Discurso Rector Víctor Pérez Vera en ceremonia "40 años de Memoria: Con Chile y la Universidad en el corazón"
Patio Domeyko, 11 de septiembre de 2013
"Saber es un dolor. Y lo supimos:
Cada dato salido de la sombra
nos dio el padecimiento necesario:
aquel rumor se convirtió en verdades,
la puerta oscura se llenó de luz,
y se rectificaron los dolores.
La verdad fue la vida en esa muerte.
Era pesado el saco del silencio"
Pablo Neruda, Memorial de Isla Negra, 1962-1964.
Hace 40 años, un día 11 de septiembre, la comunidad de la Universidad de Chile fue herida, como sucedió a diversas organizaciones, familias y personas a lo largo de todo el país. El recuerdo de ese daño no es más que una pregunta que desde el presente se formula para reconstruir eso que sucedió en el pasado, pero es asimismo un gesto de lectura de hechos, razones y emociones. Es difícil recordar lo que nos actualiza un dolor, pero es necesario hacerlo como parte de la responsabilidad que como humanos nos compete en la reflexión y en la reparación de nuestras acciones cuando nos hemos equivocado, o cuando hemos sido testigos, víctimas o actores de fracturas y quiebres, así como de la pérdida de la fraternidad.
Estamos aquí convocados por el deseo de restauración, pero más que nada por el necesario reconocer, entendido en sus acepciones de "examen de una persona para enterarse de su identidad, naturaleza y circunstancias", y en tanto "conceder con solemnidad, la cualidad y relación de parentesco que tiene con el que ejecuta ese reconocimiento". Desde esos significados, el evocar hoy a los profesores y profesoras, estudiantes, funcionarias y funcionarios, egresados de la Universidad de Chile y sus familiares que fueron ejecutados, desaparecidos, detenidos, torturados, encarcelados, exiliados, relegados, exonerados, expulsados, obligados a renunciar y sumariados durante la dictadura militar, constituye un acto ineludible de cara a los 40 años del Golpe de Estado. A ellos y a ellas está dedicada esta placa, como obligación de memoria, como deber de nuestra comunidad, y como huella que en el futuro hablará de esta prueba de restitución y reflexión que hoy día hacemos. También, esta placa conmemora a los familiares de los miembros de la Universidad de Chile que sufrieron las penas, agravios y afrentas de la sombría época en que en nuestro país reinó el autoritarismo y la arbitrariedad.
Quizás la distancia de cuatro décadas haga posible hablar y pensar sobre el trauma histórico que significó la dictadura militar en Chile y en la Universidad de Chile. Estamos obligados a recuperar esa historia porque su trama nos ha envuelto, queramos o no admitirlo, y porque es preciso suturar los partidos lazos y los duelos inconclusos. Es por ello que cuando traemos a escena la palabra "reconocer", estamos poniendo énfasis en la exploración de esa historia y de sus circunstancias, así como conceder a todos y a todas quienes sufrieron los efectos de esos infaustos momentos, la calidad de "parientes", es decir la condición de ser parte de la familia Universidad de Chile. Y ello porque nos autocomprendemos como una comunidad, como una institución universitaria que vive gracias al tejido, a los vínculos sociales de quienes la construyen y la han ido construyendo; desde ese lugar somos hermanos y hermanas, solidarios en el destino y depositarios de un origen común.
A nadie le puede caber ni un asomo de duda respecto al profundo quiebre que significó para nuestra Universidad la intervención militar en su gobierno, sus aulas y sus proyectos. La refundación que los militares y muchos civiles propiciaron para el país, fue aplicada fría, calculada y racionalmente en nuestra Universidad. Por ello, la represión y la construcción en nuestra Casa de Estudios de la noción de amigos y enemigos destejió los lazos solidarios, y edificó una visión de la academia más parecida a un cuartel que a un sitio donde discurre la libertad del pensamiento, sobre todo en los primeros años de la intervención. Hubo razzias en las disciplinas de las ciencias sociales, las humanidades y especialmente en las artes; exoneraciones y brutales expulsiones, delaciones y componendas de sobrevivencia.
Pero, también, hay que decirlo, la generosidad y valentía de la inmensa mayoría de la comunidad universitaria y de sus familias hizo posible la mantención y preservación de nuestra Universidad y de sus valores. El republicanismo que la caracterizó fue cambiado por los lemas del "orden" y la "limpieza" de las ideas, y por un discurso eficientista y economicista que hasta hoy día nos pesa. El paulatino abandono del Estado a nuestra Universidad queda plasmado en la historia de la intervención militar.
Por eso, es necesario recordar esa época, pues ella da luces para pensar el futuro. Debemos elaborar la pérdida del sentido de lo público en nuestra Universidad, y junto a ella la pérdida, el daño y las heridas concretas en las personas, pues son esas fracturas las que pavimentaron el sendero de lo que hoy somos como sociedad y academia. Duele decirlo, pero es así.
Cada una de las materialidades de esta propia Casa Central hablan del devenir incesante, de los cambios y de las continuidades de nuestra institución y de su ser republicano, y es por eso que hemos elegido el Patio Domeyko para plasmar el reconocimiento en esta placa que hoy nos hace comparecer en este emblemático edificio. Ignacio Domeyko, un exiliado, supo del desarraigo y del dominio imperial sobre su Niedzwiadka Wielka y trajo un puñado de su tierra natal a Chile como huella de una historia que lo marcó. No retornó a su lugar de origen, pero esa tierra vivió con él. Tal vez nunca imaginó que su Universidad de Chile, aquella que quiso y en la cual influyó notablemente, sería intervenida militarmente. Levantamos aquí un nuevo "lugar de memoria", en este patio que lo reconoce en tanto rector de la Universidad de Chile y en tanto científico y educador; el patio de un exiliado que ofrece sus muros al reconocimiento de los miembros de esta Casa que fueron tocados y vulnerados por el Gobierno Militar que imperó 17 años en Chile y en su universidad.
Pensando en nuestros y nuestras estudiantes que no vivieron esos 17 años, no podría terminar mis palabras sin dejar de referirme a la gran grieta que todavía lacera y hace sangrar el alma y el corazón de las miles de familias de detenidos desaparecidos y que no les da la paz que respete su dolor; una hendidura que sigue abierta de Arica a Magallanes y que parece no ser asumida por la ciudadanía, por todos nosotros, en su real y brutal dramatismo. Una herida que parece ser sólo de ellas y ellos, y no nuestra. Niko Kazantzakis, en "Cristo de nuevo crucificado", nos habla de un grupo de refugiados griegos que escapa de los turcos que habían asolado su aldea incendiando, degollando y violando. "Algunos de los nuestros -prosiguió el pope Fotis con tono menos violento - tuvieron tiempo de acercarse al cementerio. Desenterraron los huesos de sus padres y los transportan consigo, con objeto de que sean los fundamentos de nuestra nueva aldea. Mirad, ese anciano centenario los carga a la espalda desde hace tres meses".
Miles de familias chilenas, algunas por casi cuarenta años, y muchas relacionadas con la Universidad de Chile, han vivido todo este largo tiempo deambulando, como las refugiadas de Kazantzakis, pero sin tener el consuelo de llevar a sus espaldas los huesos de sus padres, madres, esposos, esposas, hijos, hijas, hermanos y familiares, sin tener el fundamento sobre el cual ellos y ellas puedan construir su nueva aldea, su nuevo hogar, su identidad. ¿Cómo es posible querer olvidar lo pasado en estos cuarenta años, hablar de reconciliación, pedir perdones, decir que hay que mirar hacia adelante, si nos olvidamos de que como país no somos capaces, todavía, de decirles a aquellas miles de familias, dónde pueden ir a colocar una flor al lugar en que están enterrados o en que fueron arrojados los restos de sus seres queridos? ¿Cómo y por qué seguir negando a esas familias ese mínimo gesto de humanidad y de dignidad? ¿Hasta cuándo les hacemos interminables sus noches y agonizantes sus días? ¿Es que de tanto ver a esas madres, con las fotos familiares arrugadas y apretadas en sus pechos, hemos olvidado el brutal drama y la angustiosa pena que arrastran día a día? ¿Es que estamos esperando que ya no quede ninguna de ellas para no tener que sentir vergüenza de nuestra falta de humanidad al mirarles a sus ojos?
Desde esta Casa Central hago un llamado humilde, suplicante, a todas las mujeres y a todos los hombres de buena voluntad de nuestro país para que aunemos nuestras voces y acciones en pos de llevar la paz a las familias de los detenidos desaparecidos. Sólo cuando esas miles de madres encuentren el sosiego del reencuentro con sus hijos e hijas, sólo entonces podremos hablar de que existe la esperanza de una reconciliación en nuestro país. Al final del libro de Kazantzakis los refugiados deben escapar nuevamente ante la llegada de las tropas turcas. "Pasaremos primeramente por el Sarakina - les dijo el pope -, pues allí vamos a enterrar a Manolios; después desenterraremos los huesos de nuestros antepasados y nos pondremos en camino nuevamente. ¡Ánimo hijos míos, no temáis nada, arriba los corazones, somos inmortales!"
"Era pesado el saco del silencio", nos dice nuestro Neruda, pero hoy lo descorremos y asumimos que poco a poco "la puerta oscura se llenará de luz". Eso es lo que hoy día hemos deseado: "rectificar los dolores", con el horizonte de ir construyendo día a día una Universidad de Chile que incluya, que modele desde su interior el alma de un Chile pleno de democracia, de pluralidad y de justicia. Reflexionar, recordar y pensar sobre lo acontecido no es sino el ejercicio de cimentar el futuro: el que anhelamos es el de la inclusión, en el que todas y todos seamos parte de esa "agua fresca", de ese "río sonoro" y de esas "alas firmes de la libertad", que nos constituyen como Universidad.