Inauguración Año Académico Universidad de Magallanes: Charla Magistral “Educando para la Democracia y la Paz”

Mis primeras palabras son de agradecimiento al Rector y amigo, profesor José Maripani, por la invitación a inaugurar el Año Académico de la Universidad de Magallanes. Esta invitación me honra y alegra, porque permite un mayor acercamiento a una comunidad que sentimos hermana.  Durante varios años, hemos compartido el camino de la Educación Superior Pública, impulsados por ideales y compromisos comunes, en nuestro trabajo por un país más desarrollado y justo.

Acudimos hoy a esta hermosa región, sabiendo que aquí se forja un futuro de nuevas oportunidades para Chile y el mundo. Desde su viento, su historia y su comunidad, surgen posibilidades renovadas de bienestar gracias a los nuevos desarrollos tecnológicos, los que respetando el compromiso con el desarrollo sustentable, sabrán preservar el valioso entorno natural y la cultura de la región, al mismo tiempo que expandir sus posibilidades.

Un viaje a Magallanes y a su Universidad es también un encuentro con la biodiversidad y con ese  cruce de saberes entre la ecología y las humanidades, que ustedes han sido ejemplares en cultivar, a través de la conservación biocultural en el Parque Etnobotánico Omora.

Pero Magallanes es también la tierra donde Gabriela Mistral escribió parte importante de “Desolación” y se convirtió en figura pública, aportando no solo a la educación, sino también a la chilenización del territorio. Desde aquí clamó por un país integrado a través de la educación. Como escribe Óscar Barrientos Bradasic: en Magallanes Gabriela “concibió (…) un concepto de chilenidad absolutamente nuevo y profundamente crítico del estado de las cosas, entre otras nociones que serían fundamentales en sus pasos filosóficos y en los motivos literarios más recurrentes de su vasta obra”.

Entonces, aquí estamos con el viento, la biodiversidad, las nuevas tecnologías, el humanismo, la Educación Pública y Gabriela, para celebrar este mundo nuevo que nace.

Pero, junto con abrazar la esperanza, no ignoramos los enormes desafíos que amenazan a nuestra sociedad en los tiempos actuales: la insustentabilidad, la fragilización de la democracia, la incertidumbre, la inseguridad y los desencuentros que resultan del miedo hacia lo distinto.

Eso nos lleva a preguntarnos ¿qué hacer desde la universidad cuando acuerdos que parecían básicos para la convivencia democrática se ponen en duda? Los estudios de opinión nos dicen que  disminuye el número de personas que declaran que “la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno”. Fracasamos dos veces en concordar reglas para definir la convivencia, y el reciente informe de Desarrollo Humano (titulado “Romper el bloqueo. Reimaginar la cooperación en un mundo polarizado”) muestra que el segmento de personas que apoya a líderes que pueden socavar la democracia por primera vez  supera la mitad de la población.

En la Universidad de Chile, luego de un año de reflexión sobre nuestra historia de quiebre democrático, a raíz de la conmemoración de los 50 Años del golpe de Estado de 1973, y en respuesta a lo anteriormente señalado, nos hemos comprometido con abordar el desafío de fortalecer la educación en derechos humanos y, especialmente, la educación para los derechos humanos, para la democracia y la paz. Una educación que permita a nuestros y nuestras estudiantes ser agentes de esos derechos. Porque la libertad, como la paz, requieren de procesos permanentes para su consolidación y, para ello, las distintas generaciones debemos participar en su promoción y protección. Comprendemos que para ser consistentes, la educación en derechos humanos debe darse en un ambiente en el cual estos derechos sean efectivamente respetados y garantizados para y por todos quienes integran la comunidad universitaria.

Avanzar en diversidad, equidad e inclusión

Movilizados por nuestra vocación y responsabilidad de ser “de Chile”, desde hace unos años hemos emprendido acciones para resguardar un cuerpo estudiantil diverso, ampliando el acceso a la Universidad a muy buenos estudiantes provenientes de grupos sub-representados a través de vías especiales de acceso, bajo la convicción de que la diversidad potencia el desarrollo cognitivo y social de los estudiantes y es fundamental para desarrollar las capacidades que permitan abordar la complejidad y formar para la democracia. Secuencialmente, hemos creado, a partir de 2012, el Sistema de Ingreso Prioritario de Equidad Educativa (SIPEE), orientado a estudiantes  de excelente trayectoria académica egresados de establecimientos de alta vulnerabilidad escolar de la educación pública; la vía de Ingreso Prioritario de Equidad de Género, para el género sub-representado según carreras;  una vía de acceso para Estudiantes de Pueblos Indígenas; un Sistema de Ingreso para Estudiantes en Situación de Discapacidad y un ingreso para Estudiantes de Colegios Técnico-Profesionales, entre otros.

Entendernos como una institución cuyo estudiantado proviene mayoritariamente de familias sin historia universitaria, nos ha llevado a reconocer y a valorar la diversidad interna y la importancia de apoyar debidamente a los y las estudiantes en su progreso académico, en su desarrollo integral y su empoderamiento. Para ello se ha hecho necesario conocer mejor a nuestros estudiantes, sus historias, sus expectativas, sus sueños y sus necesidades académicas, y avanzar hacia la construcción de un espacio común donde la institución, los docentes y los estudiantes sean corresponsables del aprendizaje y el éxito académico. Este propósito ha tenido un impacto transformador en nuestro proyecto educativo, fortaleciendo sus principios orientadores.

Desde que iniciamos nuestro trabajo de profundizar la equidad y la inclusión, la educación superior en Chile ha avanzado en comprensión de su rol y esta visión se ha extendido a muchas otras instituciones, tomando distintas formas de acuerdo a cada contexto. De hecho, la Ley General de Educación Superior (21.091) ha establecido en su primer artículo que la educación superior “es un derecho cuya provisión debe estar al alcance de todas las personas, de acuerdo a sus capacidades y méritos, sin discriminaciones arbitrarias, para que puedan desarrollar sus talentos; asimismo, debe servir al interés general de la sociedad”. Ese artículo -por sí sólo- es un mandato, exigente y claro para todo el sistema y nosotros nos esforzamos por cumplirlo.

Generar confianza

Para ello se requiere desarrollar una cultura universitaria, la cual, sin perder fidelidad a su espíritu crítico esencial, también acompañe, acoja, proteja, generando un espacio seguro para el crecimiento personal y comunitario, de manera que el trabajo transformador se dé en un ambiente de respeto mutuo y de valoración de las diferencias.

En un contexto nacional y global de incertidumbre y desconfianza en las instituciones, nos hemos preocupado de establecer lazos de confianza al interior de la Universidad y desde allí proyectarla como un valor. En consistencia, hemos optado por privilegiar una gestión que podríamos llamar relacional, una gestión más atenta a los comportamientos y las relaciones que queremos establecer y/o transformar.

Distintos estudios de opinión y acciones recientes -como el encargo a las universidades de coordinar la participación ciudadana en el segundo Proceso Constitucional-  muestran que las universidades, especialmente las universidades estatales, ocupamos un espacio en el imaginario de la población chilena y de sus liderazgos políticos y sociales, que está asociado a la construcción de lo común, donde las distintas posiciones valóricas y políticas de la sociedad encuentran lugar para expresarse y donde reside una capacidad de aportar con soluciones a los problemas más complejos y gravitantes.

Esta confianza en las universidades no es un asunto generalizado hoy en el mundo, cuando muchas instituciones deben realizar esfuerzos para validarse. En el actual contexto político y social, marcado por una baja confianza ciudadana en la institucionalidad política, no es de extrañar que las universidades hayan emergido como un actor confiable, pero no debemos considerarlo como un lugar ganado que pueda descuidarse de realizar un trabajo constante de validación frente a la ciudadanía.

El sentido amplio de la misión de la Universidad

Hace ya casi  30 años el eminente educador estadounidense Ernest Boyer, quien fuera rector de la Universidad Estatal de Nueva York y Presidente de la Carnegie Foundation, escribía sobre su preocupación por la disminución de la confianza en las universidades en esa nación, en un trabajo publicado a un año de su muerte, en 1996, titulado “The Scholarship of Engagement” (que podríamos traducir como la “Academia del Involucramiento”). Boyer es también quien acuñó el concepto tan importante y generativo, hasta estos días, de la “scholarship of teaching”.

Decía Boyer que por primera vez en casi medio siglo (es decir, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial), las instituciones de educación superior en los Estados Unidos no parecían estar “colectivamente involucradas en algún esfuerzo nacional urgente”.

Escribía también que, en su país,  estaba empezando a surgir la idea que “la educación superior era más bien parte del problema que de la solución”. Que los campus se percibían como los lugares donde los estudiantes obtenían credenciales y los profesores un trabajo seguro, sin una contribución particularmente relevante a los problemas cívicos, sociales, económicos y morales más apremiantes. En consecuencia, parecía irse abandonando la idea de que la educación superior era una inversión en el futuro de la nación y que era importante invertir en ese futuro a través de la industria del conocimiento. Algo -o bastante de eso-  estamos empezando a escuchar en Chile hoy con las críticas a la alta inversión en educación superior. Pensemos en el reciente estudio que está iniciando la Fiscalía Nacional Económica para analizar la educación como un mercado y sólo desde el punto de vista de la docencia de pregrado; y por cierto opiniones análogas se escuchan en los sectores conservadores de los Estados Unidos en la actualidad.

Con ese preámbulo, Boyer hizo un llamado para que las universidades definieran un sentido más amplio de misión, y para que la cultura académica y la cultura cívica se comunicasen entre sí de forma más continua y más creativa.

Universidad y bien público

En línea con esa preocupación sobre “el sentido amplio de la misión universitaria” y motivado también por la pregunta que muchos se hacen sobre cuál va a ser el destino de las universidades en el futuro, Simon Marginson, el destacado investigador australiano en el ámbito de la educación superior, que en la actualidad trabaja en la Universidad de Oxford, ha escrito sobre la centralidad del rol público de las universidades. En un artículo titulado “Higher Education and Public Good” de 2011, Marginson argumenta que la misión de contribuir al bien público será fundamental para la preservación del concepto de universidad que hemos conocido a lo largo de sus 800 años de historia, considerando que la sociedad del futuro ofrecerá crecientes posibilidades de acceder a la educación de forma menos institucionalizada. Si las instituciones han de persistir, afirma Marginson, será porque son capaces de aportar al bien público.

Cito sus palabras: “Sin embargo, nada dura para siempre, y de vez en cuando, los estados-nación y las sociedades descubren que pueden vivir sin las instituciones que han heredado. Cuando estas instituciones no representan nada más profundo o más colectivo, sin mayor bien público, que la agregación de interés propio (como los monasterios de China e Inglaterra, que acumularon grandes recursos y que llegaron a existir sólo para sí mismos y para aquellos que los utilizaban) entonces las instituciones son vulnerables. El interés propio puede canalizarse de otras maneras, las instituciones desaparecen y sus funciones son recogidas en otro lugar”. Concluye Marginson que la universidad debe “volver a fundamentarse en lo social” si no quiere seguir el destino de los monasterios.

En Chile, esa misión más grande (que reclama Boyer), comprometida con lo público (como lo enfatiza Marginson), ha quedado plasmada en la ley de las Universidades Estatales, que nos entrega  una misión que es hermosa y exigente en responsabilidad y que pone énfasis en el vínculo con la sociedad. Dice la Ley 19.094 en su Artículo 4: “Como rasgo propio y distintivo de su misión, dichas instituciones deben contribuir a satisfacer las necesidades e intereses generales de la sociedad, colaborando, como parte integrante del Estado, en todas aquellas políticas, planes y programas que propendan al desarrollo cultural, social, territorial, artístico, científico, tecnológico, económico y sustentable del país, a nivel nacional y regional, con una perspectiva intercultural”. También establece que “las universidades del Estado deberán promover que sus estudiantes tengan una vinculación necesaria con los requerimientos y desafíos del país y sus regiones durante su formación profesional”.

La autonomía y la libertad académica

Pero, así como el servicio a un bien mayor y público es esencial, las universidades también deben resguardar su autonomía y la libertad académica, y no se debe confundir el servicio al país y al Estado de Chile con la dependencia.

Esto lo expresó muy claramente hace ya 70 años -el año 1954- el gran rector de la Universidad de Chile, Juan Gómez Millas, refiriéndose a la relación de las universidades con el Estado en un discurso pronunciado frente a la Unión de Universidades Latinoamericanas: “Afirmo que no se puede rebajar la Universidad a ser simple instrumento del Estado, porque la relación entre éste y la Universidad es exactamente la inversa. No es la política la que debe dictar el rumbo a la Universidad, sino que es ella misma quien debe llegar a la interpretación de las posibilidades más profundas de un pueblo y dar conciencia a la política. Por esta razón, la vida universitaria no puede ser expresión de una clase política dominante ni de una clase social cualquiera, sino de todo el conjunto de las posibilidades de un pueblo. Esto es lo que esperan de los universitarios nuestros mineros, nuestros campesinos, nuestros obreros y también los jóvenes que tuvieron la suerte de surgir de una tradición aristocrática que ya no tiene -como clase social- valor en sí misma”.

Es especialmente inspiradora su visión de que la universidad “debe llegar a la interpretación de las posibilidades más profundas de un pueblo y dar conciencia a la política “. Hoy comprendemos que esto solo puede alcanzarse en diálogo con la sociedad y por eso trabajamos.

El diálogo con la sociedad

La vida política en nuestro país está tensionada y las universidades, bajo los principios de autonomía y pluralismo, también acogen en su seno la política, lo que es propio de una vida universitaria donde impera la libertad académica y el pensamiento crítico, como es y ha sido históricamente el caso de la Universidad de Chile y de las universidades estatales, en general. Sin embargo, esto es distinto a ser instrumentalizadas. Nuestra responsabilidad es contribuir a orientar el debate público por caminos de racionalidad, con un intercambio basado en evidencia y en valores compartidos, asociados al fortalecimiento de la democracia y la justicia social.  Y para ejercer ese rol, debemos ser fieles a estos principios al interior de nuestras comunidades y nuestra educación debe preocuparse de ese aspecto.

La pedagogía inclusiva

El compromiso de promover una vida universitaria pluralista con enfoque inclusivo y de derechos humanos, que prepare para vivir plenamente la democracia, requiere enfrentar el proceso pedagógico de una manera distinta y nos entrega a cada uno de los profesores y profesoras responsabilidad en la formación integral de las y los estudiantes. Por ello, buscamos avanzar hacia una pedagogía inclusiva fundada en el cuidado, que evite toda forma de exclusión y entre éstas la exclusión de género que ha afectado a las mujeres por mucho tiempo.

Esta preocupación también existe a nivel internacional.  Entre los educadores que han desarrollado pensamiento en esta temática está el filósofo educacional sudafricano Yusef Waghid, quien ha escrito muy lúcidamente sobre la importancia de una educación superior que forme para la convivencia y la democracia, y que coloque al centro la dignidad humana y la interdependencia.

En su libro titulado “Hacia una Filosofía del Cuidado en Educación Superior”, Waghid plantea que no se puede esperar que las personas cuiden si no se les educa para hacerlo.

Según Waghid las relaciones de cuidado en la educación universitaria deben poseer tres características principales.  En primer lugar, debe darse una actitud compasiva, donde las personas escuchen las experiencias vividas por los demás, se pongan en el lugar de sus dificultades y actúen para aliviar la exclusión interna. En segundo lugar, se requiere responsabilidad para crear las condiciones que permitan a las personas ejercer su igualdad de voz. Y, en tercer lugar, señala, que para sostener una relación afectuosa, se requieren capacidades de razonamiento que permitan a las personas ser asertivas y anunciar su presencia como ciudadanos iguales.

Lo anterior tiene relación con el ejercicio del diálogo, que debemos fomentar y entre todos cultivar, porque para dialogar debo tener un lugar, debo tener una voz y debo aprender a escuchar la voz de los otros y las otras.

Otro de los muchos libros que Yusef Waghid ha escrito, lleva por título la “Hacia una Universidad Ubuntu” apelando a esa filosofía africana que conocimos más a través de Nelson Mandela y que dice que podemos constituirnos como humanos solo a través de la humanidad de los otros: “Soy, porque somos”. Si bien es un libro escrito pensando en la educación superior del continente africano, su fundamento -el comunitarismo humano- basado en el ejercicio del respeto, el cuidado y un sentido de comunidad lo aproxima a las nociones que aquí enunciamos. En primer lugar, contempla cuidar de manera dignificada, donde una persona depende de otros en la misma medida que otros dependen de ella. Se trata de un acto recíproco que es más cuidar “con” que cuidar “a”. También dice relación con la justicia restaurativa, la preocupación de sanar al que sufre y de resistir la opresión. Y, por último, dice Waghid, se debe visualizar como un acto de involucramiento deliberativo, cultivando la responsabilidad de la escucha e impulsando las acciones que de ahí resulten.

Educación para la democracia

¿Cómo incluimos -entonces- en nuestros programas de formación esa perspectiva de educar para la democracia? A raíz de las tensiones sobre el ejercicio de la libertad de expresión y el diálogo informado en instituciones de educación superior en distintas partes del mundo, muy especialmente en los Estados Unidos, existe una creciente preocupación por el tema y está surgiendo nueva literatura. En el libro titulado “Creating Space for Democracy. A Primer on Dialogue and Deliberation in Higher Education” de Nicholas Longo y Timothy J. Shaffer, publicado en 2019, se ofrece una guía para crear oportunidades en los campus universitarios orientadas a aprender a escuchar, pensar y actuar con otros para resolver problemas públicos.

Los autores señalan que la desconfianza en las principales instituciones se da al mismo tiempo que nos enfrentamos a un número creciente de problemas públicos complejos (como la desigualdad, el racismo, el cambio climático y la violencia armada) que no pueden resolverse solo con soluciones técnicas. Afirman que históricamente las voces marginales están ganando fuerza y volviéndose más visibles, mientras que los ciudadanos comprometidos y democráticos quedan marginados, con roles disminuidos, debido a la profesionalización de la vida pública, entre otros factores.

Los autores abogan por lo que llaman “pedagogía deliberativa en la comunidad”, siendo ésta un enfoque colaborativo que combina el diálogo deliberativo, participación comunitaria y educación democrática. Así como el diálogo, dicen Longo y Shaffer, se entiende como el proceso para involucrarse con otros y co-crear significado, en la deliberación un grupo de personas distintas busca alcanzar una decisión colectiva.

No hay ninguna duda de que si queremos educar a las personas para la democracia, nuestro entorno educativo debe ser democrático también. Por ello, nos alegramos por la aprobación de los nuevos estatutos de las Universidades Estatales y de la modificación de los preexistentes para profundizar la participación.

Si bien las universidades latinoamericanas tenemos una tradición de participación e involucramiento desde el movimiento reformista de Córdoba, debemos avanzar para que todos y todas las estudiantes, no solo los liderazgos más activamente políticos, se beneficien de esos espacios formativos.

Es así que debemos continuar preocupándonos de como los ideales de la universidad latinoamericana pueden hoy hablar al mundo y cómo nos comprometen a cada uno y cada una de quienes conformamos sus comunidades. En una mirada más optimista, pensemos en cómo las profundas crisis de la sociedad actual representan posiblemente la mayor oportunidad para revitalizar los cambios.

Como escribió Paulo Freire en “Pedagogía de la Esperanza”: “la desesperanza nos inmoviliza y nos hace sucumbir al fatalismo en que no es posible reunir las fuerzas indispensables para el embate recreador del mundo. No soy esperanzado por pura terquedad, sino por imperativo existencial e histórico”, aunque agrega, “mi esperanza es necesaria, pero no es suficiente. Ella sola no gana la lucha, pero sin ella la lucha flaquea y titubea. Necesitamos la esperanza crítica como el pez necesita el agua incontaminada”.

Muchas gracias.

Rosa Devés Alessandri
Rectora de la Universidad de Chile

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