columna, si bien es imprescindible prestar atención al desarrollo de estrategias de enseñanza, tal foco no permite explorar en toda su profundidad y complejidad las relaciones entre enseñanza de inglés y justicia social y, de hecho, puede ser contraproducente. 

Desde un tiempo a esta parte, en diversas disciplinas en las ciencias sociales y humanidades se ha establecido como horizonte el logro de la justicia social. Esto ha llevado a una revisión (auto)crítica no solo de las prácticas de investigación, sino que también de los supuestos e ideologías que las informan, así como de sus posibles aplicaciones en vista del logro de tal fin. La lingüística aplicada, en su rama especializada en la enseñanza y aprendizaje de lenguas, no ha escapado a esta tendencia, la que ocurre en paralelo a proyectos descolonizadores y de énfasis en las llamadas epistemologías del sur. La lengua, su enseñanza, aprendizaje y uso, se argumenta, juegan un rol central en las discusiones en torno a la justicia social

Si bien existen fuentes teóricas comunes a las que se recurre (por ejemplo, el trabajo de Nancy Fraser), no existe una definición compartida de lo que se entiende por justicia social. En este contexto, la conceptualización de la justicia social en la lingüística aplicada se emparenta con discusiones en otras disciplinas. Así, se suele apelar a cuestiones relativas al acceso equitativo a recursos materiales y simbólicos (por ejemplo acceso a enseñanza de lenguas de calidad), al reconocimiento social y la legitimación (de grupos lingüísticos marginalizados), al respeto por la diversidad (lingüística) y las diferencias grupales (por ejemplo, los diferentes acentos al hablar inglés), la defensa e inclusión de poblaciones (lingüísticas) estigmatizadas o marginalizadas, el respeto por los derechos humanos (lingüísticos), y la representación política y participación efectiva de diversos grupos (de hablantes), y en, última instancia, la posibilidad de transformación social

Es en este contexto, entonces, tal como lo hacen las autoras de la columna acá comentada, que se ha planteado que la enseñanza y aprendizaje del inglés contribuiría o debería aspirar en primer lugar a lograr tal justicia social. ¿Pero qué se entiende por justicia social en este caso particular? O ¿Cómo se puede articular una idea de justicia social con el desarrollo de los conocimientos y habilidades para ser considerado un hablante de inglés en Chile? Estas son preguntas a las que no se da respuesta explícita en el texto. Sin embargo, la propuesta central de las autoras parece ser que “el sistema educativo debe priorizar estrategias pedagógicas que transformen la enseñanza del inglés en un acto de justicia social”. A este respecto, como diversos autores han mostrado, es este enfoque técnico el que ha contribuido a despolitizar la enseñanza de lenguas, contribuyendo a alejarla de discusiones en torno a la justicia social al redirigir el foco desde las condiciones estructurales a la práctica en la sala de clases, sin establecer las conexiones necesarias. De hecho, las autoras de la columna apuntan acertadamente a los “desafíos estructurales” que se encuentran en el camino de la enseñanza del inglés en Chile, pero no detallan cuáles serían dichos desafíos. El punto es que, para combatir las injusticias, es necesario nombrarlas o, al menos, esbozarlas. Si tenemos una noción de justicia, esta, se puede argumentar, se sustenta sobre una noción de injusticia. ¿Pueden los niveles de aprendizaje de inglés reflejar injusticias sociales? Sin duda. Es conocida la brecha existente en los resultados educativos sobre la base de diferencias sociales y de acceso. ¿Puede superarse esa injusticia social solamente mediante estrategias pedagógicas que mejoren el nivel de inglés? La evidencia sugiere que no, o, al menos, no solamente con eso, si lo que se busca es la transformación social. Además, es peligroso plantear que la solución a una injusticia social pasa por mejorar los niveles de inglés sin atender a las causas estructurales que, en primer lugar, producen que su aprendizaje sea deficiente en determinados grupos sociales. En este sentido, la discusión, tal como la plantean las autoras, al enfocarse en los resultados (bajos niveles de inglés) y no en sus causas, puede contribuir a alejarnos del logro de la justicia y a restarle fuerza a dicho concepto. A continuación, me refiero a algunos otros puntos de la columna que requieren mayor consideración con el fin de desentrañar la posible relación entre inglés y justicia social. 

En primer lugar, en su discusión las autoras asumen supuestos problemáticos que no han sido aún sustentados con evidencia empírica (por ejemplo, que la posesión del inglés otorgue acceso a oportunidades laborales y académicas). Así, más que cuestionarse el rol del inglés en la sociedad chilena, y hacer la pregunta incómoda acerca de la necesidad de aprenderlo, se naturaliza su lugar e importancia por lo que solo bastaría discutir las cuestiones relativas a su enseñanza para lograr la justicia social. Esto va en línea con una fetichización del inglés como un objeto cuya mera posesión otorgaría a individuos y sociedades completas cualidades positivas (las que van desde las ya mencionadas oportunidades laborales hasta el desarrollo de la autoestima y perspectivas interculturales, así como la conexión con el mundo o el logro de la equidad), desconociendo el entramado histórico, político y económico que ha ubicado al inglés en el lugar que tiene en la actualidad y que le ha dado su valor. Se desconoce, además, que, como han demostrado diversos autores, no hay un inglés, sino que muchos, y que existen ideologías lingüísticas que tienen como resultado un reconocimiento desigual de estas diferentes “variedades” de inglés, con lo que no basta solo aprender inglés y cosechar los beneficios

En segundo lugar, refuerzan ideologías lingüísticas que reducen el lenguaje a un conjunto de habilidades medibles por separado y no a una comprensión de este como práctica social situada. Es esta última conceptualización la que permitiría conectar al inglés con discusiones políticas, o sea, de justicia social, pues permite también centrar el foco en los sujetos hablantes, su agencia y posicionamientos. 

En tercer lugar, y en relación con lo anterior, utilizan y validan categorías provenientes de un contexto diferente (europeo) y que se han universalizado (como proyecto neocolonial) como metalenguaje legítimo para jerarquizar y controlar a hablantes de inglés de todas las latitudes sobre la base de supuestos criterios empíricos objetivos (Nivel A1, etc.). Así como las autoras apuntan acertadamente al currículum descontextualizado, corresponde también apuntar críticamente a la descontextualización, supuestos problemáticos y consecuencias de los mecanismos de evaluación y categorización de hablantes de inglés en nuestros contextos. 

En cuarto lugar, si bien es necesario, no basta con “Invertir en la formación inicial y continua de los profesores de inglés, asegurando que cuenten con herramientas pedagógicas y tecnológicas actualizadas para enseñar de manera efectiva” (nótese el foco en lo técnico y tecnológico). Es necesario también cuestionar la serie de discursos hegemónicos que enmarcan la enseñanza de inglés y la formación de profesores de inglés. Por ejemplo, se ha estudiado que la “autoestima” de los hablantes de inglés no se mejora con cambios en las estrategias de enseñanza, sino que mediante la interrupción y denuncia de discursos e ideologías lingüísticas que los construyen como hablantes deficientes en comparación con un supuesto hablante nativo ideal con competencia absoluta en inglés (en una de las variedades prestigiosas), el cual, además, corresponde a un modelo de persona marcado por características de género -hombre-, de clase -media alta-, raciales -blanco-, lingüísticas -monolingüe -, y capacidades -un “hablante normal”. También es importante considerar que quien aprende inglés está en un proceso de transformarse en un sujeto bilingüe, por lo que es necesario en primer lugar reconocerlos como tales y, luego, evitar los sesgos monolingües en la enseñanza y en la evaluación.

En quinto lugar, cualquier cambio que apunte a mejorar los niveles de inglés (como sea que esto se entienda) no puede obviar las condiciones materiales y laborales en las que se desempeñan los profesores de inglés: acceso limitado a recursos, fragilidad e incertidumbre contractual, brechas salariales importantes. Además, no basta con hacerles sugerencias para que modifiquen sus prácticas; también es necesario considerarlos actores con experiencia y agencia para producir cambios, evitando ubicarlos en la categoría de los culpables de siempre o sujetos en permanente capacitación.

En sexto lugar, cualquier proyecto de enseñanza de inglés en el Chile actual debe considerar el bagaje que las y los estudiantes traen en sus repertorios lingüísticos, así como las particulares subjetividades e ideologías lingüísticas que han desarrollado. Es necesario reconocer y legitimar sus prácticas lingüísticas, las que hoy incluyen un uso no menor del inglés (música urbana, redes sociales). Además, más que preparar “a los estudiantes para mediar entre diversos contextos culturales”, tal vez habría que partir por conceptualizarles como sujetos sociales con historia, experiencias, y capacidades para habitar “diversos contextos culturales”, las que a menudo son ignoradas por las instituciones educacionales. En el caso de los profesores y estudiantes, entonces, es necesario reconocerlos como sujetos epistémicos legítimos con agencia y derecho a la participación en proyectos que los involucran directamente. En este sentido, toda discusión de justicia social en relación con la educación debe además hacerse cargo de las consecuencias que ha tenido la prueba SIMCE como dispositivo de gubermentalidad en estudiantes y profesores.

Finalmente, en la columna se argumenta que mejorando los niveles de inglés estaríamos preparando a los alumnos “para un mundo multicultural y complejo”. Es difícil conectar tan directamente mejor nivel de inglés con este tipo de persona ideal abierta a la diferencia. Por otro lado, ha sido la imposición del inglés la que ha contribuido a la idea de que Chile es un país monolingüe y monocultural (de esto, que hace unos años se hablaba de crear un Chile bilingüe a través de la enseñanza transversal de inglés). También ha contribuido a crear una subjetividad lingüística donde solo el inglés importa (alineándose con discursos neoliberales sobre su valor), desvalorizando a otras lenguas y hablantes, por ejemplo, de lenguas indígenas, o señantes de Lengua de Señas Chilena. Estos dos últimos grupos no encuentran un lugar legítimo en las escuelas. En este sentido, el “desafío profundo para la mayoría de nuestros estudiantes” tal vez no sea necesariamente (o solamente) el aprendizaje de inglés, sino que el desarrollo e implementación de políticas para la enseñanza de lenguas que fomenten “actitudes positivas” no hacia una lengua particular, sino que hacia la diversidad lingüística, que den cabida en igualdad de condiciones a la multiplicidad de sujetos hablantes y sus repertorios lingüísticos diversos, y les permitan desarrollarse como sujetos hablantes en línea con sus necesidades y deseos. Tal vez estas sean algunas de las “desigualdades estructurales de nuestro sistema educativo” a las que debamos también prestar atención si buscamos transformar la enseñanza de lenguas (no solo de inglés) en un proceso que contribuya a la construcción (o al menos a mantener la esperanza) de justicia social y que permita a las instituciones efectivamente “transformar las vidas de miles de jóvenes, construyendo un país más equitativo”. 

Las autoras instalan un problema al que debemos atender, en este sentido, su columna es un aporte imprescindible para fomentar los debates lingüístico-ideológicos tan necesarios en nuestro país.