En su paso por Chile, Daniel Feierstein (Buenos Aires, 1967), uno de los nombres fundamentales en los estudios del fascismo y las prácticas sociales genocidas, llenó la sala Domeyko de la Casa Central de la Universidad de Chile para la sesión inaugural del seminario internacional Resonancias trasandinas: Memorias de Futuro. Allí, el sociólogo, profesor titular de la Universidad de Buenos Aires y director del Centro de Estudios sobre Genocidio de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (Untref), dio la conferencia “Política y memoria: Desafíos de la transmisión generacional”, en el contexto de las conmemoraciones en torno al medio siglo del golpe de Estado en Chile y los 40 años de la recuperación de la democracia en Argentina.
La presentación de la charla magistral estuvo a cargo de Faride Zerán, profesora de la Facultad de la Comunicación e Imagen (FCEI) de la U. de Chile y Premio Nacional de Periodismo 2007, quien destacó la pertinencia de su visita en medio de un nuevo proceso constituyente y una “oleada conservadurista y de ultraderecha” en el país. “A propósito de la edición ampliada de su libro La construcción del enano fascista (2019), nuestro conferencista advertía en diversas entrevistas sobre los peligros del neofascismo señalando que ‘los discursos de odio son una expresión del avance de la ideología fascista’”, detalló Zerán.
Feierstein, de hecho, lleva años señalando el auge gradual de las ultraderechas en el mundo, lo que se confirmó con los resultados de las primarias en Argentina, en que Javier Milei, el candidato del partido La Libertad Avanza, obtuvo la mayoría de votos, con lo que podría convertirse en el próximo presidente de ese país. Por lo mismo, y tal como lo afirmó Faride Zerán, su ensayo "La construcción del enano fascista" fue considerado visionario frente al panorama que enfrenta hoy el país trasandino.
“Hace ya unas décadas que los progresismos se han vuelto (en el mundo, en la región y en el país) cada vez más conservadores […]. La voluntad de cambio fue apropiada hace tiempo por las fuerzas de la derecha, incluso en sus significantes”, afirmó el sociólogo en una columna publicada en El DiarioAR tras el triunfo de Milei, donde también advirtió que las fuerzas progresistas deberían hacer una autocrítica por “minimizar los malestares” de la población, creer que tienen “todas las respuestas” y limitar la libertad de pensar de quienes se alejan de sus “dogmas”.
El académico, que presidió la Asociación Internacional de Estudiosos del Genocidio (IAGS) entre 2013 y 2015 —una organización mundial que fomenta la investigación en torno a los genocidios con vistas a prevenirlos—, ha publicado además libros como "Pandemia. Un balance social y político de la crisis de Covid-19" (FCE, 2021), "Introducción a los estudios sobre genocidio" (FCE y Eduntref, 2016), "Memorias y representaciones. Sobre la elaboración del genocidio" (FCE, 2012) y "El genocidio como práctica social. Entre el nazismo y la experiencia argentina" (FCE, 2007).
Tu conferencia se tituló “Política y memoria: Desafíos de la transmisión generacional”. ¿Qué puntos en común puede haber entre los casos chileno y argentino, en tiempos en que coinciden las conmemoraciones de los 50 años de la dictadura en Chile y los 40 años del regreso a la democracia en Argentina?
—El objetivo principal era poder conectar ambas experiencias en el sentido de que nuestras sociedades sufrieron de manera bastante contemporánea fenómenos parecidos en términos del uso del terror para destruir los lazos sociales. Estamos también cerca del medio siglo del golpe argentino de 1976. Son hechos que pasaron hace mucho tiempo, pero que nos han afectado de un modo muy profundo. Aprender de los modos en que cada una de estas sociedades ha lidiado con los efectos del terror puede ser muy enriquecedor. Profundizar el diálogo es sumamente importante en un sentido político, incluso para pensar en los modos de transmisión a las nuevas generaciones. Cuando algo pasó hace 10, 15 o 20 años, todavía puede estar muy presente para las nuevas generaciones, pero cuando pasa hace 40 o 50 años, ya es algo que queda muy atrás y que requiere producir lazos entre aquellos que lo vivieron y aquellos que no.
¿Cómo se vive en Argentina la conmemoración de los 40 años?
—Hay una serie de actividades muy importantes, también porque no ha existido otro momento histórico en Argentina con tantos años continuados de democracia. En esto hay una diferencia con Chile: Argentina estuvo todo el siglo XX plagado de gobiernos militares o de proscripciones políticas, entonces la continuidad del funcionamiento institucional durante tanto tiempo es un hecho único, es novedoso. El problema es que los 40 años ocurren en un momento en que esa democracia se está degradando. Hubo una frase muy fundante del retorno de la institucionalidad democrática en la Argentina dicha por Raúl Alfonsín, el primer presidente de la posdictadura, quien planteaba: “con la democracia se come, se cura y se educa”. Y bueno, son tres deudas de la democracia argentina: después de 40 años podríamos decir que no se come mejor, no se cura mejor y no se educa mejor, y esto es preocupante.
Hace poco apareció el nieto 133 en Argentina. ¿Cómo transmitir a la sociedad la necesidad de que exista reparación y memoria?
—En Argentina, los distintos grupos se han juntado a tratar de analizar lo que les ha ocurrido y trabajarlo. En este sentido, los sobrevivientes tienen sus organizaciones. Están Las Madres de Plaza de Mayo, que pudieron trabajar lo que les había ocurrido en tanto madres. Los familiares, los hijos de los desaparecidos se comienzan a juntar y crean sus propias organizaciones; entonces todo eso permeó a la sociedad y generó una posibilidad de reflexionar mucho y de transmitirlo a las generaciones más jóvenes. No es que nada de eso haya pasado en Chile, también existieron esas instancias, pero me da la sensación de que ha sido en menor medida y de que sigue existiendo una deuda. Los grupos de afectados directos no han tenido el suficiente trabajo de elaboración de esas marcas traumáticas para poder tratar de entender cuáles son hoy los efectos de ese terror. Esas marcas están en quienes lo vivieron, pero también en la transmisión a veces inconsciente, a veces implícita, de ese terror a sus hijos o a sus nietos, y en las estructuras sociales y económicas. Con ese terror se quería rediseñar una sociedad, entonces muchas de las realidades con las que nos encontramos hoy tanto en Chile como en Argentina, y que pueden ser muy problemáticas, son herencia de lo realizado en ese momento, desde el carácter privado de la educación chilena y su costo, la forma en que se explotan los recursos naturales o el tipo de estructura laboral. Hay montones de elementos que fueron definidos en ese momento de terror, que fueron construidos a partir del terror y que siguen presentes 40, 50 años más tarde.
¿Cómo se puede ir aprendiendo de este tipo de procesos?
—Creo que no hay una sola forma de aprender de ellos. Sería todo muy sencillo si dijéramos “bueno, se aprende de esta manera”. Hay múltiples formas de aprendizaje, pero me parece que lo enriquecedor es poner en diálogo dos experiencias, por ejemplo [como fue el caso de esta conferencia], donde cada una de ellas va a tener claroscuros, pero entender lo que otra sociedad hizo con un terror equivalente puede servir para poder imaginar otras opciones, para imaginar que la realidad no tiene una sola manera de ocurrir y pensar que quizás podríamos hacer otra cosa con lo que nos pasó. Este es el mayor desafío, hacer algo que le sirva a nuestro pueblo como herramienta para transformar el presente. Es la única manera de que realmente interpele a conjuntos más amplios de la población y justamente a los sectores más jóvenes.
En ese sentido, el arte y la cultura, en general, podrían ayudar a transmitir ese pasado, pero ¿por qué exigirle tanto al arte frente a asuntos que deberían ser resueltos por la institucionalidad?
—Yo creo que todos tienen su parte de responsabilidad. Cada uno tiene su modo de aportar. El Estado tiene la obligación de reparar a quienes sufrieron esos hechos y la academia tiene la obligación de aportar miradas críticas de la realidad e incluso conectar esas miradas críticas con los distintos sectores sociales. Pero el arte también tiene la ventaja de ser particularmente libre y esto da muchas oportunidades: el Estado tiene una gran cantidad de restricciones institucionales, la academia tiene un conjunto de restricciones metodológicas en función de cómo construye su modo de pensar, pero el arte, al no estar sometido a modos tan rígidos, es una oportunidad para pensar nuevos abordajes, para imaginar más relaciones con ese legado que después pueden transformarse en aproximaciones más académicas o en políticas públicas.
Respecto del concepto de “genocidio”, ¿cómo deberíamos usar ese término?
—Los conceptos son herramientas para pensar. Hay que entender que no se trata de que exista un concepto verdadero o milagroso, sino que hay que analizar para qué nos sirven. En el caso del concepto de genocidio, por lo menos en mi experiencia y en lo que ha tenido que ver con la elaboración de la realidad argentina, tiene dos o tres características que le dieron potencia. Por un lado, el hecho de que en el genocidio queda claro que las muertes o el terror no son el objetivo del régimen, sino que son la herramienta para otra cosa, que es la transformación de los lazos sociales, y esto no logra ser capturado por otros conceptos. En general, la mayoría de los conceptos que se utilizan están muy focalizados en ese terror, pero no permiten tanto entender que ese terror está al servicio de otra cosa.
El segundo elemento por el cual este concepto fue tan potente en Argentina es porque se lo utilizó de una manera que significa la destrucción o el intento de destrucción parcial del propio grupo nacional. Es una manera de plantear que el terror afecta a toda la sociedad, no solamente a aquellos que fueron directamente atravesados por él. El terror produce efectos en todo el conjunto social: aun cuando uno no haya sido secuestrado, se sabe que existe un campo de concentración, un Estadio Nacional; se sabe que existe la posibilidad de ser detenido en la calle. La idea de la destrucción parcial del propio grupo nacional fue muy potente para entender que ese terror nos afectó a todos. Ahora, no es que esto haya derivado automáticamente del concepto de genocidio, pero fue la manera que encontraron distintos sectores de la sociedad argentina para poder iluminar estas cuestiones. Creo que es un debate interesante para abrir en Chile.
A propósito de la reedición de tu libro La construcción del enano fascista y la avanzada de una derecha ultraconservadora en la región, ¿por qué hacer esta revisión cuatro años después?
—Cuando publiqué este libro por primera vez la advertencia era, “miren, esto está naciendo en nuestro país y en nuestra región”, mientras que cuatro años después es “esto comienza a disputar la posibilidad de llegar al poder”. El crecimiento ha sido muy vertiginoso: de no existir, a nacer y ser muy incipiente, a disputar la posibilidad de llegar a la presidencia de la nación. Lo logren o no, va a quedar muy claro que [estas fuerzas tienen] un peso significativo en la estructura política argentina, algo que no había ocurrido.
Este año el lema de la Universidad de Chile frente a la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado es “Educación para la democracia”.
—Me parece muy bien que haya una educación para la democracia. Pero creo que es fundamental, y creo que ha sido una lucha fundamental en Chile los últimos 20 o 15 años, que esa educación pueda ser de un buen nivel y que llegue al conjunto de la sociedad. Creo que uno de los grandes problemas que ha tenido la sociedad chilena, y que es una herencia de la dictadura pinochetista, es la fragmentación de la estructura educativa y del acceso a ella. Coincido muchísimo con una educación para la democracia, pero creo que habría que poner sobre la mesa también que esa educación para la democracia debería ser pública, gratuita y de alta calidad.